—Sin darme yo mismo cuenta,—prosiguió Julito—intimé con ella. Ya sabéis lo fácil que eso es en la vida de hotel (cuando el hotel es tranquilo y la vida un poco retraída), una vez cambiado el primer saludo. Una leve enfermedad de ella, correcto interés por mi parte, luego la recíproca, la grippe que me obliga a quedarme en cama, madame d'Opporidol, que se preocupa por mi salud y se ofrece amablemente, y henos convertidos en los mejores amigos del mundo.
—Los primeros días de charla—y Calabrés, apasionado con su narración, había dejado de comer—, la señora me habló de cosas sin transcendencia; pero, según fue tomando confianza, acabó por abrirme su pecho.
«Era turca. La fatalidad cayó sobre ella, y la desgracia cerniose en su vida. No me explicaba el género de desgracia a que se refería, y sólo dejaba adivinar que un drama terrible había truncado su existencia, tronchando sus ilusiones en flor. De aquella catástrofe misteriosa, quedole un desencanto infinito de todos y de todo; una amargura melancólica que matizaba de interés sus palabras. Culta, conocía bien los poetas y novelistas en boga, y su conversar, esmaltada de una erudición un poco a la violeta, resultaba interesante».
Me hablaba de Turquía; de la belleza dulce y triste de Stambul; me hablaba de la ciudad quimérica envuelta en ensoñadora neblina azul, durmiendo sumida en un silencio opresor. Stambul, la ciudad secular, la que contemplaron los viejos Califas; la ciudad de magia concebida por Solimán,el Magnífico, coronada de soberbias cúpulas y empenachada de dorados minaretes; la ciudad que aparecía a los ojos como un portentoso fantasma del pasado, como una de esas raras urbes que la leyenda hace dormir en el fondo del mar...
—¿Loti?—interrumpió Olmeido, burlón. Julito rió:
—¡Eso mismo pensaba yo!... Pero, déjame seguir... Madame d'Opporidol me hablaba también de la infinita tristeza del vivir de las mujeres turcas contemporáneas; me decía de cómo sus almas de excepción, cultivadas en la soledad de los harenes del día, esos harenes semejantes en todo, menos en su inexpugnable aislamiento, a la casa de cualquier mujer elegante; sus almas, pulidas en la lectura, purificadas en la soledad; sus almas, que, aisladas por las celosías, como las flores de una estufa están al abrigo de las violencias del aire libre, sufrían de verse tratadas en odaliscas, en bestezuelas de placer, sin más razón de existir que el capricho de su amo y señor. Me hablaba de los veranos, en que tras la inacabable monotonía de los eternos días invernales, sacudidos por el aire del mar Negro, el Bósforo relucía como colosal zafiro, y la población patricia turca refugiábase en el lado de Asia, junto al agua.
—¡Decididamente, la señora sabía sus clásicos!—volvió a interrumpir el portugués.
—Si no me dejas contarlo, me callo—y Julito hizo ademán de reanudar el yantar, abandonando su historia.
—No, no; sigue—imploró el marqués del Valle—. Las aventuras de tu madama me van interesando.
Desagraviado el narrador, prosiguió:
—Así estábamos, cuando la buena señora cayó enferma. Un interés discreto y una caja de bombones no menos discretamente enviada para endulzar las horas de convalecencia, acabaron; indudablemente, de captarme su confianza, por cuanto casi repuesta ya me envió un recado, diciéndome que tendría sumo placer en verme.
Subí al cuarto (piso sexto). Lamise en scèneestaba cuidada como siempre. Sobre la modestia de la habitación, su buen gusto había marcado un sello de elegancia un poco original. Algunos marfiles, algunos cobres y unos viejos terciopelos con versículos del Corán, bordados en oro y plata, imprimían un exotismo un poco de bazar a la estancia. Cortiníllas de color de rosa tamizaban la luz, dejando todo en una favorecedora semipenumbra; algunos ramos de flores mustiábanse en búcaros de cristal. Tendida en lachaisse-longue, sobre las pilas de almohadones multicolores, madame d'Opporidol yacía lánguidamente envuelta en unteagowde gasa y seda negra, adornado de grandes cintas de moaré rosa.
Al entrar, me tendió la mano y hasta me agració con una sonrisa lejana. Comenzamos a hablar de cosas baladíes, y llevábamos agotados dos o tres temas, en que la conversación se arrastraba lánguidamente, cuando de improviso, Schezerarda (la dama se llamaba así) suspiró, cerrando los ojos:—¡Qué desgraciada soy!—Y como yo, un poco asombrado, la mirase interrogador, me tendió la mano en un gesto supremo de abandono, mientras suspiraba un enigmático:—¡Si supiérais!... Volví a contemplarla; una lágrima brillaba en sus ojos y se detenía en el borde de las pestañas, asustada de los estragos que su paso podría causar en la obra de estucado del rostro. Al fin, madame d'Opporidol pareció tomar una determinación transcendental, una de esas determinaciones definitivas que marcan una efeméride en la vida humana, y con vozde hora supremacomenzó:
—Amigo mío: voy a contarle mi historia, mi verdadera historia, la que nadie conoce. ¡Es algo tan espantoso, tan terrible, que casi parece una pesadilla. A ningún nacido se la he contado nunca; pero mi pobre corazón no puede ya con el peso de su secreto: usted es artista, usted es un hombre de sentimiento y sabrá comprenderme!—Su voz era patética, altisonante.
