XVII

Los pronósticos del médico se cumplieron.

Pocos meses después mi tío era padre.

La suerte había sido prodigiosa. Difícilmente podría existir una criatura más encantadora que la hijita de Blanca. El mundo, según don Benito, había puesto sus puntos interrogantes; pero el mundo es malo y es necio. Nada más hermoso que aquella niñita que, según todos los que la conocieron, era un trasunto de su padre. Blanca, sin embargo, después de los primeros meses, parecía hastiada ya de los cuidados maternos. Hacía tres meses que no iba a bailes y que no hacía su partida dewhistcon los amigos de su padre.

¡Era triste la vida así! Esa vida de familia, elbebéque llora de noche, que pide inconsideradamente el sacrificio de las mejores horas de sueño: ¡Oh, qué vida tan insoportable!

Era necesario una nodriza. Por falta de una, Blanca había perdido un baile del club y otro baile particular y hacía semanas que se limitaba a sus excursiones íntimas con la madre.

Estaba desolada y con un humor irascible. El pobre tío pagaba aquellas intemperancias que le eran tan propias. No era capaz aquella mujer de comprender el amor de madre en toda su sublime expresión. Mi tío poníase achacoso... los catarros comenzaban a minar su naturaleza; y Blanca, una vez aliviada de sus incomodidades maternales, quería indemnizarse de su ausencia de la sociedad y exigía que su pobre marido expusiese sus constipados a las corrientes de aire de los teatros y a las salidas de los bailes.

Era necesario obedecer; aquella mujer no daba tregua. No le era bastante el tren insensato de lujo que arrastraba: las rentas de mi tía Medea, incólumes hasta el segundo matrimonio de mi tío, ya era materia más que dudosa: los inmuebles de la ilustre descendiente de los Berrotarán soportaban ya algunas hipotecas en cambio de los diamantes que iluminaban la cabeza y el busto de Blanca y de las telas que arrastraba en las alfombras de los salones del gran mundo.

Sobrevino el primer período crítico de este enlace. Blanca comenzó por ir sola con la madreuna noche al teatro. Su marido, que hasta entonces había hecho todos los esfuerzos supremos para acompañarla y mantener alto el pabellón, se resignó por último. Los reumatismos tienen al fin la razón sobre la voluntad; y como era, según ese espléndido Montifiori, una verdadera crueldad, privar por un dolor insignificante de cintura de su yerno, a la pobrecita Blanca, de una noche de ópera, el buen viejo don Ramón, convencido al fin de toda la impertinencia de su enfermedad y de las excelentes razones de su magnífico suegro, se quedaba en su casa conbebémientras su linda mujercita resistía en Colón la carga de los más peligrosos anteojos de la temporada.

¡Pobre viejo! En las noches de soledad para él hacía traer a su lado la cuna de su hijita y junto a ella, cubierto de franelas y algodones, materialmente embutido en el hogar de la chimenea, pasaba las horas contemplando el rostro de aquel ángel que le brindaba sus primeras sonrisas y balbuceos. ¡Cuánta semejanza entre los niños y los viejos! En orillas opuestas ven tranquilamente precipitarse en medio de la corriente de la vida, en la que unos se han agitado y en la que los otros no sueñan en agitarse mañana. Un niño que sonríe en una cuna, que agita inconscientemente sus manecitas, que ríeo llora maquinalmente, es la manifestación más íntima, más pura de la ternura humana.

No se concibe que esa cuna esté sola: que la madre la abandone por un momento; el sueño de ese ser debe ser velado por ella, porque, si ella falta un instante, creeríase que esa vida embrionaria se extinguiría, falta del calor materno, de sus besos y de sus caricias.

¿Hay algo más bello que un niño que duerme? Ese sueño que parece alimentado por las alas de un ángel invisible, que se agitan en el misterio de la noche, ese sueño no se duerme sino en una edad. La expresión de un niño dormido atrae irresistiblemente. ¿Qué sueña esa alma inocente? ¿Qué idea, qué pensamiento agita ese cerebro?... ¿Por qué late suave, pausadamente, sin agitaciones ese tierno corazón de ángel?

Estas reflexiones debía hacerse el pobre viejo delante de aquella cuna que en cuatro meses había hastiado a la madre, ebria por los placeres del mundo, sedienta de lujo y de amantes. Al ver a su hijita dormida, el buen viejo debía meditar con tristeza en su porvenir. ¡El no la alcanzaría mujer tal vez! Y, entonces, pensando en su pasado ingrato, en sus años de despotismo conyugal, debía sin duda, compararlos con el presente en que, enfermo y valetudinario casi,no tenía fuego en el alma, ni sangre en las venas para correr al lado de su linda mujer la carrera vertiginosa del mundo, en la cual caía como un rezagado, mientras ella, al frente de la alegre caravana, volaba cantando los aires calientes de la fuerza y de la juventud.

