ENTREMESDEL VIZCAINO FINGIDO.

ENTREMESDEL VIZCAINO FINGIDO.

Salen Solórzano y Quiñones.

SOLÓRZANO.

Estas son las bolsas, y á lo que parecen son bien parecidas, y las cadenas que van dentro, ni mas ni menos: no hay sino que vos acudais con mi intento, que á pesar de la taimería de esta sevillana, ha de quedar esta vez burlada.

QUIÑONES.

¿Tanta honra se adquiere, ó tanta habilidad se muestra en engañar á una mujer, que lo tomais con tanto ahinco, y poneis tanta solicitud en ello?

SOLÓRZANO.

Cuando las mujeres son como estas, es gusto el burlallas: cuanto mas que esta burla no ha de pasar de los tejados arriba: quiero decir, que ni ha de ser con ofensa de Dios, ni con daño de la burlada: que no son burlas las que redundan en desprecio ageno.

QUIÑONES.

Alto, pues vos lo quereis, sea asi: digo que yo os ayudaré en todo cuanto me habeis dicho, y sabré fingir tan bien como vos, que no lo puedo mas encarecer. ¿Á dónde vais agora?

SOLÓRZANO.

Derecho en casa de la ninfa; y vos no salgais de casa, que yo os llamaré á su tiempo.

QUIÑONES.

Allí estaré clavado esperando.

(Éntranse los dos.)

Salen doña Cristina y doña Brígida: Cristina sin manto, y Brígida con él, toda asustada y turbada.

CRISTINA.

¡Jesus! ¿qué es lo que traes, amiga doña Brígida, que parece que quieres dar el alma á su Hacedor?

BRÍGIDA.

Doña Cristina amiga, hazme aire, rocíame con un poco de agua este rostro, que me muero, que me fino, que se me arranca el alma; Dios sea conmigo, confesion á toda priesa.

CRISTINA.

¿Qué es esto? ¡desdichada de mí! ¿No me dirás, amiga, lo que te ha sucedido? ¿Has visto alguna mala vision? ¿Hánte dado alguna mala nueva de que es muerta tu madre, ó de que viene tu marido, ó hánte robado tus joyas?

BRÍGIDA.

Ni he visto vision alguna, ni se ha muerto mi madre, ni viene mi marido, que aun le faltan tres meses paraacabar el negocio donde fué, ni me han robado mis joyas; pero háme sucedido otra cosa peor.

CRISTINA.

Acaba, dímela, doña Brígida mia; que me tienes turbada y suspensa hasta saberla.

BRÍGIDA.

¡Ay, querida! que tambien te toca á tí parte de este mal suceso. Límpiame este rostro, que él y todo el cuerpo tengo bañado en sudor, mas frio que la nieve: desdichadas de aquellas que andan en la vida libre, que si quieren tener algun poquito de autoridad, grangeada de aquí ó de allí, se la desjarretan y se la quitan al mejor tiempo.

CRISTINA.

Acaba por tu vida, amiga, y dime lo que te ha sucedido, y qué es la desgracia de quien yo tambien tengo de tener parte.

BRÍGIDA.

Y cómo si tendrás parte, y mucha, si eres discreta, como lo eres. Has de saber, hermana, que viniendo agora á verte, al pasar por la puerta de Guadalajara, oí que en medio de infinita justicia y gente, estaba un pregonero pregonando que quitaban los coches, y que las mujeres descubriesen los rostros por las calles.

CRISTINA.

¿Y esa es la mala nueva?

BRÍGIDA.

¿Pues para nosotras puede ser peor en el mundo?

CRISTINA.

Yo creo, hermana, que debe de ser alguna reformacion de los coches: que no es posible que los quiten de todo punto; y será cosa muy acertada, porque segun he oido decir, andaba muy de caida la caballería en España; porque se empanaban diez ó doce caballeros mozos en un coche, y azotaban las calles de noche y de dia, sin acordárseles que habia caballos y gineta en el mundo; y como les falte la comodidad de las galeras de la tierra, que son los coches, volverán al ejercicio de la caballería, con quien sus antepasados se honraron.

BRÍGIDA.

¡Ay, Cristina de mi alma! que tambien oí decir que aunque dejan algunos, es con condicion que no se presten, ni que en ellos ande ninguna... ya me entiendes.