—Soy turca—prosiguió ella—. Mi padre era Kiazim Pachá, y me educó como educan ahora a todas las hijas de gran familia; como podría educarse cualquier parisién, qué digo, ¡mil veces mejor!, según he podido observar luego. Narraros mi infancia de princesa salvaje en el viejo palacio, escondido en un rincón de Circasia, mi adolescencia de muchacha mimada y voluntariosa, sería el cuento de nunca acabar. Fui feliz o casi feliz. Pero casáronme y con mi boda comenzaron mis desdichas. Mi matrimonio fue lo que son allí la mayoría de los matrimonios: una cosa arreglada por las familias, en que la novia desempeña el papel dealgosin voluntad ni discernimiento, del que disponen a su antojo. Mi marido era frío, taciturno, concentrado. Muyvieux jeu, no comprendía a la mujer sino en cuanto era bella. Y heme aquí a mi culta, erudita, tan vibrante, tan moderna, condenada al papel de odalisca. ¡Y aquello no era lo peor! Lo peor, lo irresistible, lo anonadante, era la monotonía atroz del vivir sedentario, la uniformidad de los días que se deslizaban iguales, tristes, inacabables, en aquel acolchado que defiende de cualquier choque exterior y que hace que, en el atroz guateado que nos torna insensibles, echemos de menos las zarzas y las espinas del camino.—¡Loti! ¡No me cabía duda de que la cita era de Loti!
Julito hizo una pausa, y luego continuó:
—Madame d'Opporidol había callado un momento, para, con tonos más peripatéticos, proseguir después:—Un día ¡día aciago, marcado con piedra negra en la tragedia de mi vida! encontré a Jacobo. No sé cómo fue; desde entonces he creído ciegamente en la fatalidad. Si conoce usted las costumbres turcas, debe saber la imposibilidad casi absoluta de que una mujer musulmana hable con un infiel. En primer lugar, lo inabordable del harem; luego, el misterio deltcharchaf, ese negro capuchón que usan las mujeres en Constantinopla para salir a la calle; la vigilancia de los esclavos que nos rodean a todas horas; pero, sobre todo, la inconsciente vigilancia del público, que conceptuaría un crimen tremendo que una turca hablase a un europeo, hacen imposible todo intento de aproximación. ¡Y, sin embargo, conocí a Jacobo; me amó y le amé! Contarle todas las peripecias de nuestro idilio sería evocar horas felices para mí; horas de melancólicos paseos al través de los viejos cementerios, entre los altos cipreses centenarios, o largas caminatas hacia Eyoub, bajo un cielo triste, sobre cuyo fondo plomizo pasaban empujados por el viento de Asia grandes nubarrones negros; sería ir día por día haciendo la historia de los extraños ardides de que tuvimos que valernos para lograr encontrarnos. Todo fue bien al principio; pero el éxito engendra la audacia, y la audacia nos perdió. Una tarde, mientras mi marido estaba en el Ildiz, hablaba yo con Jacobo. De pronto... No sé cómo fue. De todo lo ocurrido después, conservo el recuerdo confuso de acontecimientos borrosos entrevistos al través de una pesadilla. Cosas terribles, irreales, espeluznantes, me arrastraron hasta las cumbres supremas de la tragedia. El último eco de la voz de mi amante confundiose con el primer eco de la voz de mi marido que clamaba venganza. En el tropel de sensaciones que con rapidez vertiginosa pasaron por mi alma, conservo tan sólo la impresión de los ojos de Abul-Bajá, la mirada de suprema angustia de Jacobo al caer herido y la glutinosa y tibia caricia de la sangre que humedecía mis manos. No sé cómo fue; una ráfaga de vesania pasó por mis venas, y, enloquecida de dolor e ira, salté sobre el bárbaro Otelo. Entonces pasó algo salvaje, monstruoso; mis uñas se clavaron en su cuello; le sentí palpitar un segundo, y luego, nada.
Madame d'Opporidol jadeaba, trágica, sudorosa. Después de breve respiro, siguió:—Huí. De aquella hecatombe conservo dos memorias sagradas: un cofrecillo precioso, que procede del tesoro de los Osmalíes, una de esas raras joyas de la orfebrería oriental y uno de los zapatos que llevaba yo la tarde aquella—. Púsose en pie, y con ojos de iluminada y gesto profético me dijo:—¡Venga usted!—Llevome ante el armario y abrió un cajón: de allí sacó una cajita, y con respetos de sacerdotisa que va a mostrar una santa reliquia, la puso ante mis ojos. Luego, abriendo la tapa, sacó una babucha y anunció peripatética:—¡He aquí el zapato, aún conserva las manchas de la sangre!—Les confieso a ustedes que me sentí defraudado. El cofrecillo era una caja de filigrana de plata; una de esas fáciles labores orientales de escasísimo mérito. Aquello, más que del tesoro de los Osmalíes, pareció procedencia de bazar cosmopolita. En cuanto a la zapatilla de terciopelo rojo, bordada en oro y aljófar, juraría haber visto otras semejantes en la rue Rívoli, un poco antes de llegar a los almacenes del Louvre. Extrañado, fijé mis ojos en la heroína de la tragedia. Schezerarda, erguida, lejana, con el aspecto de la protagonista de un drama de Sófocles, permanecía en pie, tremolando con una mano la babucha trágica.
—¿La continuación?—pidió Olmeido al ver que Julito, tras el postrer efecto, callaba, haciéndose el interesante.
—¿La continuación? Sencillísima. Estuve más de un año sin volver por el Austerlitz. Cuando el azar me llevó allí, lo primero que noté fue la ausencia de madame d'Opporidol. Interrogué al gerente del hotel. Confieso que su respuesta me dejó yerto. ¡Mi amiga había muerto!—Pero ¿y avisaron a Turquía, a su familia?...—pregunté. Una sonrisa irónica fue la respuesta. Y como yo pidiese explicaciones sobre el fin de la princesa Circasiana, el empleado se echó a reír. ¡Madame d'Opporidol no era turca! ¡Era lisa y llanamente una buena burguesa, que vivía de una pensión insignificante! ¡La descendiente de los Osmalíes, la esposa de Abul-Bajá, la heroína del drama sangriento, era la viuda de un vista de aduanas francés!
París-Octubre 1912.
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—¿El pudor de las inglesas? Yo creo que es una cuestión de moral pública, es decir, más bien decoro que pudor.
