Corría, corría, ciego de miedo. Tras él resonaban los pasos de su perseguidor, cada vez más firmes y cercanos. El camino hacíase interminable; los muros, más elevados, acercábanse hasta casi imposibilitar el paso, y el barro, espesándose por momentos, no le dejaba correr. Sudoroso, jadeante, agonizando de horror, el fugitivo sentía flaquear sus piernas; tropezó con una piedra, y cayó de rodillas en el fango. Alzose trabajosamente y recomenzó su carrera de pesadilla. Los perros aullaban en macabro concierto; tras una nube asomó la luna.
¡No podía más! Ahora oía distintamente los pasos del incógnito que le daba caza y casi sentía su respiración. ¡Allí estaba! Su mano se tendía hacia él; el frío de la hoja de un cuchillo le desgarraba las espaldas...
Tropezó y rodó por el suelo. Intentó levantarse y un golpe seco le hizo caer por tierra nuevamente. Trató de luchar, de defenderse aún; pero una lluvia de palos descargando sobre su cabeza le hizo rodar por tierra con el cráneo partido y la cara bañada en sangre.
El asesinato de Narciso Alvear, del gran escritor, del poeta insigne, justamente al día siguiente del triunfo, alzó enorme polvoreda. Los periódicos hicieron de ello un crimen sensacional, lleno de folletinesco misterio. ¿Cómo el cadáver del dramaturgo había ido a parar allí desde el hotel en que, amigos y admiradores, le habían dejado? ¿Qué robo, qué venganza personal, había sido el móvil del crimen? Y se habló de novelas extrañas, de represalias femeniles, de misteriosos artes de hipnotismo, de... ¡qué sé yo cuántas cosas!
Sólo la verdad no se dijo. ¿Para qué empañar la fama de aquel hombre que a nadie estorbaría ya, y cuya memoria a muchos podría servir? La muerte es el Jordán en que los grandes hombres dejan vicios, debilidades y cobardías, para entrar limpios de mácula en la inmortalidad.
Poco a poco el crimen, como tantas otras cosas, cayó en el olvido. Sólo los jueces siguieron buscando. Aquella Petra de la carta era una pista. Había que buscar los cómplices. Si ella podía desaparecer entre la infinidad de mujeres que pululan en los suburbios, ellos, los asesinos, habían de ser forzosamente pájaros de cuenta en el hampa madrileña. ¡Los cómplices!
Y buscaron inútilmente, porque de aquel crimen, como de tantos otros crímenes impunes, los cómplices habían sido la lujuria y la noche.
En la glacial serenidad de la atmósfera, resonó un alarido de dolor; luego, otro alarido más angustioso, más violento, hendió los aires, y luego otro y otro. El látigo fino, nervioso, vibrante, silbó para caer sobre las desnudas espaldas del marinero; tornó a serpentear, para tornar a caer, y luego recomenzar aún una vez más.
Era la víctima un mocetón fornido, cuadrado, de enormes espaldas y ancho cuello. Desnudo de medio cuerpo para arriba, sus carnes se amorataban con el frió espantoso del crepúsculo ártico, y el látigo, al caer, dejaba hondos surcos azules. Tenía las manos atadas a un palo del buque, y la cabeza, pequeña y bien hecha, doblada sobre el pecho. Su rostro estaba cubierto de mortal palidez; los dientes, blancos y fuertes, clavábanse en los labios, tratando de contener los gritos de dolor, y en sus ojos, claros y azules, de niño grande, había una angustia infinita.
