Don VÃctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era menos enérgico de lo que habÃa creÃdo; «no, no tenÃa fuerza para oponerse aljesuitismoque habÃa invadido su hogar». ¡Oh, por algo él vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa! SÃ... al fin habÃa sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «SÃ, mi casa es otro Paraguay». Y cada dÃa se encontraba más incapaz de oponerse a laperniciosa influencia. No sabÃa más que poner mala cara y parar poco en casa.
Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don VÃctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impÃas, más valÃa dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decÃa el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venÃa sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada dÃa más familiarmente.
Anita notaba en don FermÃn una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponÃa en cuidado.
Le suplicaba que se cuidase, se lo pedÃa con voz de madre cariñosa que ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondÃa sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no tenÃa nada, que era aprensión, que no habÃa que pensar en su cuerpo miserable».
Algunos dÃas habÃa en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se prolongaba molestándoles como un hablador importuno.
Los dos guardaban un secreto. Cuando creÃan conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometÃa callando lo que callaba.
El Magistral padecÃa mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdÃa. «¡Si ella supiera!».
Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponÃa en aquel lazo piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, serÃa hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que vivÃa ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenÃa nombre, luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguÃa contrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos que le parecÃan una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia, apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solÃcita, dulce y sonriente le pedÃa con las manos en cruz que se cuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué serÃa de ella sin él?».
—«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de m�».
«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más remedio». QuerÃa que le consolase el reflexionar quepor ellaera todo aquello, que por ella habÃa él vuelto a sentir con vigor las pasiones de la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza, se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no apagaba el remordimiento.
Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su dominio sobre elseñorito; entonces era cuando el Magistral vivÃa al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a poco el tormento de la tentación reaparecÃa; sus ataques eran más terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creÃa en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eran incentivo para la pasión de don FermÃn y hacÃan mayor el peligro; por que ella que no temÃa nada malo, vivÃa descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que decÃa y hacÃa era leña que echaba en una hoguera. Y volvÃa De Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de Teresina, lo que ella creÃa con orgullo su victoria.
Ana también tenÃa su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decÃa la santa de Ãvila, serio; pero la tentación cada dÃa más formidable. Cuanto más horroroso le parecÃa el pecado de pensar en don Ãlvaro, más placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en ella habÃa de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no, ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el poderoso enemigo de Jesús. No habÃa más remedio que huir de él; esto era humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debÃa el vivir pura todavÃa; abandonada a sà misma, Ana se confesaba que sucumbirÃa; si el Señor aflojara la mano un momento, don Ãlvaro podrÃa extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no querÃa ni verle. Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con todas sus fuerzas, pero volvÃan. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensarÃa Jesús? y también ¿qué pensarÃa el Magistral... si lo supiera? A la Regenta le repugnaba, como una villanÃa, como una bajeza aquella predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de MesÃa apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué MesÃa? El remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de terror, de tristeza profunda, pero se envolvÃa en una vaguedad ideal que lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al hermano mayor, a don FermÃn era punzante, era el que traÃa aquel asco de sà misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además, Anita no se atrevÃa a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura idealidad. VolvÃa a valerse de sofismas para callar en la confesión aquella flaqueza: «ella no querÃa» en cuanto mandaba en su pensamiento, lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huÃa de don Ãlvaro, no pecaba voluntariamente. ¿HabrÃa pecado involuntario? De esto habló un dÃa con el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma. Don FermÃn contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores. Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en susProvinciales; ella tenÃa aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la aturdÃan». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron contra él los huracanes de la injuria, que Ana creÃa de todo en todo calumniosa.
La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debÃa la redención de su espÃritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque asà alimentaba el hambre de amor que sentÃa, de amor, que tuviese objeto sensible, algo finito, una criatura. «SÃ, sÃ, pensaba, yo combatiré la inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es preciso...». Pero no habÃa modo de poner por obra tales propósitos. Ana buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué podÃa ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada. Nada por ahora. Pero tenÃa esperanza; tal vez se presentarÃa un modo de utilizar en beneficio delpobre mártiraquella abnegación a que estaba resuelta.... Mientras llegaba el momento, no podÃa más que consolarle, y esto sabÃa hacerlo de modo que el Magistral tenÃa que emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien calzados.
Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán,El Alertay, entre bastidores, don Ãlvaro y Visitación OlÃas de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenÃan encima; el poder del Magistral.
Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de vÃctima y la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solÃcita, con cuidados de madrastra que representa la comedia de lasegunda madre. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la muerte de don Santos; nadie habÃa extendido una mano para sacarle de su miseria; hasta seguÃan llamándole borracho; pero en cambio todos se indignaban contra el Provisor, todos maldecÃan al autor de tanta desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que asà la caridad quedarÃa contenta.
«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en este siglomaterialistaycorrompido, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga, vÃctima del monopolio escandaloso de laCruz Roja, muere de hambre en los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa del simoniaco que todos conocemos: muere, sÃ, morirá; pero el que se burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y acabará por tragarse al tirano!...
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le ocurrÃa mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante arruinado. DecÃan a una que morÃa de hambre y nadie al visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solÃa entrar y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya tenÃa bastante; salÃa corriendo a decir pestes delotro, del Provisor: asà creÃa servir a la buena causa del progreso y de lahumanidad solidaria.
La fama bien sentada de hereje que habÃa conquistado en los últimos tiempos el buen don Santos, retraÃa a muchas almas piadosas que de buen grado le hubieran socorrido.
Y solamente lasPaulinasfueron osadas a acercarse al lecho del vejete para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales de la Iglesia.
Fue en vano. «Afortunadamente decÃa don Pompeyo Guimarán al referir el lance, afortunadamente estaba yo allà para evitar una indignidad».
Don Santos habÃa dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para rechazar en su nombretoda sugestión del fanatismo.
Guimarán estaba muy satisfecho con «aquellamisión delicadae importante, que exigÃa grandes dotes de energÃa y arraigadas convicciones por su parte».
En efecto, llegaron al zaquizamà desnudo y frÃo en que yacÃa aquella vÃctima del alcoholismo crónico los enviados deSan Vicente de Paúl, que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió abajo, en la tienda vacÃa, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja; don Custodio decÃa las palabras, llenas de silbidos suaves—imitación del Magistral—al oÃdo de su hija de penitencia; la consolaba, y ella levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almÃbar. Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el enemigo.
—¿Con que está arriba don Pompeyo?—preguntó en la escalera don Custodio.
—SÃ; no sale de casa estos dÃas; mi padre me arroja a mà de su lado y clama por ese hereje chocho....
Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un libre-pensador convencido y prudentÃsimo. Echó las manos cruzadas a la espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina sucia de percal encarnado, se oÃan los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo.
—¿Quién está ahÃ?—preguntó don Santos con voz débil, sin más energÃa que la de una ira impotente.
—Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquà estoy yo. Usted silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venÃa de paz y don Pompeyo se habÃa propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:
—Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico... vienen ustedes equivocados; aquà no se admiten limosnas condicionales....
—¿Cómo condicionales?...—preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
—No se sulfure usted, amigo mÃo, que otra me parece que es su misión en la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad....
—Hombre, me parece que yo no he dicho....
—Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mà no se me impone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta....
—Caballero, no venimos aquà a disputar, venimos a ejercer la caridad....
—Condicional...—¡Qué condicional, ni qué calabazas!—gritó doña Petronila, que no comprendÃa por qué se habÃa de tener tantos miramientos con un ateo loco—. Usted no tiene—añadió—autoridad alguna en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente los auxilios que nuestra sociedad presta....
—A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha delegado en mà todos los poderes de su autonomÃa religiosa, y en su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada....
Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato contemplando su brazo estirado y su energÃa.
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido....
—Señora, aquà los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se les quiere; aquà sólo se admite la caridad que no pide cédula de comunión.
—Nosotros tampoco pedimos cédula....
—Señor cura, a mà no me venga usted con argucias de seminario; la filosofÃa moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasÃa... ¡esto es indigno!
—¡Pero, caballero!...—Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las medicinas que necesita?
—Pero, señor mÃo...—¡Ah!... ¡señor de usted... ya decÃa yo! ¿Ve usted como a mà la escolástica no me confunde?
—Todo eso y mucho más—dijo el Gran Constantino—queremos tratarlo con el interesado.
—Pues no será....—Pues sà será....—Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su procaz atentado....
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre.