Olmeido interrumpió:
—Más bien cuestión de recato. El evangelismo es una religión muy severa, y como los hombres y las mujeres son los mismos en todas partes, impone el culto a las conveniencias.
—¡Pues lo que es algunas se ríen de las tales conveniencias!
—¡Que lo digan las inglesas que andan por París!...
Las pantorrillas, bastante flacas, y enfundadas, por añadidura, en unas medias lamentables, de tres damas que habían subido a untaxi, fueron las que provocaron la conversación.
Estábamos en el pabellón Madrid, delBois; un inoportuno chubasco nos había recluido dentro, y entreteníamos el malhumor de la pasajera contrariedad criticando a todo bicho viviente.
Corría el mes de agosto, y para nosotros, habituales del otoño parisién, ofrecía la gran ciudad aspectos imprevistos. Dedicábamonos por las tardes a tomar el té en los pabellones del Bosque de Bolonia. En lalimoussinede Olmeido dábamos largos paseos, que tenían siempre como punto de arribada uno de losrestaurantsen boga. Tocole el turno aquella tarde al de Madrid; en él sorprendionos la lluvia, y como el coche era abierto, no hubo más remedio que esperar.
Sobre el decorado Luis XV, recargadísimo, tan lejos en su barroco amazacotamiento de la elegancia versallesca delPre Catalán, destacábanse los tipos híbridos de la fauna estival; faltaban los elegantes de los días primaverales, los artistas y los millonarios, y veíanse, sustituyéndoles, inglesas feas y escuálidas, muy marimachos en sus antiestéticos atavíos sastre muyCook-Tours, y americanas del sud demasiado languiadas y demasiado vestidas, mal peinadas bajo las pastoras cargadas de floripondios, apestando a perfumes violentísimos y arrastrando con desvaído ademán gasas y encajes de una limpieza dudosa. Oíase constantemente hablar español por gentes que gritaban demasiado y reían con estrépito, mientras los del Reino Unido hablaban en sordina y hacían observaciones de Beædæker.
—¡Las inglesas de viaje!—habló el marqués del Valle—. Yo, que he corrido tanto, he visto cosas deliciosas. ¡Si os contara la historia de una miss que conocí en elScheweizerhof, de Lucerna!...
—Cuenta—animó Julito.
Olmeido insistió a su vez:
—Será una obra de caridad... además de todo, nos ayudarás a matar el aburrimiento...
El marqués del Valle quitose los lentes, limpiolos concienzudamente, parpadeó y comenzó su historia:
—Miss Decency. Se llamaba miss Decency. Un nombre casi simbólico: ¡la señorita Pudor! El génesis de nuestra amistad, como la de Julito con madame d'Opporidol, fue una reverencia; pero no una reverencia de corte, grave, ceremoniosa, llena de pompa, sino una reverencia severa, rígida, muy finchada y muyconvenable.
Había estallado una tormenta, produciendo no sé qué avería en la luz, y nos habíamos quedado a oscuras. Eran las nueve de la noche, y acabada la comida, las gentes comenzaban a invadir los salones deScheweizerhof. Yo había sido de los primeros en salir del comedor, y, cómodamente instalado en el salón de tapices, disponíame a saborear mi café y a leer los periódicos que acababan de llegar, cuando hiciéronse de improviso las tinieblas.
Me gusta elScheweizerhof, porque, quizá menos chic que elNationaly menos cosmopolita que elPalace, es, sin embargo, el más confortable, y ya sabéis que en la vida moderna elconfortes el superlativo del bienestar. Los hoteles, muy elegantes o de mucho movimiento, son buenos para temporadas cortas o para sitios en que riman con el género de vida que uno lleva; pero para Suiza, donde se busca paz y descanso, son mejores los hoteles cómodos.
Hallábame, pues, en el salón de música, y encontrábame bien en la suntuosidad discreta, alegre y simpática, de las columnas de mármol rosa y los tapices de cartón bucólico, la orquesta de tzíganes tocaba un vals vienés, frívolo y amable, que me arrullaba, mientras curiosamente contemplaba el desfile de tipos exóticos—familias alemanas, compuestas de matrimonios gordos, colorados, un poco toscos, pero dotados de una gran simpatía cordial y acompañados de unas chiquillas deliciosas, blancas, rubias, gentiles, y de muchachitas de frágiles bellezas de Gretschen; adolescentes del Norte América, altos, fuertes, enérgicos, curtidos por lossports; damas francesas de una elegancia equívoca—; cuando de improviso se apagó la luz en el preciso momento que una señora, en quien no había fijado atención, llegaba ante mi. Sorprendida por las tinieblas, lanzó un «¡ay!» de susto y se detuvo perpleja. Me compadecí de su desairada situación, y, poniéndome en pie, cogile de una mano y le ayudé a instalarse. Momentos después, y arreglada la avería, la desconocida me dio las gracias con una reverencia. Fue más que reverencia un saludo sobrio, rígido, muy correcto, muy severo, una inclinación de cabeza llena de dignidad. Fijeme entonces en ella y experimenté el asombro un poco irónico que nos inspiran esas figuras pasadas de moda que encontramos al través del mundo, y que son como rezagadas de otros tiempos. Era la interesada una dama madura, a que el cabello cano, muy sencillamente recogido y adornado con cofia de encaje negro, que le caía por la espalda a modo de mantilla de corte, y las arrugas del rostro, que libre de afeites y fregado con agua de colonia, relucía curtido, avejentaban. Más bien alta, aunque un poco doblada en la cintura por el talle del corsé—uno de esos talles inverosímiles que hinchan el vientre y elevan los pechos a la hipérbole—; vestía una falda degromalva, que formando pabellones por delante, iba a recogerse detrás en un gran puf, sobre el que descansaban las pequeñas aldetas de terciopelo negro de la chaquetilla. Sobre el escote cuadrado, cubierto por espeso camisolín de batista blanca, lucía un camafeo, y de las mangas hasta el codo surgían los brazos enfundados en mitones de seda. Era, en conjunto, un figurín de hace veinticinco o treinta años; uno de esos figurines que nos sorprenden como una cosa carnavalesca en las viejas revistas de modas, porque, sin ser algo familiar, tampoco han llegado a esa consagración artística que da el tiempo. Llevaba un libro en la mano, y sus ojos, de un azul pizarroso, casi gris, tenían una extraña vaguedad. Muchas veces, luego, sentí la curiosidad de aquellos ojos; en unas ocasiones, mientras se le hablaba, permanecían alejados, dando la sensación de que su dueña no se enteraba de nada de lo que se le decía, y de que su pensamiento seguía el dibujo de una imagen muy alejada de allí; otras, relucían con un extraño apasionamiento, que no estaba en consonancia con la banalidad de los motivos de conversación, y algunos, al evocar una cosa trivial cualquiera, se llenaban de lágrimas, como si fuese el enigma de una imagen misteriosa, que repercutía en el fondo de su ser. Luz u opacidad en aquellas pupilas, no se ajustaban nunca a sus palabras, y alguna vez, muy rara, teníase la sensación exacta de que o los ojos o las palabras mentían.