Vanda Orloff, tendida en el seudolecho de almohadones y pieles, contemplaba impasible el martirio de su víctima. Era una mujercita menuda y frágil, toda nervios. Tenía pupilas grises, vagas, borrosas, con extraños reflejos verdes; el pelo rubio muy claro; la nariz recta; el mentón enérgico, voluntarioso, y la boca, de labios muy pálidos y delgados, cruel. Un gorro de chinchilla cubría su cabeza casi por completo, y amplia pelliza de la misma piel envolvíala toda. A cada golpe del látigo, que repercutía en un aullido desgarrador, angustioso, del mártir, sus ojos fulguraban, en sus labios vagaba una sonrisa de sádica voluptuosidad, y su mano, fina y menuda, crispábase sobre la noble cabeza de Azor, el danés favorito. A su lado, Georgette Lebrune, la lectora, esperaba, el libro caído en el regazo, la orden para proseguir la lectura deLa Agonía, de Lombard, aquel libro lleno de magnífica crueldad con que recreábase el espíritu cansado de la millonaria. En el rostro vulgar de la asalariada reflejábase también crueldad, pero una crueldad innoble, vulgar, lejana de la refinada crueldad de la Orloff.
La princesa Vanda Orloff era rusa. Si en vez de en estos tiempos de prosa hubiese vivido en los siglos remotos, fuera seguramente una de aquellas princesas legendarias que asombraron al mundo con la magnificencia de sus crímenes. Tal vez con la tiara de oro y pedrería aprisionando la cabellera pálida, y los senos desnudos bajo los collares de perlas, de ópalos, de topacios, de peridotos, de turquesas y esmeraldas, hubiese pedido la cabeza del Bautista para beber en sus labios el veneno de la voluptuosidad y de la muerte, o tendida en la tienda de púrpura y oro, cubierta de extraños tejidos de seda, de vagorosos velos y de cabalísticas joyas, como Soemias, hubiérase estremecido al cálido contacto de la sangre de las víctimas. Pero vivía en días de prosa y había de contentarse con su efímero imperio de millonaria caprichosa y cruel.
Ya de niña, su mayor placer era martirizar a los pájaros, a los perros, a todas las bestezuelas familiares; luego, adolescente, asistía, estremecida de voluptuosidad, a los castigos que su padre, borracho, despótico, violento, acometido de feroces ataques de ira blanca, hacía infringir a los siervos por la menor falta; mujer al fin, sintiose presa de una lascivia taciturna y cruel, que la poseyó como un maleficio diabólico. Obligada, por no sé qué sombrías historias, a abandonar Rusia, aquel maravillosoyachtfue el misterioso alcázar de Is, en que la hija del Rey vivía aprisionada por el demonio de la lujuria. Como fantasmagórico barco de maldición, el flotante palacio, en una pesadilla de sangre, de lascivia y de muerte, vagaba por los mares polares, o mecíase sobre las azules ondas de las aguas del trópico, entre atroces aullidos de dolor que se perdían en la inmensidad de la noche, sangrientas voluptuosidades y horas de tedio anonadante.
Unos cuantos mujiks bestiales, serviles por naturaleza y por hábito, rodeaban a la dama, siendo sus defensores y sus sayones, y el resto de la tripulación componíanlo marineros rusos, españoles, italianos u holandeses, unos pobres muchachos ignorantes y aventureros, que asistían, mudos de estupor, a los dramas de que eran protagonistas, incapaces de otra protesta que la de su resistencia física, vencida por el número, y la de la huida en la primera ocasión que se ofrecía. Cuando uno de ellos, más avisado, sabedor de que en el mundo había jueces y tribunales de justicia y de que, desaparecido para siempre el viejo despotismo feudal, la sociedad defendía a los débiles contra los caprichos de los poderosos, llenábanle las manos de oro, con oro sanaban sus heridas, y luego, como a un testigo peligroso, abandonábanle en la primera ocasión que se ofrecía.
La tarde tenía una yerta serenidad de maravilla. El mar era azul, muy claro; en el cielo, casi blanco, el sol, un sol pálido y amarillento, se apagaba lentamente. Al horizonte, grandes montañas de hielo se perfilaban extrañas en las postreras reverberaciones solares, con la apariencia de quimérico alcázar de diamante.