¡Oh! ¡Es triste la vejez!

Algunas noches, el viejo solía adormecerse ligeramente en medio de la muda contemplación de su hija. El reloj daba las doce, sin que Blanca hubiese regresado a aquel hogar trunco por la oposición de su vejez a su juventud. De repente, una puerta se abría, un ruido de sedas cuyofrou-froucreeríase el paso de un duende, dejábase oír en la habitación, y a través de la media luz azulada del velador, el pobre viejo, enfermo y postrado, veía atravesar como un fantasma la sombra fascinante de Blanca, arrastrando ondas de rasos y encajes y dejando a su paso el perfume capitoso de juventud que embalsamaba la visión de Fausto.

Entonces el martirio debía duplicarse: aquella aparición deslumbrante de todas las noches, que pasaba indiferente por su lado y el de su hija, sin detenerse, que no rendía culto ni a la ley del esposo ni al cariño de la madre, que volvía llena y tibia aun con los vapores del mundo en que vivía, después de librar la batalla del lujo en la feriade las vanidades; aquella aparición enloquecedora desaparecía, y ante los ojos fatigados del anciano se alzaba el espectro aterrador de doña Medea, riendo con una carcajada satánica, estridente y vengativa, y lanzando una blasfemia terrible contra aquel desgraciado del destino, víctima inocente de la suerte, que temblaba de espanto y de impotencia ante el recuerdo del pasado y el cuadro del presente.

Una tarde de primavera, mi tío, que ya había comenzado a sentir el peso profundo de la tristeza, me invitó a que lo acompañara en carruaje hasta Belgrano.

Mi aceptación llenó de gusto al pobre viejo. La tarde era bella y tibia; el río estaba claro y sereno como un cristal, y cuando los caballos comenzaron a trotar por el camino de Palermo, mi compañero comenzó a reanimarse con el aire puro del campo y la tranquilidad de la tarde.

El camino de la costa tiene cierto encanto poético de reminiscencias que los viejos no olvidan fácilmente. En el camino de los Olivos al Tigre están enterradas sus primaveras. Aquellas caravanas ecuestres de otros tiempos que comenzaban por la madrugada en el Retiro y que terminaban en San Isidro o San Fernando a mediodía, y con bailes y pascanas a media noche, tienen una larga historia en la vida galante de otraedad. Mi tío comenzó a recordarlas con cierta melancolía.

—¡Cuántos han muerto ya!—me dijo.—Tú no te puedes imaginar lo que era la costa entonces, en el mes de octubre, con los árboles en flor.

El perfume de las aromas, de la retama y de los azahares embalsamaban el camino. Salíamos quince o veinte amigos, muchachos alegres todos, y de un galope llegábamos a las chacras de los Olivos y de otro a las barrancas de San Isidro. ¡Cómo hemos cambiado, Julio! ¡Qué fácil y qué llana era entonces la vida, qué gratos recuerdos me traen ese río azulado y tranquilo y esas barrancas siempre verdes y risueñas! Allá, cerca de San Isidro, yo tenía una novia; se llamaba Luciana, una linda muchacha de dieciocho años, que cantaba con una gracia exquisita las canciones de nuestro tiempo. Yo era pobre y muy joven: la casaron con un viejo rico. ¡Ah, no te rías, así le ha pasado a Blanca conmigo, cualquiera diría que yo he querido vengarme de las mujeres! Pero ¡qué épocas aquellas! Toda la costa nos pertenecía, en todas partes bailábamos, pasábamos el domingo entero en fiestas y por la noche, o el lunes de madrugada, nos poníamos en viaje para la ciudad.

El pobre viejo se animaba con sus recuerdos,y después, como despertado de su sueño por el presente, proseguía:

—¡Qué disparate he hecho en casarme, Julio, con una mujer tan joven! Yo lo siento, yo lo sé; no puedo hacerla feliz.

—¿Pero y su hijita?—le dije...

—¡Es lo único que me da ánimo y fuerza para vivir—me repuso;—si no fuera por ella, ¡qué solo estaría en el mundo! ¡Qué horrible sería mi desesperación! ¿No es verdad, que es una criatura encantadora? Y aquí, para entre nosotros dos, ¡qué poco la atiende la madre! ¡Verdad es, una criatura como Blanca que casi no ha tenido juventud! Yo no puedo exigirle el sacrificio de su alegría; es una niña todavía; una noche de teatro, un baile, una fiesta cualquiera la fascina.

¡Yo lo encuentro natural, pero si al menos su hija le produjese el mismo entusiasmo!

¡Ah, no te cases viejo!... Cada vez que yo pienso que no podré ya ver mujer a mi hija, me desespero. Me parece que el Cielo me ha hecho concebir una esperanza para quitármela en seguida.