CRISTINA.

Ese mal nos hagan: porque has de saber, hermana, que está en opinion entre los que siguen la guerra, cuál es la mejor, la caballería ó la infantería, y háse averiguado que la infantería española lleva la gala á todas las naciones; y agora podremos las alegres mostrar á pie nuestra gallardía, nuestro garbo, y nuestra bizarría, y mas yendo descubiertos los rostros, quitando la ocasion de que ninguno se llame á engaño, si nos sirviese, pues nos ha visto.

BRÍGIDA.

¡Ay, Cristina! no me digas eso. ¡Qué linda cosa era ir sentada en la popa de un coche, llenándola de parte á parte, dando rostro á quién y cómo y cuándo queria! y en Dios y en mi ánima te digo, que cuando alguna vez me le prestaban, y me veia sentada en él con aquella autoridad, me desvanecia tanto, que creia bien y verdaderamente que era mujer principal, y que mas de cuatro señoras de título pudieran ser mis criadas.

CRISTINA.

¿Veis, doña Brígida, cómo tengo yo razon en decir que ha sido bien en quitar los coches, siquiera por quitarnos á nosotras el pecado de la vanagloria? Y mas que no era bien que un coche igualase á las no tales con las tales; pues viendo los ojos estranjeros á una persona en un coche, pomposa por galas, reluciente por joyas, echaria á perder la cortesía, haciéndosela á ella, como si fuera áuna principal señora: asi que, amiga, no debes congojarte, sino acomoda tu brio y tu limpieza, y tu manto de soplillo sevillano, y tus nuevos chapines en todo caso, con las virillas de plata, y déjate ir por esas calles, que yo te aseguro que no falten moscas á tan buena miel, si quisieres dejar que á tí se lleguen: que engaño en mas va que en besarla durmiendo.

BRÍGIDA.

Dios te lo pague, amiga, que me has consolado con tus advertimientos y consejos; y en verdad que los pienso poner en práctica, y pulirme y repulirme, y dar rostro á pie y pisar el polvico á tan menudico, pues no tengo quien me corte la cabeza; que este que piensan que es mi marido, no lo es, aunque me ha dado la palabra de serlo.

CRISTINA.

¡Jesus! ¿tan á la sorda y sin llamar se entra en mi casa, señor? ¿Qué es lo que usted manda?

Entra Solórzano.

SOLÓRZANO.

Usted perdone el atrevimiento, que la ocasion hace al ladron: hallé la puerta abierta y entréme, dándome ánimo al entrarme, venir á servir á usted y no con palabras, sino con obras; y si es que puedo hablar delante de esta señora, diré á lo que vengo, y la intencion que traigo.

CRISTINA.

De la buena presencia de usted no se puede esperar, sino que han de ser buenas sus palabras, y sus obras. Diga usted lo que quisiere; que la señora doña Brígida es tan mi amiga, que es otra yo misma.

SOLÓRZANO.

Con ese seguro y con esa licencia hablaré con verdad; y con verdad, señora, soy un cortesano, á quien usted no conoce.

CRISTINA.

Asi es la verdad.

SOLÓRZANO.

Y há muchos dias que deseo servir á usted, obligado á ello de su hermosura, buenas partes y mejor término; pero estrechezas, que no faltan, han sido freno á las obras hasta agora, que la suerte ha querido que de Vizcaya me enviase un grande amigo mio á un hijo suyo, vizcaino, muy galan, para que yo le lleve á Salamanca y le ponga de mi mano en compañía que le honre y le enseñe; porque, para decir la verdad á usted, él es un poco burro, y tiene algo de mentecato; y añádesele á esto una tacha, que es lástima decirla, cuanto mas tenerla, y es que se toma algun tanto, un si es no es, del vino; pero de manera que de todo en todo pierda el juicio, puesto que se le turba; y cuando está asomado y aun casi todo el cuerpo fuera de la ventana, es cosa maravillosa su alegría y su liberalidad: da todo cuanto tiene á quien se lo pide, y á quien no se lo pide; y yo querria, ya que el diablo se ha de llevar cuanto tiene, aprovecharme de alguna cosa, y no he hallado mejor medio, que traerle á casa de usted, porque es muy amigo de damas, y aquí le desollaremos cerrado como á gato; y para principio traigo aquí á usted una cadena en este bolsillo, que pesa ciento y veinte escudos de oro, la cual tomará usted y me dará diez escudos agora, que yo he menester para ciertas cosillas, y gastará otros veinte en una cena esta noche, que vendrá acá nuestro burro ó nuestro búfalo, que le llevo yo por el naso, como dicen; y á dos idas y venidas se quedará usted con toda la cadena, que yo no quiero mas que los diez escudos de ahora: la cadena es bonísima, y de muy buen oro, y vale algo de hechura: héla aquí: usted la tome.