ElAfrodita, sereno, majestuoso, navegaba sobre las quietas aguas del mar del Norte. En la proa, Venus victoriosa surgía de las espumas, y su gracia frágil, alada, pedía el mar de peridotos, y la lluvia de flores de una evocación boticellesca. Elyachtera todo blanco, un soberbio navío creado por la moderna industria para recreo de soberanos y plutócratas. En la proa, una a modo de tienda de campaña, formada por tapices de Smirna, chinescos bordados y estofas indias, defendía del aire helado el diván donde Vanda reposaba, menuda, vibrante, perversa y cruel como una bestezuela sanguinaria y lasciva.
Proseguía el suplicio. El látigo sutil, insaciable, pintaba un enrejado azul sobre las espaldas del desdichado; los músculos, crispados de dolor, se anudaban, formando gruesos bultos bajo la piel macerada. Los gritos resonaban, unas veces violentos, estridentes, desesperados; otras, tenues, apagados, temblorosos como gemidos de agonía. Al fin, saltó la sangre; por las espaldas rodaron gruesas gotas rojas. La víctima, no pudiendo resistir más, desplomose al suelo, y allí quedó retorcido, los brazos en alto sujetos al palo, la cabeza caída hacia atrás, los ojos cerrados y entreabiertos los labios.
Vanda sonreía.
Despertó sobresaltada. Su primer pensamiento fue el de un motín, una súbita rebeldía conque la tripulación sacudía su yugo, y su primer gesto fue echar mano del minúsculo revólver que dejaba siempre a la cabecera del lecho. Pero la presencia de Georgette y de susmujikshízole comprender su error, y aturdida aún por el sueño interrogó:
—¿Qué pasa?
—¡Que nos hundimos!
Saltó del lecho y, rápidamente, sin hacer caso de sus siervos—¿no ha sido Cleopatra la que dijo que un esclavo no es un hombre?—, comenzó a vestirse.
No había concluido aún, cuando bajó un marinero, mandado por el capitán. Había que darse prisa; el barco hundíase rápidamente, y antes de media hora se iría a pique. De vez en cuando escuchábanse sordos ruidos, y en el silencio sonaba siniestro el gluglu del agua al invadir las bodegas.
Envuelta en amplia bata, por los hombros una gran capa de pieles, Vanda subió a cubierta. La noche era serena, glacial. En la frialdad azul del cielo rutilaban las constelaciones árticas y la luna brillaba blanca y yerta. Al horizonte, las montañas de hielo, heridas por la claridad lunar, subrayaban fantástica apariencia de aladinesco alcázar. Arriba, sobre cubierta, todo en confusión; el capitán daba sin cesar órdenes, y los marineros, aturdidos, corrían de un lado a otro. Misteriosas sacudidas agitaban el barco con estremecimientos rápidos, secos, violentos, y crugidos agoreros sonaban con extrañas y escalofriantes intermitencias de silencio. Las hélices enmudecieron, y el barco, inmóvil, cabeceaba de tarde en tarde.
La rusa encarose con el capitán, que salía a su encuentro. Con voz dura, metálica, en que vibraba concentrada ira, interrogó:
—¿Qué sucede?
—Que hemos chocado contra un banco de hielo y nos hundimos.
Ella aseguró, con ese impulso dominador de los que no están hechos a encontrar obstáculos:
—¡No puede ser! Tiene que salvarnos.
Con serenidad afirmó el marino:
—Es imposible. He hecho cuanto había que hacer, y todo ha sido inútil.
—¡Tiene usted que salvarnos, tiene usted que salvarnos!—repitió Vanda tercamente.
El se encogió de hombros, y sonrió entre compasivo e irónico.
Irritada, enloquecida por aquella fuerza mayor que su voluntad, apostrofole:
—¡Usted tiene la culpa! ¡Todo esto es un complot, una traición para perderme!
Tornó él a sonreír. Más enfurecida amenazó:
—¡Cuando lleguemos a tierra, sabré castigar las traiciones...
—Dudo que llegue nadie—interrumpió su interlocutor—. Yo por lo menos no llegaré.
Como para subrayar la trágica verdad de sus palabras, las luces del barco apagáronse súbitamente.
—El agua ha entrado en las máquinas—afirmó sin perder su serenidad—. Dentro de diez minutos, nos iremos a fondo. Si quiere salvarse, es preciso que se embarque enseguida en un bote.
