CAPITULO IV.Este es aquel Albenzáydeque entre todos tiene fama.Floresta de var. Rom.La cámarade don Enrique de Villena, adonde vamos á trasladar á nuestro lector, era una verdadera rareza en el sigloXV. Una ancha y pesada mesa, que en valde intentariamos comparar con ninguna de las que entre nosotros se usan, era el mueble que mas llamaba la atencion al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban á la vista del curioso gruesos caractéres góticos estampados, ó mejor diremos dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reló de arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos ó tres lunas redondas, de aquellas con que solÃa surtir la reina del Adriático entonces á las personas ricas; algun espejometálico girando sobre un eje á la manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creÃa talismanes mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables á usos quÃmicos, si asi podemos llamar á las confecciones misteriosas de los que en aquella época encanecian buscando la piedra filosofal ó la esencia del oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de fÃsica, eran los objetos que cubrian la mesa que hemos procurado describir: veÃanse á otra parte de la habitacion armas ofensivas y defensivas, que segun la estima que en aquellos tiempos belÃgeros tenian, no dejaban nunca de verse en las cámaras de los caballeros: una lámpara de cuatro mecheros, suspendida del artÃstico arteson, y otra manual y mas pequeña colocada entre la confusion de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo.Un enorme sillon de baqueta, donde hubieran podido sentarse cómodamente mas de dos personas, completaba el ajuar del misterioso personage de nuestros primeros capÃtulos.En la noche á que nos referimos, y áuna hora medianamente avanzada consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento á Ferrus con solo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que paseaba á lo largo y á lo ancho en una habitacion, de que ciertamente no era él el dueño. Despues de un momento de pausa,—Rui Pero, dijo en voz baja Ferrus, Rui Pero.A esta interpelacion se manifestó otro hombre en la cámara.—¿Habeis llamado, señor Ferrus?—SÃ: ¿se ha recogido todo el mundo?—Solo queda en pie el ballestero de la parte esterior de la puerta.—Bien.—Y yo, que como camarero de nuestro amo estoy aguardando su venida para prestarle los servicios de mi cargo.—Es inútil: yo le serviré.—Mirad que soy su camarero.—Le serviré, os he dicho; sé sus intenciones.—En ese caso me retiraré.—Es lo mejor que podeis hacer.—Buenas noches, señor Ferrus.—Esperad... decidme antes, ¿no habria algun page cerca, por si fuese necesario despues servirse de una tercera persona...?—Jaime ha quedado conmigo: está en la antecámara.—Llamadle.—Está bien.—Id con Dios. Ya se fue... no sé por qué razon, dijo para sà luego que estuvo solo el juglar mirando á todas partes, no sé por qué razon he de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que nunca he podido comprender cómo hay hombres valientes; y eso que en mas de un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo jurar que me da mas miedo esta soledad que la compañÃa de diez moros y veinte portugueses en un dia de batalla. Estas voces que corren de que mi amo es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! no tocaria á una redoma de esas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones de demonios podrán caber en cada una...? No será malo hacer la señal de la cruz y santiguarme... ¿Qué es esto...? ¡Ah! no es nada; es mi sobrecapote, lo estaba pisando: hubiera dicho que tiraban de mÃ... Disimulemos el miedo; ya está aqui el page: es preciso buscar un pretesto para estar acompañado.A esta sazon entraba ya un pagecito que podria tener catorce ó quince años todo lo mas.—El camarero dice...—SÃ, el camarero dice bien, interrumpió Ferrus sin enterarse, y sin saber todavÃa qué pretesto suponer para justificar aquella intempestiva llamada. ¿DormÃas, Jaime?—Pésiami alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita cámara. El miedo me tiene mas despierto que una liebre.—¿El miedo...?—Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus, y que no irá á decir á su señorÃa...—Habla sin temor. Vamos, el muchacho es de los mios, dijo para sà el ingenioso juglar.—Si va á decir verdad, puedo jurar por el salto que dió el Cid sobre la puerta de Burgos estando un dia á caballo, segun nos cuentan...—Adelante.—Puedo jurar que no veo sino espÃritus del otro mundo... y á cada paso se me antoja que me arrebatan por los aires...—¡Eh! interrumpió Ferrus echando una mirada á todas partes. ¡Ba! niñerÃas, Jaime, niñerÃas; yo te creà hombre de mas valor. ¡Qué valiente es uno, añadió para sÃ, cuando está con un cobarde!—¿NiñerÃas? ¿os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado en hablar de la magia blanca ó negra, que ni aun eso quiero saber, de nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir, como yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya me dariais noticias de las niñerÃas; y sino decidme, ¿con quién habla mi amo cuando no habla con nadie...?—Claro está, con nadie.—Quiero decir, cuando está solo.—¿Y con quién puede hablar?