CRISTINA.

Beso á usted las manos por la que me ha hecho en acordarse de mí en tan provechosa ocasion; pero, si he dedecir lo que siento, tanta liberalidad me tiene algo confusa y algun tanto sospechosa.

SOLÓRZANO.

¿Pues de qué es la sospecha, señora mia?

CRISTINA.

De que podrá ser esta cadena de alquimia: que se suele decir que no es oro todo lo que reluce.

SOLÓRZANO.

Usted habla discretísimamente, y no en balde tiene usted fama de la mas discreta dama de la córte; y háme dado mucho gusto el ver cuán sin melindres ni rodeos me ha descubierto su corazon; pero para todo hay remedio, sino es para la muerte: usted se cubra su manto, ó envie, si tiene de quien fiarse y vaya á la platería, y en el contraste se pese y toque esa cadena, y cuando fuere fina, y de la bondad que yo he dicho, entonces usted me dará los diez escudos, harále una regalaria al borrico, y se quedará con ella.

CRISTINA.

Aquí pared y medio tengo yo un platero, mi conocido, que con facilidad me sacará de duda.

SOLÓRZANO.

Eso es lo que yo quiero y lo que amo y lo que estimo: que las cosas claras Dios las bendijo.

CRISTINA.

Si es que usted se atreve á fiarme esta cadena, en tanto que me satisfago, de aquí á un poco podrá venir, que yo tendré los diez escudos de oro.

SOLÓRZANO.

¡Bueno es eso! fio mi honra de usted; ¿y no le habia de fiar la cadena? Usted la haga tocar y retocar: que yo me voy y volveré de aquí á media hora.

CRISTINA.

Y aun antes, si es que mi vecino está en casa.

(Éntrase Solórzano.)

BRÍGIDA.

Ésta, Cristina amiga, no solo es ventura, sino venturon llovido. ¡Desdichada de mí, y qué desgraciada que soy, que nunca toco quien me dé un jarro de agua, sin que me cueste mi trabajo primero! Sólo me encontré el otro dia en la calle á un poeta, que de bonísima voluntad y con mucha cortesía me dió un soneto de la historia de Píramo y Tisbe, y me ofreció trescientos en mi alabanza.

CRISTINA.

Mejor fuera que te hubieras encontrado con un ginovés, que te diera trescientos reales.

BRÍGIDA.

Sí, por cierto, ahí están los ginoveses de manifiesto, y para venirse á la mano, como halcones al señuelo: andan todos malencónicos y tristes con el decreto.

CRISTINA.

Mira, Brígida, de esto quiero que estés cierta, que vale mas un ginovés quebrado, que cuatro poetas enteros: mas ay, el viento corre en popa, mi platero es este. ¿Y qué quiere mi buen vecino? que á fe que me ha quitado el manto de los hombros, que ya me le queria cubrir para buscarle.

Entra el platero.

PLATERO.

Señora doña Cristina, usted me ha de hacer una merced de hacer todas sus fuerzas por llevar mañana á mi mujer á la comedia; que me conviene y me importa quedar mañana en la tarde libre de tener quien me siga y me persiga.

CRISTINA.

Eso haré yo de muy buena gana; y aun si el señor vecino quiere mi casa y cuanto hay en ella, aquí la hallará sola y desembarazada, que bien sé en qué caen estos negocios.

PLATERO.

No señora, entretener á mi mujer me basta: ¿pero qué queria usted de mí, que queria ir á buscarme?

CRISTINA.

No mas, sino que me diga el señor vecino ¿qué pesará esta cadena, y si es fina y de qué quilates?

PLATERO.