Tú sabes cuan desgraciado he sido en mi vida pasada. ¡Qué mujer aquella que me deparó el Cielo!... Cásate joven y con una mujer dulce y sencilla. Yo debo decirte que no sé qué hasido peor para mí, si mi vida pasada de casado, o mi vida presente. Mi primera mujer, tú la conociste; no era posible ser feliz con ella: tenía un carácter agrio y duro, y mi segunda mujer, te lo aseguro, Julio, me obliga a hacer una vida tan artificial, que no sé cuando he sufrido más, si en la guerra viva de la primera época o en la fiesta perpetua en que vive todo lo que rodea a mi suegro, el doctor Montifiori.

Ante aquella íntima confidencia, que era un verdadero desahogo, yo creía conveniente guardar silencio. No tenía palabras para consolar a mi tío con razones completamente contrarias a mis sentimientos y prefería callar, aun corriendo el riesgo de acatar todo aquel amargo y tardío arrepentimiento.

Habíamos llegado casi a la entrada de Belgrano, cuando mi tío dio orden al cochero que se detuviese junto a un pequeño rancho, en que jugueteaban tres o cuatro niños. Al detenernos, los niños se acercaron al carruaje y en la puerta del rancho aparecieron una mujer y un hombre, jóvenes ambos, que saludaron amistosamente a Alejandro que manejaba el coche, como si ya lo conociesen de antemano.

—¿Debe ser aquí—dijo mi tío,—no, Alejandro?

—Sí, señor, aquí es—repuso Alejandro.

Mi tío, a quien ya se habían acercado el hombre y la mujer, seguidos de los niños, que nos miraban curiosamente, les hacía no sé qué encargo doméstico que Blanca le había encomendado para ellos, y la mujer parecía oírlo con cierta duda y extrañeza.

—¿Pero usted es el marido de doña Blanca?—le dijo al fin, como expresando cierta vacilación.

—Vamos a ver, ¿cuál de los dos será?...—le contestó mi tío señalándome y señalándose.

—Será ese mozo—replicó la mujer,—y como yo le dijera que no, permaneció sonriendo, con la desconfianza propia de una persona a quien la quieren hacer víctima de una broma.

El hombre, callado, parecía participar de la desconfianza de su mujer.

—Pero, vamos a ver—recomenzó mi tío,—¿les parece que soy muy viejo para mi mujer, no es verdad?

—¡Ah! no es eso solamente—dijo el paisano, con cierta inocencia;—es que aquí ha venido la señora con otro señor, y nosotros hemos creído que ese era su marido.

Una sombra instantánea obscureció la fisonomía del viejo y una palidez mortal invadió su semblante. A mí me pasó algo análogo; la voz se me ahogó en la garganta, y viendo que seprolongaba aquella situación, de la que las gentes del rancho no se daban cuenta, les dirigí dos o tres palabras triviales, como para salir del paso y le di orden a Alejandro de dar vuelta. Este no se la dejó repetir, porque, listo y alerta como era, se debió dar cuenta en un segundo de la situación por que atravesábamos, y puso los caballos en movimiento.

Mi tío dejó hacer, y se hundió en un profundo silencio, pero al llegar a la barranca de la Recoleta, donde nos detuvimos—exclamó suspirando—¡dichosos los que han muerto!

Y como yo pretendiera objetarle, me interrumpió, diciéndome en voz baja y acongojada.

—Mi hija, sólo mi hija me atrae a la vida...

Llegábamos a casa en el momento mismo que entraban Fernanda y Blanca después de una batida por las mejores tiendas de lujo. Madre e hija estaban lindísimas como de costumbre y vestidas con una suprema elegancia. Fernanda me estrechó la mano y Blanca acometió a su marido con los mimos y las zalamerías con que acostumbraba a hacerlo siempre delante de los extraños. Mi tío subía la escalera envuelto en una reserva absoluta mientras que su mujer no cesaba de contarle todo lo que había visto y comprado en el día, en trapos y alhajas, colgándoseledel brazo y representándole toda una comedia de cariños digna de una nieta que pretende engañar al abuelo. Subimos y entramos en el salón. Fernanda se me quejaba de la indiferencia de su yerno y yo procuraba imitar a mi tío tratando de no dejarme entusiasmar por la cháchara de aquellas dos señoras. Mi tío entró en los cuartos interiores, preguntando por su hija, y Blanca, notando que la indiferencia de su marido aumentaba, lo abandonó, y, furiosa, iracunda como ella solía ponerse cuando alguien le contrariaba sus gustos y sus caprichos, se volvió al salón donde yo me había quedado con la madre, y clavándome sus ojos claros y penetrantes, con una mirada llena de desdén, me dijo, señalando las habitaciones interiores donde su marido había desaparecido.