—¿Con quién ha de ser? con el diablo que me lleve: ello es que habla, y que á él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en claro trabajando y afanando sobre esos cacharros que llama crisoles y rodeados de llamas, y que anda un olor tal que, Dios me perdone, si se me pasa por la imaginacion hacer conocimiento con el pomo de esencias de donde lo saca... Venid aqui, añadió el barbilampiño cogiendo de la mano inesperadamente á Ferrus, que se estremeció al sentirse tocado en tan crÃtica circunstancia; venid aqui, decidme qué significan esos garabatos que escribe sobre el papel, y sino son signos diabólicos... ¡Mal año para mÃ! si quiero permanecer mas tiempo al servicio del señor conde... no, sino estéme yo aqui y llévese el diablo mi alma una noche, sin tener arte ni parte en los productos que sin duda le dará á nuestro amo por precio de la suya. Os digo que no se pasarán tres dias sin que me torne al servicio de mi hermosa prima Elvira. A lo menos alli no hay mas hechizos que los de sus ojos.—¡Tate! señor page, ¿con que se os entiende tambien á vos de esotros hechizos?—Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien esos caractéres.—Bien, page, pero no hay necesidad de acercarse tanto: verdad es que son raros;imagino sin embargo, añadió el coplero afectando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, imagino que esos pueden ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos...—¡Voto va! ¡no sabeis escribir! ¿Pues no haceis vos trovas tambien?—Cierto que hago trovas, y las canto, que es mas; empero no las escribo.—¿Eh? ¿no digo yo que esos serán encantos...? Mirad, Ferrus, os quiero porque nos soleis hacer reir en el hogar con vuestras sandeces, quiero decir, con vuestras sales... yo os aconsejarÃa que imitárais mi ejemplo, y os viniérais...—Eso no, señor page; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos los espÃritus que tengan el menor interes en especular con mis huesos, que abandonar á mi amo. Verdad es que no las tengo todas conmigo; pero todos los caballeros de la tabla redonda, incluso el rey Artus, que se volvió cuervo, ni los doce de Francia no me convencerán de que don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe mas que yo, quiero yo perderme cuando él se pierda...—A la buena de Dios, señor Ferrus; ¿mas no oÃs pasos?—¡Santo cielo! esclamó Ferrus. ¡Ah! sÃ, es don Enrique, sÃ, será don Enrique; vete retirando... poco á poco... ¡Jaime! mas despacio; pudiera ser que no fuese él...Miraba atento Ferrus á la parte de donde provenia el rumor á tiempo que el page, de suyo poco inclinado á esperar aventuras de ninguna especie, y menos de aquella á que él se figuraba pertenecer la que se presentaba, se habia puesto ya en salvamento en la antecámara, donde le parecia que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de las maléficas redomas que tanto temor le infundian. Santiguábase alli á su placer, y dábase prisa á besar una santa reliquia que en el pecho para tales ocasiones llevaba con mas fervor que besarÃa un enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas.Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que ver alguna desmesurada fantasma ó ridÃculo endriago que viniese á pedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse por fin una puerta tan secreta como la que en nuestro capÃtulo anterior hablandodel salon dejamos descrita, y se presentó á los ojos del espantado confidente la persona del mismo don Enrique, á la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena que acababa recientemente de pasar entre él y su desdichada esposa, la de Albornoz.—¡Maldita tenacidad! entró diciendo con voz iracunda el enojado conde sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden que de esperarle en su cámara le tenia anteriormente conferida. Mal conoce á don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el camino de sus planes, añadió acercándose á la mesa; resiste, infeliz, resiste mañana todavÃa, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de Villena.—Señor, perdonadme si os he ofendido, esclamó hincándose de hinojos el espantado Ferrus, é interpretando contra sà el sentido de las últimas palabras del conde, únicas que habia oido distintamente. Perdonadme...—¡Ah! ¿estás ahÃ? dijo don Enrique volviendo en sÃ: ¿qué haces en esa postura? ¿rezas? insensato.—SÃ, gran señor, insensato, pero te juro que mi intencion es buena.—Alza: ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza, miserable, ¿no sabrás distinguir jamas cuándo es ocasion de farsas, y cuándo no?—Dios me perdone, dijo levantándose Ferrus; Dios me perdone mis muchos pecados. Dame tus órdenes, y te probará tu esclavo si desconoce la oportunidad de servirte.—¿Estás solo?—Solo, con mi miedo, iba á decir el intempestivo juglar, pero el gesto mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle en aquel tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles. Solo, señor, pronunció titubeando. Jaime es el único que vela en la antecámara.—Dale las señas de la habitacion del caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava. Que llegue á ella, que dé tres golpes, y que pronuncie mi nombre en voz baja; nada mas. Es señal convenida.Salió Ferrus á obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en volver á entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comision con el mismo celo de que tantas pruebas tenia dadas.—En buen hora, Ferrus. Llégate mas cerca y habla bajo. Conozco tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte recompensado mas allá de tus esperanzas, y aun mas allá de lo que tus méritos exigian.—Estoy harto pagado con el honor de servirte, dijo el astuto juglar.—Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco: toma esas monedas: cada cornado que aceptas debe pesar mas que plomo en tu bolsillo si piensas faltarme algun dia: del plomo sabria hacer oro si lo hubiese menester; pero tambien del oro sabré hacer fuego si tu conducta...—Ofendes á Ferrus, señor.—Quiero creerlo asi: escucha, dame el pergamino que te he confiado. Bien. El maestre de Calatrava ha muerto: esta es la nueva que aqui me dan.—Dios le haya perdonado, y tenga su alma...—Bien; esas no son cuentas nuestras. Atiende primero; luego le encomendarás; en el estado en que está, puede esperar mucho tiempo: lo mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la corte todavÃa este importantesuceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado á darme este aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid. Es preciso ser gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en pretenderlo.—Tendrás, señor, por enemigo á don Luis Guzman, sobrino del muerto.—Despreciable enemigo: otro tengo mas cerca, Ferrus, y mas temible.—¿Mas temible y mas cerca?—SÃ, mas cerca y mas temible. Soy casado.—Cierto que es mal enemigo la muger propia...—El instituto de la orden exige voto de castidad.—Tambien es mal enemigo ese voto.—Tregua á las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso pudiera yo pararme. ¿Pero cómo combinar ese voto con mi estado?—No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos...—Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en el mas raro desatino que se pudiera imaginar, ama á su marido y es constante.—Con todo, es muger.—Desgraciadamente, como hay pocas.—¿Es posible?—Y sin embargo es preciso buscar un medio.Quedóse un momento pensativo el conde como hombre que busca en su imaginacion agotada algun arbitrio, ó que espera en la inaccion que la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente desesperado ya de encontrar.Ferrus discurria en tanto mas de prisa, y aun un buen fisonomista, al ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse por sà solos maquinalmente, hubiera conocido cuán importantes reflexiones ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y mas firme de lo que á él le convenia aparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y de una estupidez atolondrada, ocultaba vastos planes, que sin duda hubiera llegado á realizar si la educacion ignorante que habia recibido en la clase Ãnfima de la sociedad no le hubiera rodeado de preocupaciones y supersticiones vulgares, que continuamentese atravesaban como obstáculos insuperables en el camino de su ambicion. En una palabra, no era el malvado bastante impÃo para las exigencias de su ambicion. Ya hacia tiempo que varias conversaciones que habia tenido con el conde le habian iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque es de advertir que Villena, acostumbrado á no ver en Ferrus sino un juglar grosero é incapaz de planes para sÃ, lo tenia á su lado y en su favor con preferencia á cualquier otro: contaba con que era bueno para ejecutar, y á la par incapaz de penetrar los motivos de sus acciones, las cuales no siempre los tenian tan buenos que pudiese él gustar de que por el conducto de algun incauto ó taimado confidente llegase nunca el público á saberlos. HacÃase el conde ademas la doble ilusion tan comun en los hombres, y especialmente en los de talento, de creer que era sumamente dificultoso escudriñar las causas de sus acciones y encontrar el hilo de sus intrigas. Asi que, en muchas ocasiones en que no esperaba nada de la inventiva de su confidente, contábale sin embargo sus cuitas y hablaba alto delante de él, depositando en el taimadoFerrus sus mas importantes secretos, con la misma tranquilidad con que deja un moro sus pecados en el agujero practicado para el descargo de su conciencia. Si queria Ferrus influir en las determinaciones de su señor, soltaba las ideas que á su entender habia de aprovechar; pero soltábalas como ideas ocurridas al acaso sin plan ni conocimiento, y riéndose el primero de su supuesto desatino: tenia de este modo la habilidad de hacer que creyese don Enrique que eran suyas propias las ideas que mas de una vez le hacia él solo adoptar. Las mas veces se contentaba con escuchar, afectando una completa inmovilidad é indiferencia en sus facciones, actitud que le favorecia mucho para no perder una sola palabra; y en estas ocasiones se hubiera creido que don Enrique y su juglar eran un solo ente compuesto de dos personas; la una sublime é inteligente que debia discurrir, hablar y proponer, y la otra material y bruta encargada de escuchar.En la circunstancia actual revolvia Ferrus aceleradamente en su imaginacion las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le podrian resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena era rico porsÃ, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de Villena le habia privado de un sin número de castillos y vasallos, y su condado de Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido á tener bajo su jurisdiccion dos ó tres de los mejores montes de oso de toda España. Las posesiones que su muger le habia traido en dote eran pingües, mas nunca habia querido contar con ellas como cosa suya, porque habiéndose llevado siempre mal con la de Albornoz, conocia que tarde ó temprano habia de llegar entre ellos el punto de una eterna separacion, y el caso por consiguiente de restituir lo que solo en calidad de dote habia recibido. Los maestres de las tres órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, eran entonces tres potentados á quienes