Hablamos. Era inglesa: no tenía familia (su único pariente, un primo lejano, había muerto en la guerra del Transvaal, y la dama ostentaba su efigie, encerrada en un grueso medallón de oro, que llevaba pendiente de una cadena al cuello) y andaba errante por el mundo. Su solo consuelo era Dios, y por eso amaba tanto a Suiza, porque sólo en medio del mar y en las altas cumbres nevadas se dialoga con El, y el mar le mareaba. También la literatura la interesaba mucho... Me fijé entonces en el libro. Era italiano: una edición antigua de «La Divina Comedia». Confesome conocer el idioma de Petrarca. Yo, amablemente, cité unos versos del Dante:
Per me si va nella cittá dolente,Per me si va nell'eterno dolorePer me si va tra la perduta gente.
Puso cara de extrañeza, como si no comprendiese bien. Apunté, a modo de aclaración:—Los versos que leyó el poeta a la puerta del Infierno—. Entonces ella, ante la palabra Infierno, tuvo una sonrisa de vago sobresalto:—¡Oh!, no. ¡Yo no he leído más que «El Paraíso».
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—Desde aquel día—continuó el marqués del Valle, mientras oscurecía y el cielo desplomábase en cataratas de agua sobre el Bosque—hablamos muchas veces de sobremesa. Miss Decency era una entusiasta fervorosa de España. Según ella, sólo dos ciudades habían grabado una huella indeleble en su espíritu: Sevilla y Venecia. ¡Ah! ¡Sevilla! Y la inglesa ponía los ojos en blanco y me hablaba de las noches perfumadas de azahar, del gemir de las guitarras, y de los naranjos floridos. Para ella, Andalucía no tenía más que un defecto: el amor.—¡El amor!—y la solterona hacía un gesto de espanto supremo:—¡Esa facilidad que hay en su país—me decía—para amarse, para hablar del amor, para vivir en el amor y del amor!... Allí no se puede vivir; todo el mundo habla del amor; el amor está en todas partes: en las canciones y en las estampas, en las danzas y en las ceremonias de liturgia sagrada, en los labios y en los ojos... ¡Es una obsesión, una cosa horrible! Allí las gentes no tienen verdadera religión, ni ideas morales, ni pudor... Viven como faunos y bacantes en un bosque ¡qué horror!—Y la dama, ruborizada por lo atrevido del símil, callaba.
Porque a Miss Decency podía considerársele la personificación del pudor. Era la suya una pudibundez tan frágil y quebradiza, que los hechos más sencillos y vulgares le sobresaltaban. Sin saberse cómo, hablando con ella, todas las conversaciones iban a parar al mismo tema resbaladizo. Pero su obsesión no era el sentimiento empalagoso de las solteras sensibles, era el vicio, algo pecaminoso y nefando hecho de aberraciones y brutalidades. Presentábasele siempre el sentimiento de Hero y Leandro, de los amantes de Teruel, como una cosa diabólica, grotesca y alucinante, hecha de horrores y abominaciones. Sabía raras historias, lances extraños, en que pasaban cosas terribles, equívocas y escalofriantes, y en que el amor alzábase trágico y amenazador como un rito satánico, como esas misteriosas nigromancias a que se entregaron Gilles de Reis, Prelatti, la Brinvilliers y el marqués de Sade. Mientras hablaba, bosquejaba gestos de espanto, y por sus ojos dilatados de miedo, pasaban extrañas irisaciones de vesania. Era tal su obsesión, que hasta en las cosas más triviales y corrientes para todo el mundo, veía ella extrañas coincidencias, semejanzas turbadoras y tendencias a un erotismo malsano, sanguinario y cruel. En el fondo de todo amor aparecíasele una inconsciente crueldad obscena y triste. De Andalucía, de aquella encantadora tierra de sol, que decía adorar, conservaba un recuerdo que tenía algo de estampa de Rops, algo de aguafuerte de Goya, y algo de pintura de Sorolla. En Andalucía no había visto sino el cielo implacable, los campos polvorientos llenos de chumberas, las danzas bárbaras de espasmos y gestos desgarrados en desesperaciones de agonía y los crímenes pasionales. ¡Y qué escalofriantes e imprevistos detalles descubría en aquellos crímenes! En todos adivinaba ella una lascivia sanguinaria, un vicio concentrado, algo tremendo y alucinante. Veía España como una mezcla de barbarie, fango y sangre: un Crucificado desmelenado y trágico, presidiendo el patio de caballos de una plaza de toros; la Imperio bailando un garrotín en la procesión del Santo Entierro. Por eso temía a nuestro país, apesar de los aromas de azahar y de los naranjos en flor.