—¿Quién va? ¿quién va?—gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
—Son las Paulinas—respondió Guimarán.
—¡Rayos y truenos! fuera de mi casa.... ¿No tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahà un cura también?...
—SÃ, señor, anda...—¡Será el Magistral, el ladrón, elrapavelas, el que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!... ¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa.... La justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?
—TranquilÃcese usted, que no es el Magistral.
—Sà es, sà es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos....
—Calma, calma, amigo mÃo; yo me basto y me sobro para despedir con buenos modos a estos señores.
—No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo.... ¿Quién llora ah�
—Es su hija de usted.—¡Ah grandÃsima hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala, la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si me levanto!
—Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilÃcese usted.... Está aquà doña Petronila, está un señor sacerdote....
—Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
—¡Jesús, Jesús! vámonos de aqu×gritó doña Petronila buscando la escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos.
«Allà no habÃa más caridad que la de él. Cierto que no podÃa ser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenÃa apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarÃan al enfermo».
Volvió a poco soplando un lÃquido pálido y humeante en el que flotaban partÃculas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no pensaba más que en asegurarel triunfo de sus ideas, para lo que era necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y asà evitar que la hija de don Santos introdujese allà subrepticiamente «el elemento clerical».
Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allà casi siempre hasta la hora de cenar, y estanecesidad materialla despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las niñas.
—Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....
ComÃa, recogÃa los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metÃa en un bolsillo y echaba a correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
—¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anÃs, que hoy velo a don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecÃa.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Ãlvaro MesÃa, los socios librepensadores que comÃan de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistÃan a las cenas secretas del Casino, los redactores delAlertay otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecÃan aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que habÃa reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecÃa la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevÃa a dejar allà una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo». Muchos se ofrecÃan a velarle en caso de necesidad.
Don Pompeyo recibÃa las visitas como si él fuera el amo de casa; Celestina tenÃa que tolerarlo porque su padre lo exigÃa.
—Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único amigo... tú eres la que estás aquà de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!...—gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel año noviembre.
El primer dÃa de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venÃa soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, frÃa, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó: todo fue inútil.
—Hable usted con su papá—decÃa Guimarán por toda contestación—. Yo no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don Santos repetÃa con voz pausada, débil, que tenÃa una majestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
—¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino de ti y de tu clerigalla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tienda, que no me dejarán un copón... ni una patena.... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso... eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquÃ!...
—¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos sacramentos!...
—Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres cómplice.... ¡A la cárcel!
—Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome usted... tome usted....
—No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahà se pudrirá en la tienda.... El Provisor les prohÃbe comprar aquÃ... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen.... ¡Infame! ¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silencio.
Y repetÃa de tarde en tarde:—¡Infelices!... Celestina salió de la alcoba sollozando.
«Su padre habÃa perdido la cabeza. Ya no podrÃa confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios».
—Ni puede, ni quiere, ni debe—exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El dÃa de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos morirÃa al obscurecer.
El enfermo perdÃa el uso de la poca razón que tenÃa muy a menudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabÃa. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacÃa volver la atención a lo exterior. Al medio dÃa le anunció Celestina que querÃa verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a la cabecera de Barinaga en compañÃa de un clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del paÃs muy pronunciado. Carraspique, a quien en otro tiempo habÃa pedido dinero prestado don Santos, tenÃa alguna autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacÃa, pero se estimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo habÃa traÃdo. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no era ordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista y sincero creyente D. Francisco Carraspique.
—«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia.... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que esto que tengo... se curarÃa... o por lo menos... se... se... con aguardiente.... Crea usted que muero por falta de lÃquidos... gaseosos... y sólidos....
Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.
—Don Antero... usted también... por aquÃ... Me alegro... asÃ... podrá usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo asÃ... de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos Barinaga... por falta de lÃquidos suficientemente... alcohólicos... que muero... de... eso... que llama el señor médico.... Colasa... o Colás... segundo....
Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:
—Ãtem: muero por falta de tabaco.... OtrosÃ... muero... por falta de alimento... sano.... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi señora hija....
—Vamos, don Santos—se atrevió a decir el cura—no aflija usted a la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso. Va usted a sanar en seguida.... Esta tarde le traeré yo, con toda solemnidad, lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos a solas un rato. Y después... después... recibirá usted el Pan del alma....