solo la corona faltaba para poderse llamar reyes. Una infinidad de riquezas, castillos y vasallos no reconocian otro dueño, y su inclinacion á cualquier partido hacia un contrapeso casi imposible de vencer por el mismo rey con todo su poder.Todo esto sabia Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese en gloria su señor creceria él en poder, y aun ¿quién sabesi habria concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algun dia caballero, y verse alcaide de alguna fortaleza ó clavero de la orden, ó aun algo mas si el viento le soplaba en popa como hasta la presente le habia felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazon poner de su parte cuantos medios estuviesen á su alcance para derribar el obstáculo que la de Albornoz presentaba á su futura grandeza, sin hacer escrúpulo alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir á medios violentos, que al parecer no debia tener adoptados todavÃa su agitado esposo. Quiso sin embargo esplorar el campo, y soltar alguna espresion por donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba á aventurar su pie mal seguro.—Es preciso buscar un medio, repitió don Enrique despues de otra pausa de inútil reflexion.—Si mi muger, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo á la fuerza, ó me fingiria impotente...—¿Estás loco? ¿impotente?—¿Crees, señor, que ella resistiria á esa prueba...? ó... hallaria algun medio para que se quitase ese obstáculo por el mismotérmino que se nos ha quitado el obstáculo del maestre...—¿Qué quieres decir...? dijo espantado don Enrique.—¡Eh! dijo Ferrus, afectando una risa estúpida. Digo que si yo, hablo de mà no mas, si yo supiera hacer del plomo oro como ha un rato me han dicho, tambien sabria hacer de los vivos muertos: y clavó sus ojos en los del conde para esplorar el efecto que habia producido su espresion, bien como el muchacho despues de haber tirado la piedra anda buscando con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle el alcance de su tiro.—Lejos de mà semejante idea; si la separacion es imposible, no seré maestre: pero recurrir á una violencia, nunca: todavÃa no he manchado con sangre mi diestra; si la intriga no basta no llamaré al puñal ni al veneno en mi socorro.—¿La intriga...? repitió vagamente el juglar, convencido de que habia aventurado demasiado: ¿sabes, señor, que si me das licencia yo he de encontrar de aqui á poco una intriga que te plazga? Tengo una idea, ya sabes que soy un necio, ó poco menos,pero acaso el espÃritu que suele protegerte se valga de este medio grosero é indigno de tu grandeza para poner en tus manos el deseado maestrazgo.—¿Tú, Ferrus?—Yo, señor: repito que tengo una idea...—¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es un pretesto escelente: en el último caso... dijo para sà don Enrique, ¿quién se atreveria á probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de que has hablado? ¿ese medio que me pondria en ridÃculo y...?—Mejor aun.—¿Mejor? Habla, Ferrus, habla: te lo mando: me debes tu existencia, tus ideas...—Y si me engañan mis esperanzas... si...—Habla de todos modos.—Si quieres que declare mi proyecto, necesito callar un momento y meditarlo.—¡Mentecato! ¡necio de mà en creer que de esa cabeza pueda salir una sola idea luminosa!—¡De esta cabeza! repitió por lo bajo Ferrus: ¡orgulloso conde! ¿quién sabe si de ella saldrá un dia tu ruina? Y añadió en voz alta: si me concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de retirarme en el acto, el maestrazgo es tuyo.—¿Mio? ¡imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusion y de una quimérica esperanza, juglar, si me haces perder momentos preciosos, ¿qué castigo te sujetas á sufrir?—La caida de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir; ¿te parece tan ligero? contestó Ferrus con serenidad.Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al irritado conde. Bien, dijo; te doy permiso: una sola condicion quiero imponerte: supuesto que nada me ocurre á mà propio que pueda ser de provecho en tan crÃtica circunstancia, quiero probar tu entendimiento: ¿sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respeta la primera en la vÃctima, y el segundo en tu amo; ¿te acomoda esta condicion?Una inclinacion de cabeza manifestó el asentimiento del juglar.—En buen hora: á Dios, dijo el conde levantándose, Ferrus:vida y honor; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu malicia ó de tu ignorancia, y pagarás cara tu loca presuncion: serás la primer vÃctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la lista de los vivientes.Otra inclinacion de cabeza, su elocuente silencio y la resolucion con que Ferrus salió de la cámara, tranquilizaron algun tanto al inquieto Villena, si bien poco ó nada esperaba de la inventiva del juglar.Volvióse á su sillon despues de la marcha del confidente, ora calculando qué esperanzas podia fundar en su jactancia y seguridad, ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose en fin á otra entrevista que debia tener aquella noche misma con un personage nuevo, que en el siguiente capÃtulo daremos á conocer á nuestros lectores; entrevista que él creÃa antes que todo, y antes que el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de sus ambiciosas intrigas.
CAPITULO IV.Este es aquel Albenzáydeque entre todos tiene fama.Floresta de var. Rom.
Este es aquel Albenzáydeque entre todos tiene fama.Floresta de var. Rom.
Este es aquel Albenzáydeque entre todos tiene fama.Floresta de var. Rom.