Esta cadena he tenido yo en mis manos muchas veces, y sé que pesa ciento y cincuenta escudos de oro, de á veinte y dos quilates; y que si usted la compra, y se la dan sin hechura, no perderá nada en ella.

CRISTINA.

Alguna hechura me ha de costar, pero no mucha.

PLATERO.

Mire cómo la concierta la señora vecina: que yo le haré dar, cuando se quisiere deshacer de ella, diez ducados de hechura.

CRISTINA.

Menos me ha de costar, si yo puedo; pero mire el vecino no se engañe en lo que dice de la fineza del oro, y cantidad del peso.

PLATERO.

¡Bueno seria que yo me engañase en mi oficio! Digo, señora, que dos veces la he tocado eslabon por eslabon, y la he pesado y la conozco como á mis manos.

BRÍGIDA.

Con esto nos contentamos.

PLATERO.

Y por mas señas, sé que la ha llegado á pesar y á tocarun gentil hombre cortesano, que se llama tal de Solórzano.

CRISTINA.

Basta, señor vecino: vaya con Dios, que yo haré lo que me deja mandado, yo la llevaré y entretendré dos horas mas si fuere menester: que bien sé que no podrá dañar una hora mas de entretenimiento.

PLATERO.

Con usted me entierren, que sabe de todo; y á Dios, señora mia.

(Éntrase el platero.)

BRÍGIDA.

¿No haríamos con este cortesano Solórzano, que asi se debe de llamar sin duda, que trajese con el vizcaino para mí alguna ayuda de costa, aunque fuese de algun borgoñon mas borracho que un zaque?

CRISTINA.

Por decírselo no quedará; pero vésle, aquí vuelve: priesa trae, diligente anda, sus diez escudos le aguijan y espolean.

Entra Solórzano.

SOLÓRZANO.

Pues señora doña Cristina, ¿ha hecho usted sus diligencias? ¿Está acreditada la cadena?

CRISTINA.

¿Cómo es el nombre de usted, por su vida?

SOLÓRZANO.

Don Esteban de Solórzano me suelen llamar en mi casa; ¿pero por qué me lo pregunta usted?

CRISTINA.

Por acabar de echar el sello á su mucha verdad y cortesía. Entretenga usted un poco á la señora doña Brígida, en tanto que entro por los diez escudos.

(Éntrase Cristina.)

BRÍGIDA.

Señor don Solórzano, ¿no tendrá usted por ahí algun mondadientes para mí? que en verdad no soy para desechar, y que tengo yo tan buenas entradas y salidas en mi casa, como la señora doña Cristina: que á no temer que nos oyera alguna, le dijera yo al señor Solórzano mas de cuatro tachas suyas: que sepa que tiene los pechos como dos alforjas vacías y que no le huele muy bien el aliento, porque se afeita mucho; y con todo eso la buscan, solicitan y quieren: que estoy por arañarme esta cara, mas de rabia, que de envidia, porque no hay quien me dé la mano, entre tantos que me dan del pie: en fin, la ventura de las feas.

SOLÓRZANO.

No se desespere usted, que si yo vivo, otro gallo cantará en su gallinero.

Vuelve á entrar Cristina.

CRISTINA.

Hé aquí, señor don Esteban, los diez escudos, y la cena se aderezará esta noche como para un príncipe.

SOLÓRZANO.

Pues nuestro burro está á la puerta de la calle, quiero ir por él: usted me le acaricie aunque sea como quien toma una píldora.

(Váse Solórzano.)

BRÍGIDA.

Ya le dije, amiga, que trujese quien me regalase á mí, y dijo que sí haria, andando el tiempo.

CRISTINA.

Andando el tiempo en nosotras, no hay quien nos regale, amiga: los pocos años traen la mucha ganancia, y los muchos la mucha pérdida.

BRÍGIDA.

Tambien le dije como vas muy limpia, muy linda y muyagraciada, y que toda eras ámbar, almizcle y algalia entre algodones.

CRISTINA.

Ya yo sé, amiga, que tienes muy buenas ausencias.

BRÍGIDA.

Mirad quien tiene amartelados: que vale mas la suela de mi botin, que las arandelas de su cuello: otra vez vuelvo á decir, la ventura de las feas.