Vanda bajó la cabeza, vencida, y encaminose a la escalerilla. Cuatro marineros, empuñados los remos, esperaban ya en una barca. La Orloff descendió seguida de Georgette. Azor saltó tras ella.
Los remos hendieron el agua, y el barco comenzó a alejarse. El agua estaba quieta, tranquila; veíanse flotar en la argentada superficie grandes pedazos de hielo, semejantes a cristalinos sillares que espantable tormenta hubiese arrancado a los palacios de la sumergida ciudad de Is. Una calma impasible pesaba sobre el mundo; una calma de muerte, impregnada de trágica desolación; y así, bajo la luz blanca de la luna, había en la noche un horror de planeta muerto, una sensación abrumadora de cesación, de acabamiento. De improviso, viose a lo lejos la fantasmagórica silueta delyachtque se alzaba un instante, y luego, rápido, hundíase en el mar. Formose un remolino horrendo, las aguas rugieron con hervor de catarata, la barca corrió hacia el sombrío abismo abierto para tragar al buque. Vanda, caída en el suelo, sintió una sacudida espantosa; luego, violentos cabeceos; oyó un grito de angustia suprema, y al fin, nada. El Afrodita había desaparecido, y el bote flotaba quieto sobre el mar de hielo. En la catástrofe habíanse perdido los remos, los víveres y el timón. En sus sitios, los cuatro marineros yacían aturdidos por el golpe. Georgette Lebrun había desaparecido tragada por las aguas. Azor nadaba junto al barco.
Amanecía. Por tercera vez, en el cielo blanquecino elevábase el sol, un sol anaranjado, frío, sin rayos ni reverberaciones, que parecía próximo a apagarse de un momento a otro. El barco, perdidos remos y timón, permanecía quieto, con la rara apariencia de una nave de juguete sobre la luna de un espejo. Las aguas yacían inmóviles, grisosas; grandes masas de hielo flotaban a flor de agua; entre ellas veíanse sobrenadar trozos de maderamen del sumergido buque, y al horizonte alzábase, roto en prodigiosas estalactitas, como gótica catedral de embrujamiento, el murallón de hielos. Tirados en el suelo, envueltos en trozos de manta y en sus recios capotones, dormían tres marineros; en la proa uno solo, sentado, los codos en las rodillas y el rostro en la palma de las manos, contemplaba desesperadamente la solitaria lejanía. Era el mismo mocetón que Vanda hiciera azotar días antes; pero ahora en su rostro juvenil, demacrado por el hambre, la boca se crispaba en una mueca de ansiedad y de deseo, mientras los ojos de niño grande, redondos, dilatados de horror, tenían una mirada cruel de carnívoro, de hiena desenterradora de cadáveres. Aquellas pupilas, antes tan claras y luminosas, parecían arder en un fuego malsano de vesania, mientras la boca se estiraba voraz, insaciable.
La rusa, que, sentada en la proa, dormitaba extenuada por el largo ayuno, tiritando bajo sus pieles, abrió lentamente los ojos, y sus miradas mortecinas tropezaron con las pupilas fosforescentes del hombre. Sintió miedo, el oscuro presentimiento de no sé qué nuevo y horrendo peligro, y rápidamente abatió los párpados fingiendo dormir. Su rostro estaba muy pálido, como traslúcido, con tonos amarillentos de marfil antiguo; sus labios de coral, descoloridos, se fruncían amargos, y dos círculos cárdenos cercaban sus ojos, que se apagaban en la atroz maceración de sus mejillas.
Mientras, un fuego maldito ardía en las entrañas del marinero; el hambre de pan y la sed atroz, rabiosa, exasperada por algunos sorbos de agua salada que en su ansiedad había bebido, transformábanse en un hambre de amor furiosa, vesánica, en una lujuria ardiente, monstruosa, una lujuria macabra de bestia agonizante en un largo suplicio de ardores.
Cautelosamente deslizose hacia la hembra, con gestos perezosos, sordos y lánguidamente elásticos de fiera próxima a caer sobre su presa.