Este es aquel Albenzáyde
que entre todos tiene fama.
Floresta de var. Rom.
La cámarade don Enrique de Villena, adonde vamos á trasladar á nuestro lector, era una verdadera rareza en el sigloXV. Una ancha y pesada mesa, que en valde intentariamos comparar con ninguna de las que entre nosotros se usan, era el mueble que mas llamaba la atencion al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban á la vista del curioso gruesos caractéres góticos estampados, ó mejor diremos dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reló de arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos ó tres lunas redondas, de aquellas con que solÃa surtir la reina del Adriático entonces á las personas ricas; algun espejometálico girando sobre un eje á la manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creÃa talismanes mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables á usos quÃmicos, si asi podemos llamar á las confecciones misteriosas de los que en aquella época encanecian buscando la piedra filosofal ó la esencia del oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de fÃsica, eran los objetos que cubrian la mesa que hemos procurado describir: veÃanse á otra parte de la habitacion armas ofensivas y defensivas, que segun la estima que en aquellos tiempos belÃgeros tenian, no dejaban nunca de verse en las cámaras de los caballeros: una lámpara de cuatro mecheros, suspendida del artÃstico arteson, y otra manual y mas pequeña colocada entre la confusion de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo.
Un enorme sillon de baqueta, donde hubieran podido sentarse cómodamente mas de dos personas, completaba el ajuar del misterioso personage de nuestros primeros capÃtulos.
En la noche á que nos referimos, y áuna hora medianamente avanzada consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento á Ferrus con solo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que paseaba á lo largo y á lo ancho en una habitacion, de que ciertamente no era él el dueño. Despues de un momento de pausa,—Rui Pero, dijo en voz baja Ferrus, Rui Pero.
A esta interpelacion se manifestó otro hombre en la cámara.
—¿Habeis llamado, señor Ferrus?
—SÃ: ¿se ha recogido todo el mundo?
—Solo queda en pie el ballestero de la parte esterior de la puerta.
—Bien.
—Y yo, que como camarero de nuestro amo estoy aguardando su venida para prestarle los servicios de mi cargo.
—Es inútil: yo le serviré.
—Mirad que soy su camarero.
—Le serviré, os he dicho; sé sus intenciones.
—En ese caso me retiraré.
—Es lo mejor que podeis hacer.
—Buenas noches, señor Ferrus.
—Esperad... decidme antes, ¿no habria algun page cerca, por si fuese necesario despues servirse de una tercera persona...?
—Jaime ha quedado conmigo: está en la antecámara.
—Llamadle.
—Está bien.
—Id con Dios. Ya se fue... no sé por qué razon, dijo para sà luego que estuvo solo el juglar mirando á todas partes, no sé por qué razon he de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que nunca he podido comprender cómo hay hombres valientes; y eso que en mas de un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo jurar que me da mas miedo esta soledad que la compañÃa de diez moros y veinte portugueses en un dia de batalla. Estas voces que corren de que mi amo es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! no tocaria á una redoma de esas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones de demonios podrán caber en cada una...? No será malo hacer la señal de la cruz y santiguarme... ¿Qué es esto...? ¡Ah! no es nada; es mi sobrecapote, lo estaba pisando: hubiera dicho que tiraban de mÃ... Disimulemos el miedo; ya está aqui el page: es preciso buscar un pretesto para estar acompañado.
A esta sazon entraba ya un pagecito que podria tener catorce ó quince años todo lo mas.
—El camarero dice...
—SÃ, el camarero dice bien, interrumpió Ferrus sin enterarse, y sin saber todavÃa qué pretesto suponer para justificar aquella intempestiva llamada. ¿DormÃas, Jaime?
—Pésiami alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita cámara. El miedo me tiene mas despierto que una liebre.
—¿El miedo...?
—Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus, y que no irá á decir á su señorÃa...
—Habla sin temor. Vamos, el muchacho es de los mios, dijo para sà el ingenioso juglar.
—Si va á decir verdad, puedo jurar por el salto que dió el Cid sobre la puerta de Burgos estando un dia á caballo, segun nos cuentan...
—Adelante.
—Puedo jurar que no veo sino espÃritus del otro mundo... y á cada paso se me antoja que me arrebatan por los aires...
—¡Eh! interrumpió Ferrus echando una mirada á todas partes. ¡Ba! niñerÃas, Jaime, niñerÃas; yo te creà hombre de mas valor. ¡Qué valiente es uno, añadió para sÃ, cuando está con un cobarde!
—¿NiñerÃas? ¿os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado en hablar de la magia blanca ó negra, que ni aun eso quiero saber, de nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir, como yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya me dariais noticias de las niñerÃas; y sino decidme, ¿con quién habla mi amo cuando no habla con nadie...?
—Claro está, con nadie.
—Quiero decir, cuando está solo.
—¿Y con quién puede hablar?