En cambio, amaba la paz de las altas cumbres, porque en ellas moraba Dios. En los nevados riscos que se alzaban polares bajo la luz de la luna, en las mesetas donde nace eledelweiss, se oye la voz del Señor. Su palabra tiene la terrible magnificencia del trueno y la dulzura de la caricia. El alma, libre de impurezas, vuela por los etéreos espacios, y el humo del sacrificio se eleva directamente al cielo.
Por eso deseaba que yo hiciese una ascensión con ella.
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—Confieso—reanudó Valle, tras una pausa en que apuró la cuarta taza de té—que el anochecer, pese a todas las profecías, no me había hecho efecto. Si bien la puesta del sol tenía efectos de luz muy bellos, es lo cierto que el paisaje había defraudado mis esperanzas y que la vista no me indemnizaba del trabajo que me costara subir, ni de la noche de frío que se nos preparaba. Aquello estaba demasiado alto y desde allí daba la impresión de estarse viendo todas las cosas en un mapa de relieve; la distancia borraba los detalles que con sus contrastes forman el encanto del paisaje, su movimiento, como si dijéramos, y quedaba una naturaleza de mundo muerto, una perspectiva árida de cataclismo geológico. Veíanse los lagos como manchas grisosas, los pueblos borrosos, los bosques de pinos fingían sombríos borrones, y las enormes cadenas de riscos parodiaban la osamenta de imposibles monstruos.
El ascenso, para mí, poco hecho a tales hazañas, había sido penoso en demasía. Desde las siete de la mañana, en que había comenzado, hasta las cinco de la tarde, que llegamos allí, fue la excursión una marcha continuada, sin más que breves minutos de descanso y una parada más larga en elSeigfred Palace(última estación elegante de la montaña) para almorzar. Confieso que ni el paisaje ni las peripecias me compensaron del cansancio, y que así, poco a poco, fuese apoderando de mí un humor de todos los demonios. Miss Decency, en cambio, parecía rejuvenecida, más ágil, alegre y emprendedora que nunca. Hasta había perdido algo de su habitual sequedad y hacíase más comunicativa y parlanchina. Un color saludable invadía sus mejillas, y sus ojos, cansados, relucían llenos de viveza. Rota su corrección británica, hablaba al guía en alemán, le hacía preguntas, bromeaba con él. Realmente, la dama era incansable.
Y así fue todo el día. Delante, el tirolés, un mocetón fornido, musculoso y ágil, ataviado a la moda del país; las piernas, medio desnudas, en las gruesas polainas de lana; pantalón de pana verde, sostenido por bordados tirantes; blanca camisa, que, desabrochada, dejaba el robusto cuello al descubierto; chaquetón de paño al hombro, y caído sobre la oreja un fieltro verde con enhiesta pluma de águila; detrás, la inglesa, y, por fin, yo, lamentable, arrastrándome trabajosamente en su seguimiento. Ya arriba, izaron las tiendas de campaña para pasar la noche (una para la buena señora y otra para mí, pues el guía dormía sobre unas mantas, a la intemperie), y disponíamonos a descansar, pues era preciso levantarse a las tres de la madrugada, para ver la salida del sol.
Envuelto en amplio abrigo intenté dormir, pero el frío y la intensidad misma de mi cansancio me tenían nervioso, impidiéndome conciliar el sueño. Al fin, desesperado, me alcé del improvisado lecho y salí al aire libre.
La noche era bellísima; en el cielo azul y luminoso, la luna brillaba como una patena de plata. A la pálida claridad del satélite, las cumbres nevadas tenían una desolación infinita de paisaje astral. Un silencio augusto me envolvía, y a mis pies, borrados por las tinieblas, las minuciosidades, los abismos, eran misteriosas sombras, rotas de vez en cuando por el espejo de un lago que reflejaba la luna. De improviso oí un quejido, un lamento de angustia, una imploración de auxilio. Permanecí quieto, reconcentrado, prestando una atención anhelante. El quejido volvió a escucharse más desgarrado que la primera vez. Ahora dime cuenta exacta de que venía de la tienda en que dormía la inglesa. Y el guía, ¿qué había sido de él? Angustiado por la soledad en que seguían escuchándose siniestros los lamentos, hice un esfuerzo para dominarme y me aproximé a la tienda. Junto a ella me detuve, y, conteniendo hasta la respiración, escuché. ¡Ya no me cabía duda! Se estaba cometiendo un crimen. Tembloroso, horrorizado, alcé con precaución un pico del lienzo y ahogué un grito. En el suelo, en confuso montón a que la claridad lunar daba imprevistos claroscuros, luchaban la dama y el tirolés. Era una lucha salvaje, feroz, trágica y grotesca, en que se agitaban, se contorsionaban, se retorcían, en posturas absurdas. Medio desnudos, jadeantes, se revolcaban en el lecho de nieve. Una de las piernas de la vieja, enfundada en una media escocesa a cuadros verdes, rojos, amarillos y azules, se agitaba en el aire. ¡El guía estaba violando a miss Decency! Mi primer impulso fue acudir en su socorro; pero en aquel momento él dejose caer al suelo, y la púdica saltó sobre él. ¡Era ella, ella la vestal sagrada, la que atentaba al pudor del pobre chico! Retrocedí anonadado, y silenciosamente volví a mi lecho.
** *
Al cesar las risas, el marqués siguió su historia:
—A la mañana siguiente, miss Decency vino a buscarme. Su rostro resplandecía; semejaba así en el arrobol de las mejillas, y el fulgurar de los ojos, más joven, más ágil, liberada por un milagro del peso de unos cuantos años. Con voz velada de emoción, me interrogó:—¡Ha visto usted, amigo mío, qué prodigio! ¡Verdaderamente; sólo en estas alturas nuestras almas pueden volar libres de las impurezas del mundo!
Lucerna-Agosto.