—¡Eso, eso se lo debo a usted... le doy las gracias!

—Blanca—le contesté,—no entiendo lo que usted me dice, no sé si es un cargo...

—Yo no necesito explicaciones—me repuso con un mal modo marcadísimo.—Lo mejor sería no vernos nunca...

—Eso no—le repuse,—no la complaceré...

—¡Qué! usted me reta—exclamó atropellándome con los puños crispados.

En ese momento Fernanda, excitada también,se ponía de pie, pronta para entrar en la escena que se preparaba.

—No—dije a Blanca en voz baja,—siempre que usted no me amenace.

—Julio—dijo Fernanda,—por Dios, déjenos...

—Señora—le contesté,—no tengo inconveniente en complacerla, puesto que usted me lo pide, pero antes de retirarme quiero asegurar a su hija que no soy de aquellos que rechazan un afecto, con el fin innoble de pagarlo con una traición.

Y al retirarme, clavé los ojos en Blanca fijamente, mientras ella me lanzaba una mirada en la que procuraba medirme desde lo alto de su orgullo.

Era la última noche de carnaval y el mulato Alejandro estaba de baile. Su comparsa, los «Tenorios de Plata», con su brillante uniforme blanco y celeste y sus botas imitadas en hule, invadía el teatro de la Alegría, campo de las batallas galantes de la clase, en los tres días clásicos del año. Pero el corazón de Alejandro no estaba aquella noche en el salón de baile, sino en los dormitorios de Blanca. Graciana, una linda y traviesa francesita, en quien Blanca depositaba todos sus secretos, había cautivado el alma del mulato, sin que los antagonismos de raza fueran una razón de timidez por parte del cochero o de repugnancia por parte de la sirvienta. La cuestión grave era saber cómo haría Graciana para ir al baile con Alejandro, y eso era algo difícil. La señora con su mamá iban al baile de máscaras del club. El viejo don Ramónpermanecía en casa a causa de su reumatismo. Graciana debía velar aquella noche por elbebé; la noche anterior había estado de pascana con suOtelo; porque es necesario saber que Graciana estaba fuertemente apasionada del mulato. Alejandro se daba un tono insoportable para con los de su clase, con motivo de sus nuevos amores; y la francesita, aunque estaba lejos de ser una doméstica como las de Zola, no tenía el más mínimo embarazo en desempeñar todos los servicios de su ama y en adorar a Alejandro, sin la más mínima limitación. Pero aquella noche, Blanca al salir enmascarada para el club, había recomendado a Graciana, de la manera más severa, que velara al marido a quien se le podía antojar vestirse e irla a buscar y sobre todo albebé, a quien don Ramón no podía atender a pesar del entrañable cariño que sentía por su hijita. Graciana había jurado fidelidad, pero Alejandro, así que las señoras y el señor de Montifiori desaparecieron, comenzó a excitar poco a poco la imaginación de Graciana contándole las maravillas que aquella noche iban a hacer los «Tenorios» en el tablado de la Alegría.

La mujer es un ser débil en todas las clases sociales. Graciana comenzó por resistir y Alejandro terminó por vencer. Verdad es que elpardo tenía, según el, un ascendiente poderoso sobre el bello sexo. Los dos amantes, una vez de acuerdo en bailar esa noche en la Alegría sin que los patrones lo notaran, pusieron en juego su plan. Alejandro vistió su uniforme de «Tenorio», color blanco y celeste, con gorra de oficial de marina, espléndidospecimende mojiganga criolla; se echó al bolsillo el triángulo, su instrumento oficial en la comparsa de los «Tenorios» y esperó a Graciana acurrucado debajo de la escalera, completamente a obscuras en el acto de la evasión de los dos danzantes fugitivos. Graciana, por su parte, recorrió las habitaciones; vio que mi tío no daba señales de vida, que elbebédormía e hizo ruido en el cuarto de la niña, como para dar a entender que ganaba la cama. Después de media hora de silencio, notando que la tranquilidad de la casa era completa, saltó de la cama, descalza, para no hacer ruido; tomó la bujía encendida que alumbraba apenas la habitación y acercándose con ella a la cuna de la niña, notó que ésta dormía tranquilamente; dejó la luz como tenía de costumbre, y abriendo suavemente la puerta del aposento que daba sobre el corredor, y cuya cerradura había tenido cuidado de enaceitar para que no hiciese ruido, salió en puntas de pie llevando en una mano un par de botines de rasoy suspendiendo en la otra nada menos que el dominó con que Blanca había asistido disfrazada la primer noche de carnaval al baile del Club del Progreso. La interesante mascarita cerró cuidadosamente la puerta, y ayudada por su amante, sin muchas exigencias de recato por su parte, se disfrazó en un instante; se calzó sus botines blancos, se colocó la máscara de raso, y ambos bajaron resueltamente la escalera principal, abrieron la puerta de calle con la llave que poseía Alejandro y se encontraron muy pronto en la calle, libres comoRomeo y Julieta, siRomeo y Julietahubiesen sido sirvientes y se hubiesen escapado juntos alguna vez.