—¿Con quién ha de ser? con el diablo que me lleve: ello es que habla, y que á él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en claro trabajando y afanando sobre esos cacharros que llama crisoles y rodeados de llamas, y que anda un olor tal que, Dios me perdone, si se me pasa por la imaginacion hacer conocimiento con el pomo de esencias de donde lo saca... Venid aqui, añadió el barbilampiño cogiendo de la mano inesperadamente á Ferrus, que se estremeció al sentirse tocado en tan crÃtica circunstancia; venid aqui, decidme qué significan esos garabatos que escribe sobre el papel, y sino son signos diabólicos... ¡Mal año para mÃ! si quiero permanecer mas tiempo al servicio del señor conde... no, sino estéme yo aqui y llévese el diablo mi alma una noche, sin tener arte ni parte en los productos que sin duda le dará á nuestro amo por precio de la suya. Os digo que no se pasarán tres dias sin que me torne al servicio de mi hermosa prima Elvira. A lo menos alli no hay mas hechizos que los de sus ojos.
—¡Tate! señor page, ¿con que se os entiende tambien á vos de esotros hechizos?
—Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien esos caractéres.
—Bien, page, pero no hay necesidad de acercarse tanto: verdad es que son raros;imagino sin embargo, añadió el coplero afectando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, imagino que esos pueden ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos...
—¡Voto va! ¡no sabeis escribir! ¿Pues no haceis vos trovas tambien?
—Cierto que hago trovas, y las canto, que es mas; empero no las escribo.
—¿Eh? ¿no digo yo que esos serán encantos...? Mirad, Ferrus, os quiero porque nos soleis hacer reir en el hogar con vuestras sandeces, quiero decir, con vuestras sales... yo os aconsejarÃa que imitárais mi ejemplo, y os viniérais...
—Eso no, señor page; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos los espÃritus que tengan el menor interes en especular con mis huesos, que abandonar á mi amo. Verdad es que no las tengo todas conmigo; pero todos los caballeros de la tabla redonda, incluso el rey Artus, que se volvió cuervo, ni los doce de Francia no me convencerán de que don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe mas que yo, quiero yo perderme cuando él se pierda...
—A la buena de Dios, señor Ferrus; ¿mas no oÃs pasos?
—¡Santo cielo! esclamó Ferrus. ¡Ah! sÃ, es don Enrique, sÃ, será don Enrique; vete retirando... poco á poco... ¡Jaime! mas despacio; pudiera ser que no fuese él...
Miraba atento Ferrus á la parte de donde provenia el rumor á tiempo que el page, de suyo poco inclinado á esperar aventuras de ninguna especie, y menos de aquella á que él se figuraba pertenecer la que se presentaba, se habia puesto ya en salvamento en la antecámara, donde le parecia que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de las maléficas redomas que tanto temor le infundian. Santiguábase alli á su placer, y dábase prisa á besar una santa reliquia que en el pecho para tales ocasiones llevaba con mas fervor que besarÃa un enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas.
Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que ver alguna desmesurada fantasma ó ridÃculo endriago que viniese á pedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse por fin una puerta tan secreta como la que en nuestro capÃtulo anterior hablandodel salon dejamos descrita, y se presentó á los ojos del espantado confidente la persona del mismo don Enrique, á la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena que acababa recientemente de pasar entre él y su desdichada esposa, la de Albornoz.
—¡Maldita tenacidad! entró diciendo con voz iracunda el enojado conde sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden que de esperarle en su cámara le tenia anteriormente conferida. Mal conoce á don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el camino de sus planes, añadió acercándose á la mesa; resiste, infeliz, resiste mañana todavÃa, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de Villena.
—Señor, perdonadme si os he ofendido, esclamó hincándose de hinojos el espantado Ferrus, é interpretando contra sà el sentido de las últimas palabras del conde, únicas que habia oido distintamente. Perdonadme...
—¡Ah! ¿estás ahÃ? dijo don Enrique volviendo en sÃ: ¿qué haces en esa postura? ¿rezas? insensato.
—SÃ, gran señor, insensato, pero te juro que mi intencion es buena.
—Alza: ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza, miserable, ¿no sabrás distinguir jamas cuándo es ocasion de farsas, y cuándo no?
—Dios me perdone, dijo levantándose Ferrus; Dios me perdone mis muchos pecados. Dame tus órdenes, y te probará tu esclavo si desconoce la oportunidad de servirte.
—¿Estás solo?
—Solo, con mi miedo, iba á decir el intempestivo juglar, pero el gesto mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle en aquel tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles. Solo, señor, pronunció titubeando. Jaime es el único que vela en la antecámara.
—Dale las señas de la habitacion del caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava. Que llegue á ella, que dé tres golpes, y que pronuncie mi nombre en voz baja; nada mas. Es señal convenida.
Salió Ferrus á obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en volver á entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comision con el mismo celo de que tantas pruebas tenia dadas.
—En buen hora, Ferrus. Llégate mas cerca y habla bajo. Conozco tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte recompensado mas allá de tus esperanzas, y aun mas allá de lo que tus méritos exigian.