Entran Quiñones y Solórzano.

QUIÑONES.

Vizcaino manos bésame: usted que mándeme.

SOLÓRZANO.

Dice el señor vizcaino, que besa las manos de usted, y que le mande.

BRÍGIDA.

¡Ay, qué linda lengua! Yo no la entiendo á lo menos; pero paréceme muy linda.

CRISTINA.

Yo beso las de mi señor vizcaino, y mas adelante.

QUIÑONES.

Pareces buena, hermosa: tambien noche esta cenamos: cadena quedas: duermas nunca: básta que dóila.

SOLÓRZANO.

Dice mi compañero que usted le parece buena, y hermosa: que se apareje la cena: que él da la cadena, aunque no duerma acá, que basta que una vez la haya dado.

BRÍGIDA.

¿Hay tal Alejandro en el mundo? Venturon, venturon, y cien mil veces venturon.

SOLÓRZANO.

Si hay algun poco de conserva, y algun traguito del devoto para el señor vizcaino, yo sé que nos valdrá por uno ciento.

CRISTINA.

Y cómo si lo hay; y yo entraré por ello, y se lo daré mejor que al Preste Juan de las Indias.

(Éntrase Cristina.)

QUIÑONES.

Dama que quedaste, tan buena como entraste.

BRÍGIDA.

¿Qué ha dicho, señor Solórzano?

SOLÓRZANO.

Que la dama que se queda, que es usted, es tan buena como la que se ha entrado.

BRÍGIDA.

Y como que está en lo cierto el señor vizcaino: á fe que en este parecer que no es nada burro.

QUIÑONES.

Burro el diablo: vizcaino ingenio quereis cuando tenerlo.

BRÍGIDA.

Ya le entiendo, que dice: que el diablo es el burro; y que los vizcainos cuando quieren tener ingenio le tienen.

SOLÓRZANO.

Asi es sin faltar un punto.

Vuelve á salir Cristina con un criado ó criada, que traen una caja de conserva, una garrafa con vino, su cuchillo y servilleta.

CRISTINA.

Bien puede comer el señor vizcaino, y sin asco: que todo cuanto hay en esta casa es la quinta esencia de la limpieza.

QUIÑONES.

Dulce conmigo, vino y agua llamas bueno: santo le muestras, esta le bebo y otra tambien.

BRÍGIDA.

¡Ay Dios! ¡y con qué donaire lo dice el buen señor, aunque no le entiendo!

SOLÓRZANO.

Dice que con lo dulce tambien bebe vino como agua; y que este vino es de San Martin, y que beberá otra vez.

CRISTINA.

Y aun otras ciento, su boca puede ser medida.

SOLÓRZANO.

No le den mas, que le hace mal, y ya se le va echando de ver: que le he dicho yo al señor Azcaray que no beba vino en ningun modo, y no aprovecha.

QUIÑONES.

Vamos, que vino que subes y bajas, lengua es grillos, y corma es pies: tarde vuelvo, señora, Dios que te guárdate.

SOLÓRZANO.

Miren lo que dice, y verán si tengo yo razon.

CRISTINA.

¿Qué es lo que ha dicho, señor Solórzano?

SOLÓRZANO.

Que el vino es grillo de su lengua, y corma de sus pies: que vendrá esta tarde, y que ustedes se queden con Dios.

BRÍGIDA.

¡Ay pecadora de mí, y como que se le turban los ojos y se trastraba la lengua! ¡Jesus, que ya va dando traspies! pues monta que ha bebido mucho: la mayor lástima es esta que he visto en mi vida: miren qué mocedad y qué borrachera.

SOLÓRZANO.

Ya venia él refrendado de casa. Usted, señora Cristina, haga aderezar la cena: que yo le quiero llevar á dormir el vino, y seremos temprano esta tarde.

(Éntranse el vizcaino y Solórzano.)

CRISTINA.

Todo estará como de molde: vayan ustedes en hora buena.

BRÍGIDA.