—¡El pan del cuerpo!—gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado cuando podÃa—. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que asà me salve Dios... ¡muero de hambre! SÃ, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!...
Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo. Carraspique habÃa corrido a Palacio.
Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y al oÃr que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:
—¡Madre mÃa, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...
Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo grueso, al balbucear sus plegarias Ãntimas.
El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.
Carraspique, que vestÃa el luto reciente de su hija, miraba a don FermÃn con los ojos arrasados en lágrimas.
«Don FermÃn padecÃa», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de una venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero gozaba acordándose de su hija muerta».
SÃ, don FermÃn padecÃa. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».
De Pas ya no era el mismo que sentÃa remordimientos románticos aquella noche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseria por el arroyo; ahora no era más que un egoÃsta, no vivÃa más que para su pasión; lo que podrÃa turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba en presencia de Ana, eso aborrecÃa; lo que pudiera traer una solución al terrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no existÃa. «Y ahora don Santos morÃa escandalosamente, morÃa como un perro, habrÃa que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que habÃa detrás del cementerio y que servÃa para losenterramientos civiles; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba a echar encima». Ya empezaba el rum rum del motÃn, el Chato venÃa a cada momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban de gente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en los grupos—porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sin rodeos—asesino, ladrón.... El Magistral al llegar a este pasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie. Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó al Provisor.
—Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes....
—¿Qué?...—Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mà me ha de obedecer... yo he de persuadirle.... Que traigan un coche si no quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras.... Voy a verle, sÃ, voy a verle....
—¡Locuras, señor, locuras!—rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.
—¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...
—No hay que salir de aquÃ... Ir... el Obispo... a un hereje contumaz..., absurdo....
—Por lo mismo, Fermo...—¡Bueno! ¡bueno!Los Miserables, siempre la comedia.... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es un borracho insolente que escupirÃa al Obispo con mucha frescura; don Pompeyo discutirÃa con Su IlustrÃsima si habÃa Dios o no habÃa Dios.... No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquÃ!
Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su energÃa.
«Era verdad, tenÃa a S. I. en un puño». Después continuó don FermÃn:
—Además, serÃa inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho.... Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay que hacer allÃ. Está ya como si hubiese muerto.
Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:
—Sin embargo, tal vez.... Se ven muchos casos....
—¿Casos de qué?—preguntó el Magistral con un tono y una mirada que parecÃan navajas de afeitar—. ¿Casos de qué?—repitió porque el otro callaba.
—Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.
—No lo crea usted. Además, allà está el cura... para eso está don Antero.... ¡Su IlustrÃsima no puede... no saldrá de aquÃ!
Y no salió. El que entraba y salÃa era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don FermÃn y volvÃa a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivÃa don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral. Era la calle delos Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada.
Al obscurecer de aquel dÃa no se podÃa pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habÃan aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvÃan.
Por allà andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistÃan a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salÃa en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.
—Está espirando.—¿Pero conserva el conocimiento?
—Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga morÃa hablando, pero sin saber lo que decÃa; sus frases eran incoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.
—Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido el mismo Magistral....
—¿El Magistral? ¡No faltaba más! SerÃa añadir el sarcasmo a la... al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas.
—¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya?—preguntó uno que llegaba en aquel momento.
—No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.
—También don Pompeyo se ha portado con mucha energÃa, según dicen....
—También...—Pero estando sano es más fácil.
—Y como no va con él la cosa....
—Morirá esta noche.—El médico no ha vuelto.—Somoza aseguraba que morirÃa esta tarde.
—Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado....
—El cura dice que durará hasta mañana.
—Y muere de hambre.—Dicen que lo ha dicho él mismo.
—SÃ, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja contradiciéndose.
—Dicen que dijo: «—¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que asà me salve Dios muero de hambre!».
A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de la capa.
—SÃ, rÃase usted, joven, que el caso es para bromas.
—Hombre, no me rÃo del moribundo... me rÃo de la gracia.
—ProfundÃsima lección debÃa llamarla usted. Se muere de hambre, es un hecho; le dan una hostia consagrada, que yo respeto, que yo venero, pero no le dan un panecillo.—Asà habló un maestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por el hambre.
—Yo soy tan católico como el primero—dijo un maestro de la Fábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su manera—soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se le deberÃa arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir el entierro....