—Estoy harto pagado con el honor de servirte, dijo el astuto juglar.
—Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco: toma esas monedas: cada cornado que aceptas debe pesar mas que plomo en tu bolsillo si piensas faltarme algun dia: del plomo sabria hacer oro si lo hubiese menester; pero tambien del oro sabré hacer fuego si tu conducta...
—Ofendes á Ferrus, señor.
—Quiero creerlo asi: escucha, dame el pergamino que te he confiado. Bien. El maestre de Calatrava ha muerto: esta es la nueva que aqui me dan.
—Dios le haya perdonado, y tenga su alma...
—Bien; esas no son cuentas nuestras. Atiende primero; luego le encomendarás; en el estado en que está, puede esperar mucho tiempo: lo mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la corte todavÃa este importantesuceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado á darme este aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid. Es preciso ser gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en pretenderlo.
—Tendrás, señor, por enemigo á don Luis Guzman, sobrino del muerto.
—Despreciable enemigo: otro tengo mas cerca, Ferrus, y mas temible.
—¿Mas temible y mas cerca?
—SÃ, mas cerca y mas temible. Soy casado.
—Cierto que es mal enemigo la muger propia...
—El instituto de la orden exige voto de castidad.
—Tambien es mal enemigo ese voto.
—Tregua á las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso pudiera yo pararme. ¿Pero cómo combinar ese voto con mi estado?
—No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos...
—Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en el mas raro desatino que se pudiera imaginar, ama á su marido y es constante.
—Con todo, es muger.
—Desgraciadamente, como hay pocas.
—¿Es posible?
—Y sin embargo es preciso buscar un medio.
Quedóse un momento pensativo el conde como hombre que busca en su imaginacion agotada algun arbitrio, ó que espera en la inaccion que la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente desesperado ya de encontrar.
Ferrus discurria en tanto mas de prisa, y aun un buen fisonomista, al ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse por sà solos maquinalmente, hubiera conocido cuán importantes reflexiones ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y mas firme de lo que á él le convenia aparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y de una estupidez atolondrada, ocultaba vastos planes, que sin duda hubiera llegado á realizar si la educacion ignorante que habia recibido en la clase Ãnfima de la sociedad no le hubiera rodeado de preocupaciones y supersticiones vulgares, que continuamentese atravesaban como obstáculos insuperables en el camino de su ambicion. En una palabra, no era el malvado bastante impÃo para las exigencias de su ambicion. Ya hacia tiempo que varias conversaciones que habia tenido con el conde le habian iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque es de advertir que Villena, acostumbrado á no ver en Ferrus sino un juglar grosero é incapaz de planes para sÃ, lo tenia á su lado y en su favor con preferencia á cualquier otro: contaba con que era bueno para ejecutar, y á la par incapaz de penetrar los motivos de sus acciones, las cuales no siempre los tenian tan buenos que pudiese él gustar de que por el conducto de algun incauto ó taimado confidente llegase nunca el público á saberlos. HacÃase el conde ademas la doble ilusion tan comun en los hombres, y especialmente en los de talento, de creer que era sumamente dificultoso escudriñar las causas de sus acciones y encontrar el hilo de sus intrigas. Asi que, en muchas ocasiones en que no esperaba nada de la inventiva de su confidente, contábale sin embargo sus cuitas y hablaba alto delante de él, depositando en el taimadoFerrus sus mas importantes secretos, con la misma tranquilidad con que deja un moro sus pecados en el agujero practicado para el descargo de su conciencia. Si queria Ferrus influir en las determinaciones de su señor, soltaba las ideas que á su entender habia de aprovechar; pero soltábalas como ideas ocurridas al acaso sin plan ni conocimiento, y riéndose el primero de su supuesto desatino: tenia de este modo la habilidad de hacer que creyese don Enrique que eran suyas propias las ideas que mas de una vez le hacia él solo adoptar. Las mas veces se contentaba con escuchar, afectando una completa inmovilidad é indiferencia en sus facciones, actitud que le favorecia mucho para no perder una sola palabra; y en estas ocasiones se hubiera creido que don Enrique y su juglar eran un solo ente compuesto de dos personas; la una sublime é inteligente que debia discurrir, hablar y proponer, y la otra material y bruta encargada de escuchar.
En la circunstancia actual revolvia Ferrus aceleradamente en su imaginacion las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le podrian resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena era rico porsÃ, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de Villena le habia privado de un sin número de castillos y vasallos, y su condado de Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido á tener bajo su jurisdiccion dos ó tres de los mejores montes de oso de toda España. Las posesiones que su muger le habia traido en dote eran pingües, mas nunca habia querido contar con ellas como cosa suya, porque habiéndose llevado siempre mal con la de Albornoz, conocia que tarde ó temprano habia de llegar entre ellos el punto de una eterna separacion, y el caso por consiguiente de restituir lo que solo en calidad de dote habia recibido. Los maestres de las tres órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, eran entonces tres potentados á quienes solo la corona faltaba para poderse llamar reyes. Una infinidad de riquezas, castillos y vasallos no reconocian otro dueño, y su inclinacion á cualquier partido hacia un contrapeso casi imposible de vencer por el mismo rey con todo su poder.