Cuando llegaron a la puerta de la Alegría, el baile estaba en todo su esplendor. Los «Tenorios» hacían una mella terrible en aquellas Ineses de media tinta y de color entero.

Las cuadrillas se bailaban, con una seriedad rígida, casi británica; el vals no dejaba nada que desear por su corrección: la mazurka era de un remeneo de ancas de dudosa moderación, y por último la habanera algo alarmante como chacota de articulaciones.

En medio de estos variados modos de bailar, se notaba en aquel salón, donde había una absoluta proscripción del perfil griego, una suma tendencia al tono y a la elegancia. Los «Tenorios» se llaman como sus amos; se dan su nombre y apellido; usan su papel timbrado, se ponen sus fracs, sus guantes, sus corbatas y sus camisas; la única nota discordante es el pie, el pie de un Tenorio es algo de melancólico: un pedícuro con cierto talento dramático podría escribir una tragedia más terrible que Fedra, con sólo estudiar el pasaje de su instrumento a través del pie de un jovenhigh-lifede color. He ahí la causa por qué los negros, después de tres días de carnaval, por más elegantes y presuntuosos que sean, tienen que vivir otros tres días prendidos de una reja; los pies necesitan suspender su misión terrena por ese espacio de tiempo para volver a su estado primitivo.

En fin, a pesar de estos inconvenientes, los galanes bailaban aquella noche en la Alegría con tanto garbo, y tal vez con más suerte, que sus patrones del Club del Progreso. Un Tenorio con su uniforme blanco y celeste debe ser algo ideal para su compañera de baile y de color; porque, al fin, convengamos en que, vestirse para enamorar con los purísimos colores del cielo, es mucho más lógico que hacerlo de negro como los amos.

Hay algo de fantástico en ese traje, en esa chaquetilla de merino azul con galones de plata, en ese pantalón de cotín blanco, en esas polainasde precio modesto pero de soberbio brillo, que se empeñan en confabularse con el botín chueco de elástico, para fingirse botas granaderas.

Alejandro entró en el baile, del brazo de su compañera, cuyo espléndido dominó levantó el cotarro de todas las princesas negras que vieron pasar a su lado aquella vasca plebeya, pero blanca. ¡Alejandro, rendido a una «extranjera de Europa!» ¡Qué decepción! ¡El, el más aristocráticoswellde laclase, la flor y nata de las academias de baile, entregado a una gringa!

Las señoritas y las matronas no se lo perdonaban, pero el lindo mulato, sin importársele mucho de las críticas que le hacían por todos los centros del salón, tomó de la cintura a su linda compañera y acometió unscottishde paso doble que en aquel momento comenzaban a rascarlo cuatro violines de la orquesta y un figle solitario y pifión que se quejaba entre los labios de un viejo músico panzón y dormido, representante de la música de viento.

Es de ver la galantería del negro porteño. Prescindiendo, si es posible prescindir, del ambiente del salón, que es algo pesado, la cortesía y la urbanidad entre ellos son incomparables: el lenguaje incorrecto, pero elevadísimo. Se conversa con las mismas pretensiones con que se conversa en el gran mundo; se enamora con lamisma gracia, con la misma compostura y con el mismochic. Las niñas no dejan nada que desear desde el punto de vista de la educación: es cierto que los labios son un poco gruesos y las narices algo chatas, pero de una autenticidad indiscutible; allí no hayveloutine, ni crema de perlas que formen cutis apócrifos. Los mozos son de la más alta estirpe administrativa: entre ellos está representada la secretaría del presidente de la República, por un empleado, que aunque sirve el té y el agua con panal, no se apea de su categoría de empleado público, la guerra y la hacienda forman parte de los «Tenorios de Plata», que bailan en la Alegría las tres noches de carnaval. Las mamás o las tías y madrinas viejas, que se le acomodan desde su asiento a una masa sopada en vino Priorato, ven pasar con envidia a toda esa juventud oficial que desempeña cargos modestos, pero honrosos en la política argentina. Y, generalmente, esossnobsde medio pelo son codiciados por el prestigio social que rodea su nombre; pero, si suelen ser eximios como amantes, son intolerables como maridos; todos concluyen enamorando vascas, como Alejandro, o perdiendo a las negritas mimadas de casas decentes. Aquella sociedad tiene sus escándalos como todas las sociedades: raptos, seducciones, adulterios, suicidiosy hasta duelos. Hablan de las guerras y de las batallas pasadas con un profundo conocimiento de lo sucedido, porque el negro y el pardo porteño saben batirse con la bizarría del mejor de los soldados y caer sobre el campo de la acción como caen los héroes.