Amiga Cristina, muéstrame esa cadena, y déjame dar con ella dos filos[33]al deseo: ¡ay qué linda, qué nueva, qué reluciente, y qué barata! Digo Cristina, que sin saber cómo, ni cómo no, llueven los bienes sobre tí, y se te entra la ventura por las puertas, sin solicitalla: en efecto, eres venturosa sobre las venturosas; pero todo lo merecen tu desenfado, tu limpieza, y tu magnífico término: hechizos bastantes á rendir las mas descuidadas y esentas voluntades; y no como yo, que no soy para dar migas á un gato. Toma tu cadena, hermana, que estoy para reventar en lágrimas; y no de envidia que á tí te tenga, sino de lástima que me tengo á mí.

Vuelve á entrar Solórzano.

SOLÓRZANO.

La mayor desgracia nos ha sucedido del mundo.

BRÍGIDA.

¡Jesus, desgracia! ¿y qué es, señor Solórzano?

SOLÓRZANO.

Á la vuelta de esta calle, yendo á la casa, encontramos con un criado del padre de nuestro vizcaino, el cual trae cartas y nuevas de que su padre queda á punto de espirar, y le manda que al momento se parta, si quiere hallarle vivo. Trae dinero para la partida, que sin duda ha de ser luego: yo le he tomado diez escudos para usted, y vélos aquí, con los diez que usted me dió denantes; y vuélvaseme la cadena: que si el padre vive, el hijo volverá á darla, ó yo no seré don Esteban de Solórzano.

CRISTINA.

En verdad que á mí me pesa; y no por mi interés, sino por la desgracia del mancebo, que ya le habia tomado aficion.

BRÍGIDA.

Buenos son diez escudos, ganados tan holgando: tómalos amiga, y vuelve la cadena al señor Solórzano.

CRISTINA.

Véla aquí, y venga el dinero: que en verdad que pensaba gastar mas de treinta en la cena.

SOLÓRZANO.

Señora Cristina, al perro viejo nunca tus tus: estas tretas con los de las galleruzas[34], y con este hueso á otro perro.

CRISTINA.

¿Para qué son tantos refranes, señor Solórzano?

SOLÓRZANO.

Para que entienda usted que la codicia rompe el saco: ¿tan presto se desconfió de mi palabra, que quiso usted curarse en salud, y salir al lobo al camino, como la gansa de Cantipalos? Señora Cristina, señora Cristina, lo bien ganado se pierde, y lo malo ello, y su dueño. Venga mi cadena verdadera, y tómese usted su falsa: que no ha de haber conmigo trasformaciones de Ovidio en tan pequeño espacio. ¡Ó hi de puta, y qué bien que la amoldaron, y qué presto!

CRISTINA.

¿Qué dice usted, señor mio, que no lo entiendo?

SOLÓRZANO.

Digo que no es esta la cadena que yo dejé á usted, aunque le parece: que esta es de alquimia, y la otra es de oro de á veinte y dos quilates.

BRÍGIDA.

En mi ánima, que asi lo dijo el vecino, que es platero.

CRISTINA.

Aun el diablo seria eso.

SOLÓRZANO.

El diablo ó la diabla: mi cadena venga y dejémonos de voces; y escúsense juramentos y maldiciones.

CRISTINA.

El diablo me lleve, lo cual querria que no me llevase, sino es esa la cadena que usted me dejó, y que no he tenido otra en mis manos: justicia de Dios, si tal testimonio se me levantase.

SOLÓRZANO.

Que no hay para qué dar gritos; y mas estando ahí el señor corregidor, que guarda su derecho á cada uno.

CRISTINA.

Si á las manos del corregidor llega este negocio, yo me doy por condenada: que tiene de mí tan mal concepto, que ha de tener mi verdad por mentira, y mi virtud por vicio. Señor mio, si yo he tenido otra cadena en mis manos, sino aquesta, de cáncer las vea yo comidas.

Entra un alguacil.

ALGUACIL.

¿Qué voces son estas, qué gritos, qué lágrimas y qué maldiciones?

SOLÓRZANO.

Usted, señor alguacil, ha venido aquí como de molde: á esta señora del rumbo sevillano le empeñé una cadena, habrá una hora, en diez ducados, para cierto efecto: vuelvo agora á desempeñarla, y en lugar de una que le dí, que pesaba ciento y cincuenta ducados de oro de veinte y dos quilates, me vuelve esta de alquimia, que no vale dos ducados; y quiere poner mi justicia á la venta de la zarza,á voces y á gritos, sabiendo que será testigo de esta verdad esta misma señora, ante quien ha pasado todo.