Vanda sintió una respiración quemante, que le abrasaba el rostro en un aliento seco, febril, con emanaciones violentas de animal feroz. Dio un grito e intentó incorporarse; pero era ya tarde. El marinero, caído sobre ella, forcejeaba por poseerla. La víctima defendíase furiosamente en un esfuerzo supremo de ira, con los dientes y con las uñas, mientras él, enloquecido, indiferente para el dolor, luchaba por adueñarse de su presa. En la yerta paz de la mañana, el grupo bárbaro y trágico, debatíase con violentas sacudidas, que hacían oscilar la barca como si fuese a volcar. Azor, a los pies de su ama, gruñía amenazador y enseñaba los dientes. Al fin, Vanda, sintiéndose desfallecer, pidió auxilio:
—¡Aquí, Azor!
El perro, de un salto, cayó sobre el forzador. Entonces sucedió algo horrible, inhumano; hombre y bestia formaron confusa masa; agitábanse en tremendas palpitaciones de dolor; los dientes fuertes y blancos del animal, hicieron presa en una mano de su enemigo, que lanzó un alarido de dolor, pero no renunció a la batalla, sino que, por el contrario, enardecido, batallaba por estrangular al perro.
Los otros tres marineros se habían despertado, y estúpidos, embrutecidos, contemplaban, con los ojos agrandados de estupor, la salvaje refriega. La heroína, perdidas las fuerzas, medio desnuda, permanecía rota, tronchada, incapaz de moverse. Y hombre y perro forcejeaban caídos en el suelo, mientras el barquichuelo, en los furiosos vaivenes, se inclinaba hasta tocar con sus bordes el agua que se deslizaba en él helada y cortante. Al fin consiguió el hombre sacar un cuchillo y de un tajo abrir el vientre al perro, que cayó pesadamente al mar. Entonces, echose sobre la mujer, y ensangrentado, jadeante, chorreando agua, la poseyó.
Borrachos de aguardiente, presas de un ataque de delirio, chillaban, aullaban, cantaban y trataban de danzar unos danzones absurdos que hacían tambalearse la barca como si fuera a hundirse. Eran como fantasmas trágicos, como esos monstruosos fantasmas que contemplamos en las láminas de los libros que anuncian el fin del mundo por la locura universal. En las caras lívidas, consumidas, llenas de oquedades, las bocas se deformaban en muecas de agonía, en muecas de una ansiedad plena de angustia, mientras las pupilas, dilatadas de espanto, tenían una fijeza de obsesión. Al través de los trajes desgarrados, aparecían los cuerpos esqueléticos, las carnes amoratadas por el frío...
Ni un soplo de aire, ni un barco en lejanía, ni una ola, nada. Una paz suprema, una paz de mundo muerto, una paz de cataclismo que dormía en las aguas quietas, en el cielo blanco, en el sol que se extinguía y en el muro infranqueable de hielos.
¡Cinco días más! ¡Cinco días de frío, de hambre, de soledad y de calma, sobre todo de calma, de aquella calma yerta, abrumadora, lapidaria, calma de panteón, de cementerio, denada, peor que todas las borrascas!
Vanda, acurrucada en un rincón, sentíase morir. La habían robado sus pieles, sus mantas, sus abrigos, y, aterida, agonizaba de frío, de hambre y sed. Desde la mañana de su derrota, había perdido todo prestigio, aquella superioridad que le daba fuerzas para imponerse y vencer, y convirtiose en una bestezuela humilde y castigada, en que saciaban todos sus apetitos, sus crueldades, su brutalidad, la ferocidad inconsciente que dormía en sus almas primitivas, todas aquellas cosas exacerbadas hasta el paroxismo por el hambre.
Como una cohorte de endemoniados chillaban y brincaban con gestos violentos, inacordes, rotos, bruscos; sus voces roncas se apagaban o se agudizaban extrañamente. John, el más joven, cayó al suelo y siguió retorciéndose. Sus gestos siguieron siendo los mismos, pero haciéndose más violentos; sus risas trocáronse en aullidos, y palpitante de dolor comenzó a llorar, apretándose el estómago con las manos. Nino, el italiano, el más viejo de los cuatro, un esqueleto apergaminado, con dos fuegos fatuos por pupilas, propuso:
—¡La ley del mar!