—La verdad es, señores—observó Foja—que si don Santos muere fuera del seno de la Iglesia, como un judÃo, se debe al señor Provisor.
—Es claro.—Evidente.—¿Quién lo duda?—Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado, verdad?
—Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal está terminante.—Y se puso algo colorado, porque no sabÃa si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.
—¡De modo que le van a enterrar como un perro!
—Eso es lo de menos—dijo el maestro de la Fábrica—toda la tierra está consagrada por el trabajo del hombre.
—Y además en muriéndose uno....
—Más despacio, señores, más despacio—interrumpió Foja que no querÃa desperdiciar el arma que le ponÃan en las manos para atacar al Magistral—. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente. Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren donde quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro cementeriomunicipal—y subrayó la palabra—a los cadáveres no católicos, digámoslo asÃ...
Orgaz hijo sonrió.—Ya sé, joven, ya sé que he cometido unlapsus. Pero no sea usted tan material.
Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miróen masaal mediquillo impertinente con desprecio.
Y dijo el socialista cristiano:—Aquà lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores....
—Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor Parcerisa....
Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.
Parcerisa sonrió satisfecho. La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energÃa al Obispo la administración del cementerio.
En tanto subÃan y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo habÃa hecho llevar a Celestina a su cuarto y allà recibÃa la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes que venÃan a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espÃritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso era difÃcil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera conveniente».
—¡Muerte gloriosa!—decÃa don Pompeyo al oÃdo de cualquier enemigo del Provisor que venÃa a compadecerse a última hora de la miseria de Barinaga—. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energÃa! ¡Qué tesón! Ni la muerte de Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».
Los que subÃan o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.
Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frÃo. Aquellos anaqueles vacÃos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las últimas existencias, que habÃa tenido allà años y años cubiertas de polvo, las habÃa vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquella liquidación miserable habÃa vivido y se habÃa emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roÃan las tablas de los estantes y la consunción roÃa las entrañas del tendero.
Murió al amanecer. Las nieblas de CorfÃn dormÃan todavÃa sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo habÃa pasado la noche al lado del moribundo, solo, completamente solo, porque no habÃa de contarse un perro faldero que se morÃa de viejo sin salir jamás de casa. Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del dÃa de plomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio.
A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» yel cuerpo, metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre el mostrador de la tienda vacÃa, a las diez. No volvió a parecer por allà ningún sacerdote ni beata alguna.
—Mejor—decÃa don Pompeyo, que se multiplicaba.
—Para nada queremos cuervos—exclamaba Foja, que se multiplicaba también.
—Esto tiene que ser una manifestación—decÃa del ex-alcalde a muchos correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda, al pie del cadáver—. Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno no nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrÃlegos de laCruz Roja. Y para mayor deshonra y ludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá que enterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel estercolero que dedican a los entierros civiles esos infames....
—¡Muerto de hambre y enterrado como un perro!—exclamó el maestro de escuela perseguido por sus ideas.
—¡Oh, hay que protestar muy alto!
—¡SÃ, sÃ!—¡Esto es una iniquidad!—¡Hay que hacer una manifestación!
Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde la sombra.
—A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas delAlerta... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número para que haya tiempo de insertar algo....
—SÃ, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energÃa que permite la ley, la pÃcara ley de imprenta, redactaré allà mismo un suelto convocando a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc.... Descuide usted, señor Foja.
—Llame usted al suelto:Entierro civil.
—SÃ, señor; asà lo haré.
—Con letras grandes.—Como puños, ya verá usted.
—Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal....
—¿Vendrán los de la Fábrica?
—¡Ya lo creo!—exclamó Parcerisa—. Ahora mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno....
—Como no se alborote.... El entierro fue cerca del anochecer. Sólo asà podÃan asistirlos de la Fábrica.
LlovÃa. CaÃan hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.
La calle se cubrió de paraguas.
El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos que salÃa por última vez de su casa. ParecÃa dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que habÃa sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habÃan olvidado en la sala, cerrada con llave por don Pompeyo.
Guimarán, de levita negra presidÃa el duelo.
Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando Padrenuestros.
Guimarán habÃa propuesto que no se dijese palabra.
«No habÃa muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».
—Deje usted, deje usted—habÃa advertido Foja con mal gesto—. No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se rece.
—Esto no es una manifestación anti-católica—observó el maestro de escuela.