Púsose en pie, haciendo valer la innata elegancia de su figura, ese no sé qué de distinción suprema, que en el frívolo lenguaje de los salones se califica deun gran aire. Era alta y delgada; el traje, de terciopelo negro, ceñía la esbeltez un poco fatigada de su figura; la piel de zibelina que rodeaba su cuello, la negra toca empenachada de plumas que cubría sus cabellos teñidos de rubio Ticiano y el espeso velo de encaje, disimulaban los estragos del tiempo; el rostro desvastado, el cansancio de las pupilas verdes que brillaban mortecinas en el fondo de las cuencas violetas, y la mueca atrozmente amarga de la boca, en que entre los labios arrugados y marchitos aparecían en una sonrisa cruelmente dolorosa los dientes amarillentos.
—Me voy. Desde mi enfermedad de Venecia, el médico me ha prohibido estar en la calle al anochecer.
Maud Simson interrogó con extrañeza:
—¿Su enfermedad?... No sabía...
Y Julito, a su vez, con un leve matiz irónico:
—¿Tal vez el veneno de Venecia?...
La sonrisa triste acentuóse:
—El veneno de Venecia, sí. Las emanaciones de las aguas estancadas, la humedad malsana, el relente del anochecer... no sé; una calentura horrible, que por poco me cuesta la vida—. La voz era armoniosa, ligeramente cascada, voz de mujer que se aleja a pasos agigantados de la juventud. Después, amable, encarándose con el dueño de la casa:—Ya sabe usted que no salgo casi. Una excepción para venir aquí.
Fred de la Croix, el baroncito atrabiliario y petulante, deslizose del diván de damasco azul cielo con cojines de antiguo brocado y pieles de blancas cabras del Tibet, en que yacía, y con su paso, a la vez perezoso y elástico, que le daba una inquietante semejanza con algunos felinos, aproximose a ella y la cogió las dos manos:
—¡Querida amiga!
La Fronshire sonrió, y luego alejose por la galería, con su ademán cansado de vencimiento.
El saloncillo olía a rosas y a cigarrillos turcos. Era una estancia amable que tenía debaudoirdecocottey de despacho de artista: damasco azul pálido y maderas alegres; muebles cómodos, voluptuosos, tallados en roble claro de ese estilo borroso en que el Luis XVI se ha adaptado alconfortinglés; algún pastel fácil, dos o tres grabados equívocos, y rosas, rosas por todas partes: rosas en los jarrones de mayólica, y en los búcaros venecianos y en los antiguos Sèvres; rosas pálidas, de suave coloración carnosa, y bengalas rojas como la sangre; rosas blancas, livianas y eucarísticas, y rosas amarillas; muchas, muchas rosas, que hacían pesada la atmósfera, con pesadez de jardín invernal.
Volvía el baroncito, y los comentarios, prudentemente contenidos hasta cerciorarse de la partida de la víctima, estallaron como implacable pedrisco sobre la dama que acababa de marcharse.
—¡Qué estropeada está!
—¡Qué vieja!
—¡Yo no la hubiese conocido!—aseguró Maud.
Y la Croix, cruel, implacable, con su sonrisa burlona, la nariz respingada y los labios alzados en las comisuras, hacían aún más cínica e insolente su ambigüedad de colegial vicioso, flageló:
—Ninón, comienza a envejecer.
—Es que, realmente, es un bajón atroz—colaboró la Simson.
—¡El veneno de Venecia!—ironizó Calabrés.
Y Olmeido, con su voz un poco estridente, tan propicia a los sarcasmos, afirmó muy serio:
—El veneno de Venecia ha sido—. Y, como todos rieran, incrédulos:—No se figuren ustedes que es broma mía—aseguró. Al ver que no le creían, insistió en sus afirmaciones:—Si yo les contase la historia.
—¡Sí, sí!—Y Fred, que se moría por lospotins, palmoteaba.
A su vez, Julio unió, sus imploraciones a las del dueño de la casa:
—¡Cuenta!
Y Maud Simson, pereciendo de curiosidad, anunciole:
—Es temprano.
Como lo deseaba casi tan ardientemente como ellos, se dejó convencer:
—Estábamos en Venecia el otoño pasado—comenzó—. Habíamos ido a bordo delHamlet, el prodigiosoyachtde Ofir, el judío multimillonario. Llevábamos un mes embarcados y comenzábamos a aburrirnos. De la frívola elegancia de las playas del Norte habíamos pasado a la luminosidad radiante de Cádiz y Nápoles, y de allí a la glauca transparencia de Venecia. Al principio, la novedad de la vida a bordo se nos antojó encantadora; pero pronto, la eterna prisión, con su forzada monotonía, nos cansó. Además, causas imprevistas disminuyeron el número de invitados, y después de haber perdido en Biarritz al gran duque Sergio, llamado con urgencia a Moscou, Lina Monrreal y su marido acababan de dejarnos en Cádiz. Quedábamos la princesa Orlasky, los Rodríguez Torres, los peruanos de París, la Fonseca, Nino Alcolea, Lady Fronshire y yo. No era la primera vez que me tropezaba con la inglesa; habíala encontrado ya en Escocia, en una cacería en Warthon-Castle, el castillo de lord Warthon, en elPera-Palace, de Constantinopla, y en la feria de Sevilla. Y no sé por qué, en todas partes, la elegancia serena de aquella mujer, su extraña juventud que se conservaba prodigiosamente, desdeñosa al tiempo; su mirada altiva de diosa que camina por las nubes indiferente para las miserias humanas, me inquietaron. Había en su hermetismo, en la mueca de sus labios rojos, en un gesto de rara dejadez que parecía aflojar los resortes de su cuerpo, transformando por un segundo su gran aire en una blanda elasticidad felina, y, sobre todo, en sus ojos azules y profundos, unas veces, verdes y transparentes, otras, un algo que me turbaba. ¡Sus ojos!... Sobre la máscara de frialdad altiva de la dama, aquellos ojos inquietaban como una desgarradura en un tapiz de terciopelo heráldico, por la que se entreviese una escena de burdel. Yo había sorprendido aquellos ojos una tarde de cacería, brumosa y gris, a orillas de un lago, en un rincón de Escocia, después de un día de insaciable galopar, ante el cuadro cruento de los jabalíes muertos y los galgos despanzurrados, fijos con una mirada ardiente en los rojos palafreneros; había vuelto a hallarla, siguiendo como una sombra fatídica los pasos de un torero en el ruedo sevillano, como si esperasen la visión cruenta de una catástrofe; y, por fin, fijos, hipnotizados por la bárbara zalagarda de unos soldados árabes en Constantinopla. Y siempre en el fondo de las pupilas había adivinado el mismo anhelo, la misma ansiedad dolorosa, la misma angustia de contenido deseo.