Todos asintieron, resignados de antemano con su suerte:
—¡La ley del mar!
De improviso, una voz opaca propuso:
—¡Ella primero!
—¡Es la más blanca!
—¡Será la más tierna!
—¡La más sabrosa!
—¡Ella tiene la culpa de todo!
El coro de voces alzábase amenazador en el silencio de la naturaleza, como la fatídica condenación de la asamblea de una tribu primitiva.
Avanzaron hacia ella. Loca de terror, Vanda les vio llegar. Un grito supremo se escapó de su pecho, y desmayose, mientras el cuchillo se alzaba sobre su cuello y unos dientes impacientes se clavaban en su brazo.
O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,Dieu trahi par le sort et privé des louanges,Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!Ô Prince de l'exil, a qui l'on a fait tort,Et qui, vaincu, toujours te redresses plus fort,Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!Toi qui sais tout, grand roi des chosses souterraines,Guériseur familier des angoisses humaines,Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!Toi qui, même aux lépreux, aux parias maudits,Enseignes par l'amour le goût du Paradis,Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!Les Letanies de Satan,Charles Baudelaire
El Laberinto estaba ingeniosamente distribuido en numerosas salas y pasadizos tortuosos, con el fin de ocultar a todas las miradas el vergonzoso ser nacido de un deseo inmundo y que había de habitar allí.Ovidio
El Laberinto estaba ingeniosamente distribuido en numerosas salas y pasadizos tortuosos, con el fin de ocultar a todas las miradas el vergonzoso ser nacido de un deseo inmundo y que había de habitar allí.
Ovidio
Llegaron a la caída de la tarde, un día en los comienzos del mes de septiembre. El crepúsculo espléndido tenía en su magnificencia y en su lentitud la tristeza punzadora de ciertas agonías, esas inacabables agonías de muchachas pálidas y soñadoras a que la tisis presta la alegre neblina de las ilusiones color de rosa. En el ambiente tibio, perfumado de aromas campesinos, había una gran quietud. Envuelto en la claridad violeta del atardecer, el parque dormía callado y misterioso. Era un viejo jardín galante cortado a la moda del sigloXVIII. Tenía sus macizos de arrayanes, sus calles de rosales, su laberinto de bojes poblado de rotas estatuas de mármol, su fontana, su cascada y sus puntiagudos cipreses que destacaban las negras siluetas sobre la palidez dorada del cielo. Pero el tazón de mármol, presidido por alado Cúpido, estaba vacío ahora; las aguas del estanque hallábanse cubiertas de nenúfares, y sólo algunos tardíos capullos blancos florecían en un rosal. Al través de los árboles, divisábase la casa con su presuntuosa arquitectura Luis XV, sus conchas, hojarascas, lazos y delfines, llena de desconchaduras, de manchas de humedad y de goteras que trazaron negros surcos sobre el gris sucio de la fachada. Las persianas cerradas estaban rotas, despintadas, carecían de listones, y la puerta, adornada de clavos, permanecía hermética, con goznes y cerrojos oxidados por las injurias del tiempo, de la lluvia y del sol, en complicidad con el abandono.
Mientras José Ignacio forcejeaba por abrir la verja, Fuencisla, sentada sobre la pila de muebles y enseres que constituían su ajuar, contemplaba, por encima de los barrotes, un poco pasmada, entre sorprendida y satisfecha, la hermosura del parque, que se destacaba, como un oasis, en la hosca aridez de la llanura.