Las dos de la madrugada habían dado ya, y Graciana apuraba a Alejandro para volver a casa. La sirvienta pensaba con razón, que el señor podía haber notado su ausencia, que la niñita podía haber llorado, que Blanca podía haber regresado del club; pero el negro, rumboso al fin, como todos los de su clase, quería concluir la noche con una cena en un café de la vecindad y porfiaba por retener a su mascarita.

Tanto hizo Alejandro, que Graciana, después de bailar con él la última galopa con un ímpetu y un entusiasmo indescriptibles, consintió en ir a cenar, no por cierto unas ostras con Sauterne, sino unas suculentas costillas de chancho, apoyadas por una copiosa taza de café con leche, con pan y manteca, que sirvieron para corregir la vacuidad incómoda, que todos los estómagos, ya sean plebeyos o aristocráticos, sienten a las tres de la mañana después de una noche de baile.

Concluida la cena, la pareja se puso en marcha. Salían conjuntamente del teatro, con losTenorios, extenuados por la fatiga de la noche, demostrando en el rostro esa melancolía peculiar que demuestra el último comparsa que se retira en la madrugada de la tercera noche de carnaval.

Por entre ellos atravesó orgullosamente Alejandro con su compañera del brazo, y doblando por la calle de Victoria, la condujo hasta la puerta de la casa de sus patrones.

Pero la sorpresa de la pareja fue grande, cuando llegaron a la casa de mi tío Ramón; la puerta estaba abierta; la luz encendida en el vestíbulo bajo y en el vestíbulo alto. Algo de extraordinario debía de haber pasado durante su ausencia, y la fuga de Graciana había sido notada. La sirviente tuvo un acceso de nervios muy común entre las francesas y no se atrevió a entrar: colgada del brazo de Alejandro, tiritaba de miedo.

El pardo vacilaba también, y caballeresco como era, no se atrevía a comprometer ni a abandonar a Graciana en la puerta. La alarma aumentaba con el ruido de los carruajes que comenzaban a remolinear en la esquina del Club del Progreso, lo que les indicaba que el baile allí tocaba a su término, que de un momento a otro, Blanca llegaría a su casa y encontraría a Graciana disfrazada con su dominó. Los dos amantesoptaron por lo más práctico en aquellos instantes críticos y huyeron calle de Victoria arriba, prefiriendo la fuga a pasar por la vergüenza de ser descubiertos. Alejandro, el audaz seductor de aquella honesta Margarita, fue a golpear la puerta de una posada de la plaza de Lorca, donde se instaló con su compañera, resuelto a darle su nombre para cubrir su falta y purificar su honra manchada.

El buen tío Ramón se había recogido temprano aquella noche; el primer día de mascarada lo había rendido por todo el carnaval. Fernanda y Blanca, con Montifiori y sus amigos, habían pasado los tres días en una jarana completa: en el corso, en los bailes, en las tertulias particulares, Fernanda y Blanca habían sido conocidas en todas partes; pero eso era lo que ellas buscaban en medio de la turba de corsarios de gran tono, que les daban caza a través de aquellas noches de locura. El último día, al regresar del corso, habían encontrado tumbado al viejo marido, presa de sus reumatismos. Blanca tuvo una pasajera contrariedad; se acercó a su esposo, le hizo algunos cariños de fórmula, lo puso en el caso de que le suplicase a ella misma queno dejase de ir al baile de máscaras, y simulando hallarse bajo el imperio de una orden, comenzó a preparar su traje que ya estaba pronto desde muchos días atrás. Con la cabeza montada por la bulla carnavalesca y por la perspectiva del baile, se hizo vestir rápidamente por Graciana, esperó impacientemente a la madre que tardaba ya algo en venir, se acercó al lecho de su marido, se despidió de él con urgencia y salió precipitadamente sin siquiera acordarse de su hijita a quien dejaba en poder de una sirvienta. El baile la atraía irresistiblemente.

El buen viejo, después de haber besado a su hija, se retiró a su habitación que estaba inmediata a la en que Graciana debía cuidar a la niñita. A la una de la noche, mi tío, que dormitaba, se despertó súbitamente por una luz repentina que lo deslumbró como un relámpago, creyendo haber oído en sueños algo como un grito estridente y penetrante. El viejo abandonó su lecho dificultosamente, y creyendo que en efecto era un relámpago, abrió los postigos del balcón y miró hacia afuera: pero el cielo estaba sereno y estrellado, y la luz nocturna iluminaba las aceras.