Apesar de nuestro cansancio, Venecia nos galvanizó. ¡Venecia! Venecia es con Avila, quizás las dos únicas ciudades del mundo en quese sientepalpitar el alma de la Edad Media. Tiene de las urbes antiguas la magnificencia y la miseria, la teatralidad propicia a los desfiles triunfales y a las pompas litúrgicas, la inconfortabilidad, la suciedad y la incongruencia. ¡Ah!, la quimérica maravilla de la Piacetta, con su gótico palacio ducal, su oriental San Marcos de oro y pedrerías, sus dos obeliscos coronados por San Jorge y el Dragón, su campanile y su luz violeta que da a las cosas un aspecto irreal! ¡Ah la inquietadora belleza del Gran Canal, con su doble fila de palacios de nombres sonoros; la extraña interrogación de la vieja ciudad con su laberíntica red de callejuelas y sus intrincados canalillos, donde al volver de un recodo sospechoso, lleno de negros y miserables tugurios, surge el prodigio de bizantina balconada! En Venecia queda todavía la huella de la vida remota, cruel, malsana, apasionada y fervorosa, y todavía se adivina en ella el triunfo del orgullo, de la lujuria y de la muerte.
Encantados, andábamos de un lado para otro. Mis compañeros, pasado el primer entusiasmo, jugaban altenniso tomaban el té en el Lido, o surcaban la laguna en las canoas automóviles; pero yo, más curioso, atraído por la vida misteriosa de la ciudad vieja, vagaba, complaciéndome en perderme en el laberinto de puentes, callejones y encrucijadas. Un día, sin saber cómo, había ido a parar al barrio dela Marinería. Comenzaba a anochecer; en las callejas, a que la angostura, oscuridad y elevación de los edificios daba un aire sombrío, abríanse, bañadas en la claridad lívida de los mecheros de gas, tabernas y chiscones, donde, al través de la espesa atmósfera cargada de humo, divisábanse equívocas figuras de la fauna del hampa mezcladas con marineros y soldados. Mujeres sospechosas que, envueltas en sus pañuelos de crespón, tenían una extraña semejanza con las que pululan en las noches estivales por los barrios bajos de Madrid, paseaban las calles ofreciendo su mercancía de amor. Del fondo de las antros surgían notas truncadas de canciones canallescas, estrofas de barcarolas románticas o cantos patrióticos, y voces que disputaban o que gritaban simplemente por al gusto de gritar, formando horrísona batahola. Avanzaba entre curioso y sobrecogido, cuando una callejuela más oscura y angosta llamó mi atención. Era un pasadizo de metro y medio de ancho, apenas alumbrado por la mortecina luz de un farol colocado al fondo. Un vaho húmedo, cargado de emanaciones pestilentes de miseria, de suciedad y de prostitución, salía de él; un arroyo de agua fétida, negra y viscosa, corría por el centro, y veíanse confusamente figuras sospechosas que iban y venían en las tinieblas. Valientemente, impulsado por una curiosidad más fuerte que el temor, me entré calle adelante. La vía, según se avanzaba, hacíase más estrecha; a ambos lados abríanse portales negros y profundos, y al fondo de los zaguanes adivinábanse sombras humanas, borrosas y confusas, en una hibridación inquietadora, de la que destacábase de tarde en tarde la falda clara de una mujer o la blanca blusa de un marinero. Llegué al final; el pasadizo era un callejón sin salida; en el ángulo, una mujercita, de alto peinado, discutía con unbersaglieriborracho; entonces, no sin cierta escama, emprendí la retirada. Iba a medio camino, cuando de improviso surgió de la sombra una silueta conocida. ¡Lady Fronshire! Dudé: no era posible aquéllo. ¿De dónde había salido? Allí no había sino antros prostibularios o tascas infectas; indudablemente, la inglesa, paseando, habíase extraviado, y al verse en aquel callejón, retrocedía. Pero ¿cómo no había yo visto antes la silueta de elegancia inconfundible que contrastaba de manera tan violenta con el ambiente canallesco? ¡Juraría que Lady Fronshire había surgido de uno de aquellos inmundos portalillos! Y era ella, ella con su gran aire, su cuerpo ágil y serpentino bajo el chic irreprochable del traje sastre. Corrí para alcanzarla, pero en aquel momento llegaba a la calle central, y dando la vuelta desaparecía. Y cuando yo, a mi vez, llegué, no quedaba huella.
—¡Bah! ¡Ilusiones tuyas!—rió Julito.
—¿Ilusiones?—Y Olmeido, amostazado, hablaba con calor:—¡Pues falta la segunda parte!
—¡A ver! ¡A ver!—Y todos, interesadísimos, aprestáronse a oír.