Vulgar, insignificante, resultaba Fuencisla el tipo perfecto de la muchacha pueblerina que pasa de niña a mujer, de mujer a madre, de madre a abuela, pare, cría, muere en perenne negación espiritual, sin pensar jamás, sin afrontar la vida, acostumbrada a obedecer al padre, al marido, al hijo, sin haber tenido sino una confusa noción de las cosas. Corta de estatura, apaisada, los senos flojos y el vientre hinchado bajo las frondosas sayas de percal y los refajos multicolores, tenía el pelo rubio, lacio, áspero; el cutis tosco, malsano el color, los labios resecos, resquebrajados, y los ojos grisosos, opacos, un poco embobados, siempre bajos en humildad temerosa. El ademán muy tímido, muy apocado, las manos perennemente cruzadas sobre la tripa, las pupilas abatidas al suelo y el andar de palmípedo, acababan de subrayar la vulgaridad casi animal del conjunto. Su habitual estupor redoblárase ahora ante la grata sorpresa. Las ocho leguas que había tenido que recorrer, la idea, abrumadora para su apocamiento, de alejarse del terruño nativo, la voz popular que marcaba con un estigma de brujería la posesión y, sobre todo, las palabras de laseñora, había llevado la turbación a su harto cuitado ánimo. Incapaz de ninguna rebeldía, no había chistado, limitándose a obedecer, a ojos cerrados, la voluntad de José Ignacio. Pero en el largo viaje, en los interminables paréntesis de silencio que su seca concisión castellana dejaba entre sobrios y espaciados períodos de conversación, el temor, un temor supersticioso, asaltábale y veía las futuras noches del caserón como algo pavoroso en que brujas y trasgos celebrarían ritos, danzas y conciliábulos, y el mismísimo diablo vendría, con su rabo y sus cuernos, a infestar la casa de olor a azufre.
Pero José Ignacio llegaba ahora a interrumpir sus divagaciones. Con tipo clásico de labriego castellano, enjuto, anguloso, la color cetrina, los ojos negros y negro y ondulado el pelo; el servicio militar y la permanencia en las ciudades (capitales provincianas de segundo orden), habíanle hecho perder algo del empaque rural, aunque dejándole intacta la alegría inocentona, una alegría meramente física que le llevaba a pueriles expansiones de contento, traducida en gritos, brincos y cabriolas, que contrastaban extrañamente con su mutismo de otras veces.
—¿Ves qué hermoso?
María Ignacia sonrió:
—¡Sí que es hermoso!
—¿Llevaba razón?—interrogó con sobriedad muy de la tierra de Castilla.
Limitose ella a volver a sonreír con su sonrisa franca de humilde contento.
No es que ella se hubiese metido a discutir con su marido la conveniencia del viaje; su respeto de mujer y esposa cristiana vedábale tal género de polémicas; pero en la vaguedad de un gesto, en la indecisión de sus escasas palabras y, sobre todo, en el silencio turbado con que respondía a las razones que él hallaba para aquel éxodo, leía José Ignacio la inquietud de su compañera.
Hacía ya días que la marquesa—la noble dama recluida desde la muerte de su hija, de aquella divina María de la Luz, apenas entrevista rara vez envuelta en un aura de elegancia y de perfumes, en su caserón con honores de palacio y de convento, en Segovia—, habíales llamado a su presencia. Era Fuencisla hija de antiguos servidores campesinos; madrina de su boda fuela señora, y contenta de su modestia y recato siguiola protegiendo después de su matrimonio. Pese a la proverbial bondad de la dama, no las tenían todas consigo cuando se encaminaron al palacio. Aquella aristócrata severa, perpetuamente enlutada, que no salía jamás como no fuese para hacer una breve visita aEl Laberinto, la finca trágica en que María de la Luz se agostó en plena juventud, les imponía. Endomingados, Fuencisla con su atavío de paleta, sus huecas sayas y su pañuelo de colorines; José Ignacio, más currutaco, a la moda de la ciudad; iba ella francamente cohibida con susto de pájaro bobo; él fingiendo, con chabacanería aprendida en la vida cuartelera, un aplomo que estaba muy lejos de sentir. La señoril magnificencia del palacio, sus enormes galerías, sus salas adornadas de tapices, cuadros sagrados y retratos de familia, acabaron de hacerles perder todo aplomo. Pero cuando su turbación llegó a los límites del atontamiento, fue cuando se vieron en presencia de laseñora. Aquella dama, pálida y triste, con su sola presencia imponía respeto. Más que vieja, envejecida por una secreta pena que había derrumbado de un hachazo el robusto tronco de su vida, permanecía hundida en su butaca, la nevada cabeza caída sobre el pecho, y las manos, largas y blancas, de una aristocrática elegancia insuperable, abandonadas sobre el regazo como dos prodigiosos juguetes de marfil. Tenía la palabra afectuosa, impregnada de un vago matiz de desencanto y amargura, el gesto reposado y la mirada dulce, pero con una bondad indiferente, impuesta, como si su espíritu estuviese muy lejos y no le importase nada de nada.