Creyó en una pesadilla y trató de detener y comprimir las ideas confusas que habían pasado por su cerebro mientras dormía. Quiso volvera su cama, pero había perdido el rumbo, la disposición de la habitación se había trastornado completamente para él. Se detuvo un segundo en el centro del cuarto, procurando orientarse en vano; tocó una puerta, encontrola abierta y al pasar el umbral, sintió un olor característico a lienzos quemados. El pobre viejo se sintió presa de un violento golpe de fiebre: quiso recapacitar y no pudo; los más horribles pensamientos cruzaron por su imaginación; perdido siempre en la habitación, volteó dos o tres muebles, tuvo miedo, se le aflojaron las piernas y cayó desfallecido sobre el piso. Un silencio sepulcral reinaba en las habitaciones, tan profundo, como en la obscuridad que lo rodeaba. Una idea fija embargaba la razón del desgraciado anciano. Se incorporó débilmente sobre el piso y gritó a Graciana, con voz ahogada y angustiosa, pero nadie le respondió. Volvió a gritar con un acento de desesperación, que desgarraba el alma, pero todo fue en vano, nadie le contestó tampoco; se incorporó de nuevo y arrastrándose con trabajo tanteó las paredes, buscando el botón de la campanilla eléctrica: después de unos minutos lo encontró y lo hundió con desesperación: el silencio era tan profundo que oyó el martilleo peculiar del timbre en el fondo de la casa; esperó, pero nadie vino: llamóde nuevo y siguió llamando incesantemente; la casa estaba sola, nadie le respondía. Entonces volvió a gritar desesperadamente a Graciana y, creyéndose orientado por un momento, atropelló en la dirección en que él creía que estaba el cuarto de la niña; pero, no bien había dado tres pasos, cuando recibió un terrible golpe en la frente que le hizo retroceder; había dado contra la puerta opuesta.

El viejo cayó desfallecido de nuevo y el silencio inmenso e imponente de la noche volvió a reinar con su paz profunda y aterradora. En aquella situación, el reloj del Cabildo dio las tres de la mañana y el eco sordo de la campana se difundió por la ciudad dormida. El viejo pensaba que Blanca no podía tardar: se oían las voces y las algazaras de las últimas máscaras que se retiraban, y una orquesta lejana, tal vez la del club, tocaba las últimas galopas. Todos aquellos detalles aumentaban la cruel situación del anciano afligido, casi inmóvil, presa de una fiebre terrible. En ese estado se arrastró por el suelo tanteando siempre los muebles: por último, puso la mano sobre un sofá, que ocupaba el espacio comprendido entre el balcón y la puerta que llevaba al cuarto de su hija y con una alegría íntima se incorporó, impulsó la puerta queGraciana al partir había dejado entornada y penetró a la habitación, loco, convulso, desatentado. Pero el cuarto estaba lleno de humo, allí se había quemado algo: recordó su sueño, aquella súbita luz que había herido sus pupilas y aquel grito penetrante que aun le parecía oír y cayó de nuevo en una desesperación terrible. El humo de la habitación comenzaba a asfixiarlo y un terror frío e indescriptible cerró sus labios y paralizó sus movimientos; un temor instintivo no le permitía moverse; prefería la duda, la inmovilidad, antes de acelerar el desenlace espantoso de aquella noche de abandono y de insomnio. En esa situación volvió a llamar tímida, cariñosamente, a Graciana, pero, como antes, nadie le respondió.

Postrado en el suelo, en un rincón del cuarto, rodeado siempre por la más completa obscuridad, pudo oír que un carruaje acababa de detenerse bajo de los balcones, y al rato, que se abría y cerraba con gran cuidado la puerta de calle: sintió en seguida pasos en la gran escalera: quiso llamar para apurar a los que venían, pero la palabra se ahogó en su garganta y tuvo que esperar: oyó los pasos en el vestíbulo y unos segundos después el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la habitación en que se hallaba:la puerta se abrió y dio paso a alguien: elfrou-froude la seda le indicó que era Blanca que regresaba. De pronto ardió un fósforo y acto continuo la luz violenta del gas iluminó toda la habitación.