El portugués continuó:
—Cuatro o cinco días después volví a tropezarme con ella. Era nuestra última jornada de Venecia. Ofir, reclamado con urgencia por sus negocios, tenía que volver a Londres, y elHamletlevaría anclas al día siguiente. Todos nuestros amigos habían aprovechado el esplendor del día (uno de los últimos de septiembre) para hacer su postrera excursión a Murano; pero yo había preferido ir a dar mi adiós a la vieja urbe ducal. Después de visitar San Marcos y el Palacio del Dux y ambular por las calles, retornaba hacia el Lido en uno de los vaporcillos que hacen la travesía, gozándome en la magia del atardecer. Como al través de un lente de amatista, veía, alzándose de la glauca superficie de la laguna, destacarse sobre el cielo violeta la ciudad arcaica, coronada de orientales campaniles. A la izquierda, en un islote, quedaba Santa María de la Salute, que nos habla de uno de los azotes de la Edad Media, de la peste; a la derecha, los jardines, y sobre la esmeralda líquida, las viejas góndolas, fúnebres y románticas. Una evolución del barco me hizo perder de vista la ciudad, y deseoso de contemplarla aún, decidime a bajar a los departamentos de segunda clase. Descendía las escaleras, cuando algo, sobresaltándome, obligome a detenerme. ¡Aquella silueta! Lady Fronshire estaba allí. Indudablemente, había tenido la misma idea que yo, y quería también dar su adiós a Venecia. Mi primer impulso fue dirigirme a ella, pero una fuerza misteriosa me detuvo; ¿por qué estaba allí? Dudé; ¿sería realmente ella? Ella, en persona; no era fácil confundir su porte de gran señora, su elegancia innata, de raza; pero, además, si aún fuese poco, pregonaban su personalidad el atavío de franela blanca, que moldeaba el cuerpo de una juventud pasmosa, el hilo de enormes perlas pendiente de su cuello (aquellas famosas perlas que pertenecían a la Reina Isabel de Inglaterra) y los solitarios que fulguraban en sus orejas. Disipadas mis dudas, iba a seguir descendiendo para hablar con ella, cuando una maniobra extraña que acababa de chocarme me detuvo. Cerca de la inglesa, dos marineros, dos mocetones napolitanos o corsos, de tinte bronceado, casi oliváceo, y rizados cabellos, vestidos con el traje de los marineros italianos, que dejaba al desnudo sus cuellos de hércules, la miraban, sonreían, tornaban a mirarla; en una palabra: ¡la hacían el amor! Indignado por lo que reputaba como incalificable grosería, iba a encararme con ellos, tomando la defensa de mi amiga, cuando noté con asombro que, en vez de indignarse, parecía ella complacerse y aún prestarse a ello. Efectivamente, en lugar de alejarse de allí con un gesto de asco, Lady Fronshire les animaba con rápidas ojeadas y fugaces sonrisas, que revoloteaban un instante en sus labios. Envalentonados, fueron acercándose, hasta que la mano de uno, apoyada en el barandal, rozó la de la dama. Lejos de retirarla, sonrió ella; entonces, el muchacho comenzó a hablar con su compañero, disimulando con risotadas y chocarrerías su turbación. Pero la inglesa, sin volverse, sin perder su ecuánime serenidad, murmuró unas palabras que sumioles en súbito silencio. El barco se detuvo y me apresuré a desembarcar. Oculto, vi surgir la figura elegantísima de la Fronshire, ágil, garbosa, noble. Una vez en tierra, vaciló un segundo, y luego, en vez de seguir el paseo que lleva a los grandes hoteles, internose resueltamente por los arenales y boscajes que bordean el mar, perdiéndose en las tinieblas nocherniegas. Detrás de ella, a algunos pasos, los marineros la seguían.
Tres horas después, unos paseantes rezagados recogiéronla medio muerta entre las malezas. Semidesnunda, tenía el cuerpo lleno de cardenales, el rostro ensangrentado, arrancado el pelo. Las portentosas perlas, las sortijas extrañas y los gruesos solitarios, habían desaparecido. Una oreja desgarrada, llena de sangre, pregonaba la brutalidad del drama. Lleváronla al hotel; terrible fiebre cerebral túvola muchos días entre la vida y la muerte, y, al fin, cuando logró salvarse, su juventud, la prodigiosa juventud que desafiaba burlona al tiempo, se había fundido. Por eso pasea melancólica la convalecencia de ese terrible mal, y nos habla tristemente del veneno de Venecia.
Venecia-Septiembre 1912.
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Cuestión de ambiente.Novela con un prólogo de la Condesa de Pardo-Bazán y una portada de D. José Garnelo. (Tercera edición.) (Agotada.)
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Frivolidad.
A flor de piel.
Los emigrantes.
Bohemia triste.(Edición deLos Contemporáneos).
Mandrágora.(Idem.)
La torería.(Idem.)
La Reconquista.(Edición deEl Cuento Semanal.) (Agotada.)
Bestezuela de amor.(Edición deLos Contemporáneos.)
Del Huerto del Pecado.Cuentos. Portada e ilustraciones de Julio-Antonio. (Agotada.)
La estocada de la tarde.Novela, con una portada de D. Maríano Benlliure. (Edición deEl Cuento Semanal.) (Segunda edición.) (Agotada.)
La Turbadora.Novela, (Edición deCuentos galantes.)
Memorias de un neurasténico.Novela, (Edición deLos Cuentistas.)
Mi alma era cautiva...Novela de Colette Willy; traducción del autor. (Edición deEl Cuento Semanal.)
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La vejez de Heliogábalo.Novela. (Edición de laBiblioteca Renacimiento.)
Los Héroes de la Puerta del Sol.Novela. (Edición deLos Contemporáneos.)
La hora de la caída.Novela. (Edición deEl Libro Popular.)
Una aventura de la Condesa.Novela. (Edición deLos Contemporáneos.)
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El Capricho de Estrella.(Edición deEl Cuento Galante.)
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Oro, seda, sangre y sol. Novela del Toreo.
Un alto en la vida errante.(Comedia en tres actos y un prólogo, en colaboración con Ramón Pérez de Ayala.)
Una cosa es el amor...(Comedia en dos actos, en colaboración con Melchor Almagro.)
Frivolidad.(Comedia en tres actos y cuatro cuadros.)
El Fantasma.(Drama Grand Guignol, en un acto.)