—Es anti-clerical—dijo otro liberal probado.
—El tiro va contra el Provisor—manifestó un lampiño, de la policÃa secreta de Glocester.
Asà pues, se convino que se rezarÃa y se rezó.Requiescat in pace, decÃa Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cada oración.
Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas:Requiescat in pace.
Ni el latÃn ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero habÃa que transigir.
«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil».
Las mujeres del pueblo, que cogÃan agua en las fuentes públicas, las ribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por el Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal calzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayorÃa de votos condenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidad de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta.
Hubo una que gritó:—¡AsÃ, que rabien los de la pitanza!
Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.
—¡Anday, judÃos!—exclamaba una moza del partido azotando con un zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil y canteros.
Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas mujeres».
—¡Anda tú,pendón!
—¿Adónde vais,pingos?
Y las correligionarias de don Pompeyo reÃan a carcajadas, demostrando asà lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.
La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas. Los balcones se abrÃan y cerraban, cuajados de cabezas de curiosos.
Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del Magistral. Aquel pobre don Santos habÃa muerto como un perro por culpa del Provisor; habÃa renegado de la religión por culpa del Provisor, habÃa muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».
«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...».
«Y por culpa del Provisor...».
«No se puede estirar demasiado la cuerda».
«Ese hombre nos pierde a todos».
Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella tarde.
Sin que se supiera cómo, llegó a ser unlugar común, verdad evidente para Vetusta, que «Barinaga habÃa muerto como un perro por culpa del Magistral».
Los amigos que le quedaban a don FermÃn reconocÃan que no se podÃa luchar, por aquellos dÃas a lo menos, contra aquella afirmación injusta, pero tan generalizada.
El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvÃa a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacÃa penetrar por debajo de los paraguas. LlovÃa a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro monstruoso, cubrÃa toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. ParecÃa que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento que soplaba por la espalda.
Se subÃa la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el féretro miserable se habÃa abierto por dos o tres lados; se veÃa la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducÃan el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les habÃa hecho perder gran parte del respeto que merecÃa el difunto. Todos los hachones se habÃan apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en las filas.
—¡De prisa, de prisa! se oÃa a cada paso.
Algunos se permitÃan decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo habÃa más circunspección, pero todos convenÃan en la necesidad de apretar el paso.
Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.
Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le hacÃa mucho daño, le ponÃa nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.
—No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podrÃa creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.
Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia del cementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo como una faja negra del horizonte. No se veÃa nada distintamente. Los cipreses, detrás de la tapia, se balanceaban, parecÃan fantasmas que se hablaban al oÃdo, tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del camposanto.
En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para entrar. Se habÃan olvidado ciertos pormenores y la mala fe del enterrador—tal vez la del capellán también—ponÃa obstáculos reglamentarios.
—¡A ver, dónde está Foja!—gritó don Pompeyo, que no se encontraba con ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.
Foja no estaba allÃ. Nadie le habÃa visto en el duelo.
Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejado solo».
Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morÃan fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros asÃ.
El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedÃa el viento con disciplinas de agua helada.
Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».
HabÃa cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenÃa la tapia fúnebre. Allà detrás quedaba el mÃsero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habÃan sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocÃn, entre ortigas, escajos y lodo.... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil.... A toda profanación estaba abierto.... Y allà estaba don Santos... el buen Barinaga que habÃa vendido patenas y viriles... y creÃa en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café—restaurant de la Paz, habÃa comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».
Un escalofrÃo sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «HabÃa sidootraimprudencia venir sin capa».
Entonces sintió que no sentÃa ya el agua.... «Era que ya no llovÃa». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecÃan puntos rojizos simétricos: los faroles.
Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguÃan; que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote.... Y como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.
«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos frescos...».
Y más abajo: «Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».
Y corrÃa, sintiendo de vez en cuando escalofrÃos.
Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.
«Ya lo decÃa él; ¡la humedad!».
Deliró. «Soñaba que él era de cal y canto y que tenÃa una brecha en el vientre y por allà entraban y salÃan gatos y perros, y alguno que otro diablejo con rabo».
«Tecum principium in die virtutis tuae in splendorum sanctorum, ex utero ante luciferum genui te».Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; y la traducción delEucologiodecÃa: «Tú poseerás el principado y el imperio en el dÃa de tu poderÃo y en medio del resplandor que brillará en tus santos: yo te he engendrado de mis entrañas desde antes del nacimiento del lucero de la mañana».
