EL BRAZALETE DE ESMERALDAS.
I.
I.
I.
Siete años hace que pasó en Madrid, casi ignorado de todos, el terrible drama que voy á referir.
La Condesa de M., viuda y riquÃsima, vivia á los 32 años con su hijo Gonzalo, que iba á cumplir 16.
Madre é hijo se adoraban; pero la Condesa era aún jóven y necesitaba otro amor que llenase su corazon.
Se habia casado á los 15 años con un anciano de cabellos de plata y corazon de oro, que la habia hecho muy feliz enseñándola á vivir segun su conciencia, despreciando las murmuraciones del mundo.
Ademas, la Condesa era italiana, y la libertad de costumbres en que se habia criado hacÃa su carácter más independiente, su ternura más expansiva y sus sentimientos ménos reprimidos de lo que generalmente se ve en las mujeres del gran mundo.
En Italia se habia casado: en seguida vino á España, patria de su esposo, y un año despues dió á luz á Gonzalo.
El Conde creyó volverse loco de alegrÃa: viudo dos veces cuando casó con Elena, habia renunciado á la ternura paterna y recibió á su hijo como una flor enviada por Dios para perfumar su ancianidad.
La condesa Elena era casi una niña; el amor materno llenó enteramente su corazon, y durante diez años nada echó de ménos sobre la tierra, pasando su vida en acariciar á su hijo, y en prevenir todos los deseos de su anciano esposo.
Éste empezó á decaer visiblemente; una enfermedad de consuncion, de esas á las cuales la medicina no halla causa, se apoderó de él; feliz y sonriendo veia demacrarse su cuerpo y caer sus cabellos blancos, y léjos de amargarse su bondadoso carácter con la idea de su próximo fin, solia decir que Dios, cansado de verlo ya en el mundo, lo llamaba á sÃ, sin pena y sin dolor.
II.
II.
II.
Un dia salió el Conde en carruaje y rehusó absolutamente que le acompañase Elena; pero exigió que fuese con él su hijo, que á la sazon contaba cerca de 11 años.
El anciano dió á su cochero las señas de uno de los mejores joyeros de Madrid, y se apeó trabajosamente á la puerta de su almacen.
Pidió que le sacasen las pedrerÃas de más valor que hubiese, y extendieron ante sus ojos un tesoro.
Las miradas del anciano se fijaron desde luégo en un soberbio brazalete de esmeraldas montadas en oro: la pureza, igualdad y tamaño de las piedras, su engaste y su prodigioso número, le hacÃa la más rica joya de cuantas habia allÃ.
Formaba una ancha cinta de esmeraldas, cerrada con una estrella de las mismas piedras, en cuyo centro habia una mucho mayor que las demas.
El Conde hizo el ajuste y le compró.
Luégo volvió á subir al coche con su hijo, y se dirigió á su casa.
--Elena, dijo á su esposa, dentro de pocos dias ya no existiré yo; toma este brazalete, última dádiva que te hago y la única que te quedará, pues hace largo tiempo que no te regalo nada, con el fin de que cuanto te he dado quede consumido ántes de mi muerte. Elena, no te prohibo que busques tu dicha en una nueva union; lo que te ruego es que no consientas que las miradas de tu esposo profanen los dones que debiste á mi ternura; si algo me sobrevive, quémalo ó enciérralo en donde sola tú puedas verlo.
En cuanto á este brazalete, continuó el Conde, el dia que te unas á otro hombre entrégaselo á tu hijo, que lo guardará en memoria mia.
La Condesa no respondió más que con lágrimas; pero Gonzalo echó sobre el brazalete una mirada ardiente y sombrÃa.
Dos dias despues murió el Conde, como habia predicho.
III.
III.
III.
Elena se retiró á Sevilla y pasó, en una casa de campo que poseia allà los dos primeros años de su viudez, únicamente ocupada de su hijo; la soledad hizo de aquellos dos hermosos seres uno solo, pues sus almas se confundian en una tierna y deliciosa simpatÃa.
La Condesa volvió al fin á Madrid, y pronto se vió asediada por una córte tan numerosa como brillante.
Desde entónces Gonzalo apareció dominado por una tristeza amarga y sombrÃa; rehusaba acompañar á su madre á toda reunion y pasaba los dias enteros sentado ante un retrato de su anciano padre.
Llegó por fin la hora del amor para la Condesa; el jóven Marqués de B. conquistó su corazon, que áun permanecia cerrado á las pasiones, y Elena se abandonó á la que supo inspirarle el Marqués, con toda la delicia de la que le siente por la vez primera.
¡Pobre Gonzalo! ¿Qué era entre tanto de él? ¡Ay, ya no pasaba sólo los dias sentado ante el retrato de su padre; pasaba tambien las noches, y á la luz vacilante de su lámpara le parecia ver animarse aquellas facciones venerables y entreabrirse aquellos labios que tantas veces le habian cubierto de besos!
Elena, ocupada toda en su amor, nada sabÃa de esto: en una ocasion estuvo ocho dias sin ver á su hijo ni preguntar por él.
Por fin, la noche del octavo se le ocurrió que podria estar enfermo, y voló á su cuarto.
¡HabÃase quedado dormido de rodillas ante el retrato del Conde, y Elena se estremeció al ver el estado de demacracion espantosa de su pobre hijo!
IV.
IV.
IV.
Tres dias despues le participó con blandura que iba á unirse á otro hombre, asegurándole que jamas le faltaria su ternura.
--Espero, mamá, que me darás tu brazalete de esmeraldas, fué la única respuesta de Gonzalo.
--El dia de mi casamiento, hijo mio, contestó Elena.
--No, no, ha de ser ahora, mamá; desde el momento en que sé que vas á tener otro esposo, debe estar en mi poder.
Elena, asustada al ver la lúgubre expresion de las facciones de su hijo, desabrochó el brazalete de su brazo y se lo dió.
El niño le tomó, dejó caer en él una lágrima y le guardó en su seno.
Llegó por fin el dia de la ceremonia, á la cual no asistió Gonzalo; al llegar á casa de vuelta de la iglesia Elena fué á buscarle á su cuarto; la puerta estaba entornada, llamó, y no contestándole entró presurosa.
Gonzalo no estaba allÃ: entró en la alcoba y quedó petrificada de horror al verle tendido en su lecho, inmóvil y descolorido.
La desgraciada madre se arrojó sobre él, tocó su corazon y estaba helado; fué á tomar una de sus manos, y entónces ¡vió que tenÃa asido el fatal brazalete de esmeraldas!... Pero ¡cosa extraña! faltaban á la alhaja todas sus piedras, que habian sido desmontadas.
Elena, siempre silenciosa, revolvió por la alcoba sus secos y extraviados ojos; entónces vió sobre la mesa de noche un papel, que tomó y devoró con ánsia.
Decia asÃ:
--«Madre mia: Hoy me he tragado una á una las piedras que componian el brazalete de esmeraldas que te dió mi padre; no queria ver á otro hombre ocupando el lugar del que me llamó su hijo, robándome toda tu ternura.
«No queria tampoco que volvieras á ver esta alhaja, que hubiera sido para tà un remordimiento perpétuo, ni he podido dejarla abandonada, porque es para mà una reliquia... He guardado para el instante que dés el fatal sà la esmeralda mayor, y ella me ahogará, librándome de la odiosa carga de la vida.
«¡Adios, madre mia! ¡Sé feliz y perdona á tu hijo!--Gonzalo.»
¡La desgraciada madre salió demente de aquel cuarto, y un mes despues se la halló cadáver sobre la tumba de su hijo!