Todo esto sabia Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese en gloria su señor creceria él en poder, y aun ¿quién sabesi habria concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algun dia caballero, y verse alcaide de alguna fortaleza ó clavero de la orden, ó aun algo mas si el viento le soplaba en popa como hasta la presente le habia felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazon poner de su parte cuantos medios estuviesen á su alcance para derribar el obstáculo que la de Albornoz presentaba á su futura grandeza, sin hacer escrúpulo alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir á medios violentos, que al parecer no debia tener adoptados todavÃa su agitado esposo. Quiso sin embargo esplorar el campo, y soltar alguna espresion por donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba á aventurar su pie mal seguro.
—Es preciso buscar un medio, repitió don Enrique despues de otra pausa de inútil reflexion.
—Si mi muger, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo á la fuerza, ó me fingiria impotente...
—¿Estás loco? ¿impotente?
—¿Crees, señor, que ella resistiria á esa prueba...? ó... hallaria algun medio para que se quitase ese obstáculo por el mismotérmino que se nos ha quitado el obstáculo del maestre...
—¿Qué quieres decir...? dijo espantado don Enrique.
—¡Eh! dijo Ferrus, afectando una risa estúpida. Digo que si yo, hablo de mà no mas, si yo supiera hacer del plomo oro como ha un rato me han dicho, tambien sabria hacer de los vivos muertos: y clavó sus ojos en los del conde para esplorar el efecto que habia producido su espresion, bien como el muchacho despues de haber tirado la piedra anda buscando con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle el alcance de su tiro.
—Lejos de mà semejante idea; si la separacion es imposible, no seré maestre: pero recurrir á una violencia, nunca: todavÃa no he manchado con sangre mi diestra; si la intriga no basta no llamaré al puñal ni al veneno en mi socorro.
—¿La intriga...? repitió vagamente el juglar, convencido de que habia aventurado demasiado: ¿sabes, señor, que si me das licencia yo he de encontrar de aqui á poco una intriga que te plazga? Tengo una idea, ya sabes que soy un necio, ó poco menos,pero acaso el espÃritu que suele protegerte se valga de este medio grosero é indigno de tu grandeza para poner en tus manos el deseado maestrazgo.
—¿Tú, Ferrus?
—Yo, señor: repito que tengo una idea...
—¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es un pretesto escelente: en el último caso... dijo para sà don Enrique, ¿quién se atreveria á probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de que has hablado? ¿ese medio que me pondria en ridÃculo y...?
—Mejor aun.
—¿Mejor? Habla, Ferrus, habla: te lo mando: me debes tu existencia, tus ideas...
—Y si me engañan mis esperanzas... si...
—Habla de todos modos.
—Si quieres que declare mi proyecto, necesito callar un momento y meditarlo.
—¡Mentecato! ¡necio de mà en creer que de esa cabeza pueda salir una sola idea luminosa!
—¡De esta cabeza! repitió por lo bajo Ferrus: ¡orgulloso conde! ¿quién sabe si de ella saldrá un dia tu ruina? Y añadió en voz alta: si me concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de retirarme en el acto, el maestrazgo es tuyo.
—¿Mio? ¡imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusion y de una quimérica esperanza, juglar, si me haces perder momentos preciosos, ¿qué castigo te sujetas á sufrir?
—La caida de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir; ¿te parece tan ligero? contestó Ferrus con serenidad.
Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al irritado conde. Bien, dijo; te doy permiso: una sola condicion quiero imponerte: supuesto que nada me ocurre á mà propio que pueda ser de provecho en tan crÃtica circunstancia, quiero probar tu entendimiento: ¿sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respeta la primera en la vÃctima, y el segundo en tu amo; ¿te acomoda esta condicion?
Una inclinacion de cabeza manifestó el asentimiento del juglar.
—En buen hora: á Dios, dijo el conde levantándose, Ferrus:vida y honor; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu malicia ó de tu ignorancia, y pagarás cara tu loca presuncion: serás la primer vÃctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la lista de los vivientes.
Otra inclinacion de cabeza, su elocuente silencio y la resolucion con que Ferrus salió de la cámara, tranquilizaron algun tanto al inquieto Villena, si bien poco ó nada esperaba de la inventiva del juglar.
Volvióse á su sillon despues de la marcha del confidente, ora calculando qué esperanzas podia fundar en su jactancia y seguridad, ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose en fin á otra entrevista que debia tener aquella noche misma con un personage nuevo, que en el siguiente capÃtulo daremos á conocer á nuestros lectores; entrevista que él creÃa antes que todo, y antes que el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de sus ambiciosas intrigas.