Y más adelante leÃa Ana con los ojos clavados en su devocionario:Dominus dixit ad me: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Alleluia.¡SÃ, sÃ, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que querÃa el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subÃan a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona. DecÃa el órgano a su manera:
Adiós, MarÃa Dolores,marcho mañanaen un barco de florespara la Habana.
y de repente, cambiaba de aire y gritaba:
La casa del señor curanunca la vi como ahora...
y sin pizca de formalidad, se interrumpÃa para cantar:
Arriba, Manolillo,abajo, Manolé,de la quinta pasadayo te liberté;de la que viene ahorano sé si podré...arriba, Manolillo,Manolillo Manolé.
Y todo esto era porque hacÃa mil ochocientos setenta y tantos años habÃa nacido en el portal de Belén el Niño Jesús.... ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo, parecÃa que se volvÃa loco de alegrÃa... que perdÃa la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecÃan lucecillas para alumbrar las almas.
El templo estaba obscuro. De trecho en trecho, colgado de un clavo en algún pilar, un quinqué de petróleo con reverbero, interrumpÃa las tinieblas que volvÃan a dominar poco más adelante. No habÃa más luz que aquella esparcida por las naves, el trasaltar y el trascoro, y los cirios del altar y las velas del coro que brillaban a lo lejos, en alto, como estrellitas. Pero la música alegre botando de pilar en capilla, del pavimento a la bóveda, parecÃa iluminar la catedral con rayos del alba.
Y no eran más que las doce. Empezaba lamisa del gallo.
El órgano, con motivo de la alegrÃa cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo habÃa puesto en moda aquellos últimos años. A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire.... «La cosa era bien clara, la religión no podÃa ser más sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios habÃa nacido en la tierra y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y se ennoblecÃa; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles, que Dios habÃa venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los seres, el mismo. Por consiguiente, el organista hacÃa muy bien en declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solÃa alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de canciones efÃmeras, que habÃan sido un poco de aire olvidado, le parecÃa a la Regenta una delicada obra de caridad por parte del músico.... Recordar lo más humilde, lo que menos vale, un poco de viento que pasó... y dignificar las emociones profanas del amor, de la alegrÃa juvenil, haciendo resonar sus cantares en el templo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo esto era hermoso, según Ana; la religión que lo consentÃa, maternal, cariñosa, artÃstica».
«No habÃa allà barreras, en aquel momento, entre el templo y el mundo; la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de la iglesia; en la música del órgano habÃa recuerdos del verano, de las romerÃas alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y habÃa olor a tomillo y a madreselva, y olor a la playa, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olor mÃstico, de poesÃa inefable... que arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltaba los nervios de la Regenta.... Su pensamiento al remontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecÃa.... Apoyó la cabeza contra la panza churrigueresca de un altar de piedra, nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba, sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, no hacÃa más que sentir.
La verja de bronce dorado, que separaba la capilla mayor del crucero, se interrumpÃa en ambos extremos para dejar espacio a los púlpitos de hierro, todos filigrana. ServÃan de atriles para la EpÃstola y el Evangelio, sendas águilas doradas con las alas abiertas. Ana vio aparecer en el púlpito de la izquierda del altar la figura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la rica casulla de tela briscada despedÃa rayos herida por la luz de los ciriales que acompañaban al canónigo. El Arcediano, en cuanto calló el órgano, como quien quiere interrumpir una broma con una nota seria, leyó la epÃstola de San Pablo Apóstol a Tito, capÃtulo segundo, dándole una intención que no tenÃa. Agradábale a Glocester tener ocupada por su cuenta la atención del público, y leÃa despacio, señalando con fuerza las terminaciones enusy eniy enis: por el tono que se daba al leer no parecÃa sino que la epÃstola de San Pablo era cosa del mismo Glocester, una composicioncilla suya. El órgano, como si hubiera oÃdo llover, en cuanto terminó el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo, abrió todos sus agujeros, y volvió a regar la catedral con chorritos de canciones alegres, el fuelle parecÃa soplar en una fragua de la que salÃan chispas de música retozona; ahora tocaba como las gaitas del paÃs, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de laTraviatay el Miserere delTrovador. Por último, y cuando ya Ripamilán asomaba la cabecita vivaracha sobre el antepecho del otro púlpito para cantar el Evangelio, el organista la emprendió con lamandilona:
Ahora sà que estarás contentónmandilón,mandilón,mandilón.
Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de paz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Dios de todos, que nacÃa, las diferencias polÃticas eran nimiedades que se olvidaban.
Ripamilán no pudo menos de sonreÃr, mientras colocaba, con gran dificultad, el libro en que habÃa de leer el Evangelio de San Lucas, sobre las alas del águila de hierro.
El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazos cruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dos acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.
«¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam!»... cantó Ripamilán, muerto de sueño y aprovechándose del canto llano para bostezar en la última nota.
«¡In illo tempore!»... continuó... En aquel tiempo se promulgó un edicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa de César Augusto, muy aficionado a la EstadÃstica. «Este empadronamiento fue hecho por Cirino, que después fue gobernador de la Siria». Ripamilán se dormÃa sobre el recuerdo de Cirino, pero al llegar al empadronamiento de José se animó el Arcipreste, figurándose a los santos esposos camino de Bethlehem (o mejor Belén.) «Y sucedió que hallándose allà le llegó a MarÃa la hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito y envolviole en pañales y recostole en un pesebre». Ripamilán leÃa ahora pausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegó a los pastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don Cayetano recordó su grandÃsima afición a la égloga y se enterneció muy de veras.
Más enternecida estaba la Regenta, que seguÃa en su libro la sencilla y sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendÃa ahora toda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba en una cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que le pasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que tenÃa un poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquel Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como si acabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».
En tanto elpúblicoempezaba a impacientarse, se iba acabando la formalidad, y en algunos rincones se oÃan risas que provocaba algún chusco. En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en la sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertÃan en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento de mármol monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de la gente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor la tradicional profanación, corrÃan tras las monedas, y al caer tantos sobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de los fieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordÃan disputándose el ochavo miserable.
Pero llegaba laronday el racimo de pillos se deshacÃa, cada cual corrÃa por su lado. Larondala presidÃa el señor Magistral, de roquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre, llevaba el bonete; a derecha e izquierda, como dándole guardia caminaban con paso solemne acólitos con sendas hachas de cera. Larondadaba vueltas por el trascoro, las naves y el trasaltar. Se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantÃa. La obscuridad del templo, los excesos de la colación clásica, la falta de respeto que el pueblo creÃa tradicional en lamisa del gallo, hacÃan necesarias todas estas precauciones.
HabÃa otra clase de profanaciones que no podÃa evitar la ronda. Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra la verja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, y quedaban en el resto de la catedral muy a sus anchas los pocos que preferÃan la comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carne repleta. Como la religión es igual para todos, allà se mezclaban todas las clases, edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oÃa la misa apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentÃa la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podÃa, ni tal vez querÃa, impedir que los de atrás empujasen. Para la de Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos en las grandes solemnidades con que la Iglesia conmemora acontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenÃa muy confusa idea. Visitación estaba también allÃ, más cerca de la capilla, con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana, cerca de Visitación, fingÃa resistir la fuerza anónima que le arrojaba, como un oleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, roja como una cereza, con los ojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos de su primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cual amenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allà en lo obscuro imitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra. Todo elelemento jovende que hablabaEl Lábaroen sus crónicas del pequeñÃsimogran mundode Vetusta, estaba allÃ, en el crucero de la catedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación de Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la pereza pinchazos de la carne. El sueño traÃa impÃos disparates, ideas que eran profanaciones, y se desechaban para atenerse a los pecados veniales con que brindaba la realidad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distancia no consentÃa otra cosa, iban y venÃan enfilándose como podÃan en aquella selva espesa de cabezas humanas. Se tosÃa mucho y no todas las toses eran ingenuas. En aquella quietud soporÃfera, en aquella obscuridad de pesadilla hubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellas señoritas hasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque es claro que no lo decÃa sino en el seno de la mayor confianza, pensaba, que elhacer el oso, que era a lo que llamabatimarseJoaquÃn Orgaz, si siempre era agradable, lo era mucho más en la iglesia, porque allà tenÃa uncachet. Y para la viuda las cosas concacheteran las mejores.