Entonces el cuadro que se presentó a la vista de los que allí se encontraron, fue terrible: en un extremo de la estancia, la cuna de la niña cubierta de hollín: las cortinas se habían encendido, el fuego había invadido las ropas; la desgraciada criatura había muerto quemada, por un descuido de Graciana, que, atolondrada por la fuga, había dejado la bujía a poca distancia de la cuna. El rostro de la niñita era una llaga viva: tenía los dientes apretados por la última convulsión; con la mano izquierda asada por el fuego, se asía desesperadamente de una de las varillas de bronce de la camita, y la derecha, dura, rígida en ademán amenazante; la actitud del cadáver revelaba los esfuerzos que la víctima había hecho para escapar del fuego, en vano. Blanca era la que había encendido el gas; al hacerlo, dio vuelta y vio a su marido postrado en tierra y a su hija quemada viva en la cuna: retrocedió y dio un grito terrible: el pobre viejo se levantaba al mismo tiempo, y en la puerta que daba al vestíbulo exterior por donde Blancahabía penetrado, sorprendía con la vista un hombre joven que había entrado con ella: fue lo primero que vio, quiso lanzarse sobre él, pero el grito de horror de Blanca lo detuvo, y entonces volvió los ojos sobre la cuna de su hija. Toda esta escena fue la obra simultánea de un instante; las más breves palabras no alcanzarían nunca a traducir su trágica rapidez. El pobre padre, al ver el horrible espectáculo que presentaba el cadáver de su hija, abrasada por las llamas, se detuvo horrorizado ante él, quiso hablar, pero no pudo, fue a lanzarse iracundo sobre el amante, que en actitud vacilante no sabía qué partido tomar, pero apenas dio dos pasos cayó al suelo, fulminado por una parálisis repentina, la lengua trabada, el rostro descompuesto, el cuerpo laxo y sin fuerzas. Al caer dio con la frente en el suelo y su rostro se bañó en sangre.

—Huyamos, Blanca—gritó el desconocido, cubriéndola con el tapado que ella le había abandonado al entrar.

Aquella miserable criatura abarcó la escena con una sola mirada, pero el brazo amenazante de la niñita la intimidó y dio vuelta al rostro. El cuerpo de su marido obstruía el paso por la única puerta de salida; se detuvo un instante, y como tomando una resolución repentina, conlos ojos iluminados por una luz satánica, se volvió al hombre que la esperaba con actitud indecisa, y saltando ambos por sobre el cuerpo que yacía en tierra, le gritó:

—¡Huyamos!

Yo no me había olvidado de Valentina, mi dulce Valentina de otros días. Mi tío, en un hospicio, idiota, sin habla y sin razón. Don Benito casado al fin, con una señora rica y de edad proporcionada a la suya. ¡Qué diablo!

A mí también me dio por casarme y me acordé de mi idilio de veinte años. Vivía solo y aislado, y lo peor de todo era, que probablemente, por no haber seguido el consejo del doctor Trevexo, de estudiar en los diarios, me encontraba sin recurso alguno para aspirar a las altas posiciones políticas con que allá en el año 62 me pronosticaba él un porvenir brillante.

Pero en lo íntimo de mi corazón, yo había guardado el recuerdo de Valentina: la única criatura que había dejado en mi alma una memoria dulce y tranquila. Por largo tiempo noshabíamos escrito, pero después de la muerte de su hermano, nada sabía de ella. Valentina era para mí un horizonte lejano, pero límpido, y en la soledad de mi vida, la primera edad reaparecía, los días de colegio volvían: pensaba en don Pío y en don Josef, el célebre descendiente de Gonzalo de Córdoba y veía la imagen de mi novia, sonriéndome en los únicos años de felicidad que han iluminado la vida.

Veíala aparecer en uno de los balcones de la antigua casa en que vivía o asomado el rostro risueño y sonrosado detrás de los cristales; linda como nunca, llena de juventud, perfumada de gracia y de castidad.

Algunas veces el recuerdo inquietante de Blanca, había turbado mi sueño; el mundo con sus pasiones y sus encuentros, habíame suspendido un momento en su vorágine, pero poco a poco la purísima imagen de Valentina volvía a levantarse delante de mis ojos como una cariñosa sombra que me llamaba, allá, al pasado, al dulce pasado de la adolescencia.

Valentina me esperaba y busqué a Valentina en el pueblo del colegio. Llevaba el espíritu enfermo y agitado bajo la influencia de los tormentos por que había atravesado y la realidad de un sueño de juventud iba a darme la eterna felicidad.Llegué y busqué la casa de Valentina. Ya no habitaba su familia en ella.

Averigüé y la encontré al fin. La poética criatura se había casado con don Camilo, pocos meses antes y era feliz, muy feliz.

Don Camilo tenía una renta considerable, era hombre público y hasta hombre distinguido. ¡Sentí la desesperación, la horrible desesperación que se siente ante lo imposible, ante la muerte, ante lo irremediable, y pensé si el alma podría arrancarse del cuerpo y arrojarse como inútil estorbo de la vida!

Pero alguien, con la exigencia inexorable de todos los que leen, querrá saber de Blanca. Blanca, la linda porteña, corre la vida fácil y elegante, pero duerme con los ojos abiertos, porque cuando los cierra, la cara de un viejo idiota y paralítico la observa con una sonrisa inmóvil y el brazo rígido de su hija muerta se levanta sobre ella como una eterna amenaza.

FIN


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