BRÍGIDA.

Y cómo si ha pasado, y aun repasado; y en Dios y en mi ánima, que estoy por decir que este señor tiene razon; aunque no puedo imaginar dónde se puede haber hecho el trueco, porque la cadena no ha salido de aquesta sala.

SOLÓRZANO.

La merced que el señor alguacil me ha de hacer, es llevar á la señora al corregidor, que allá nos averiguaremos.

CRISTINA.

Otra vez torno á decir, que si ante el corregidor me lleva, me doy por condenada.

BRÍGIDA.

Sí, porque no está bien con sus huesos.

CRISTINA.

De esta vez me ahorco, de esta vez me desespero, de esta vez me chupan brujas.

SOLÓRZANO.

Ahora bien, yo quiero hacer una cosa por usted, señora Cristina, siquiera porque no la chupen brujas, ó por lo menos se ahorque: esta cadena se parece mucho á la fina del vizcaino: él es mentecato y algo borrachuelo: yo se la quiero llevar, y darle á entender que es la suya; y usted contente aquí al señor alguacil, y gaste la cena de esta noche; y sosiegue su espíritu, pues la pérdida no es mucha.

CRISTINA.

Págueselo á usted todo el cielo: al señor alguacil daré media docena de escudos; y en la cena gastaré uno, y quedaré por esclava perpétua del señor Solórzano.

BRÍGIDA.

Y yo me haré rajas bailando en la fiesta.

ALGUACIL.

Usted ha hecho como liberal y buen caballero, cuyo oficio ha de servir á las mujeres.

SOLÓRZANO.

Vengan los diez escudos que dí demasiados.

CRISTINA.

Hélos aquí: y mas los seis para el señor alguacil.

Entran dos Músicos y Quiñones el vizcaino.

MÚSICOS.

Todo lo hemos oido y acá estamos.

QUIÑONES.

Ahora sí que puedo decir á mi señora Cristina: mamóla una y cien mil veces.

BRÍGIDA.

¿Han visto qué claro que habla el vizcaino?

QUIÑONES.

Nunca hablo yo turbio, sino es cuando quiero.

CRISTINA.

Que me maten si no me la han dado á tragar estos bellacos.

QUIÑONES.

Señores músicos, el romance que les dí y que saben, ¿para qué se hizo?

MÚSICOS.

La mujer mas avisada,Ó sabe poco ó no nada.La mujer que mas presumeDe cortar como navajaLos vocablos repulgados,Entre las godeñas pláticas:La que sabe de memoriaÁ Lofraso y á Diana,Y al caballero de Febo,Con Olivante de Laura:La que seis veces al mesAl gran Don Quijote pasa,Aunque mas sepa de aquesto,Ó sabe poco ó no nada.La que se fia en su ingenio,Lleno de fingidas trazas,Fundadas en interésY en voluntades tiranas:La que no sabe guardarse,Cual dicen, del agua mansa,Y se arroja á las corrientes,Que ligeramente pasan:La que piensa que ella solaEs el colmo de la nata,En esto del trato alegre,Ó sabe poco ó no nada.

La mujer mas avisada,

Ó sabe poco ó no nada.

La mujer que mas presume

De cortar como navaja

Los vocablos repulgados,

Entre las godeñas pláticas:

La que sabe de memoria

Á Lofraso y á Diana,

Y al caballero de Febo,

Con Olivante de Laura:

La que seis veces al mes

Al gran Don Quijote pasa,

Aunque mas sepa de aquesto,

Ó sabe poco ó no nada.

La que se fia en su ingenio,

Lleno de fingidas trazas,

Fundadas en interés

Y en voluntades tiranas:

La que no sabe guardarse,

Cual dicen, del agua mansa,

Y se arroja á las corrientes,

Que ligeramente pasan:

La que piensa que ella sola

Es el colmo de la nata,

En esto del trato alegre,

Ó sabe poco ó no nada.

CRISTINA.

Ahora bien, yo quedo burlada, y con todo esto convido á ustedes para esta noche.

QUIÑONES.

Aceptamos el convite; y todo saldrá en la colada.

FIN DE ESTE ENTREMES.


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