Habíales hablado llena de benevolencia afectuosa. Ella necesitaba un guardián para su fincaEl Laberinto, y había pensado en ellos. El cargo era cómodo, bien retribuido; la casa del guarda, buena, alegre; quizás necesitase alguna obra, pero ella haría lo que fuera menester; trabajo ninguno, puesto que no quería que se tocase ni a una flor, ni a un árbol, ni a una piedra, (y esto significaba condición especialísima) ni muchísimo menos a la casa. Aquello era terreno vedado; jamás bajo ningún pretexto pondrían los pies allí. Ellos tendrían las llaves, pero sólo para un caso de fuerza mayor, un incendio, un robo... Por lo demás, podían aprovechar los frutos del huerto, amén de, en el pequeño corral asignado al guarda, tener gallinas, cerdos, etc., etc.
José Ignacio, gorra en mano, escuchaba. Había ido recobrando el aplomo y, ante la perspectiva del paraíso de ociosidad y bienestar que se le abría, contenía a duras penas su júbilo. Fuencisla, azorada, escuchaba a su protectora con un sentimiento de honda gratitud, que su timidez le impedía exteriorizar.
La marquesa quedóseles mirando un instante, y luego interrogó:
—¿Qué les parece a ustedes?
La paleta balbuceó palabras incomprensibles de agradecimiento. El, más resuelto, aseguró:
—¿Qué quiere la señora que le digamos? ¡Que bendeciremos su nombre toda la vida!
La dama interrumpió sus efusiones. Antes de decidirse era preciso decirles toda la verdad, los inconvenientes lo mismo que las ventajas, su conciencia se lo exigía así. No es que creyese en semejantes historias; sin embargo, ya sabían ellos la fama de hechicería que pesaba sobreEl Laberinto. Cosas de la leyenda popular, así todo... Para ella fue cruel aquella finca, pero...
—La muerte de mi pobre hija, de mi pobre María de la Luz, ha sido la desgracia más grande de mi vida, y allí tuvo lugar. Verdad que allí o en otro lado hubiese muerto lo mismo, si esa era la voluntad de Dios. ¡Nunca, nunca sufrirá nadie lo que yo sufrí con la agonía de mi María de la Luz; pero, como Job, he repetido muchas veces: «Dios me lo dio, él me lo ha quitado; bendito sea su Santo Nombre». ¡Quién sabe si fue mejor para la salud de su alma que El se la llevase que no siguiera vegetando en este mundo de miseria y pobredumbre.—Hizo una pausa, durante la cual esforzose en dominar su emoción, y luego con voz serena prosiguió:—En fin, esto son penas mías, que sólo a mí atañen; lo demás, todas esas historias de fantasmas y apariciones me parecen paparruchas indignas de un buen cristiano...
Al verles silenciosos, al parecer perplejos, encarose con ella:
—Conque, Fuencisla, usted dirá?
La lugareña balbuceó:
—Yo, lo que la señora mande.
—¡No, no!—protestó con gran viveza la marquesa—. Yo no mando nada. Eso ustedes sabrán lo que les conviene.
Con su incapacidad volutiva, tuvo Fuencisla un ademán de renunciamiento:
—Yo, lo que quiera José Ignacio.
Apresurose él a aceptar. ¿No había de querer? ¡Ya lo creo que quería! Todo aquello de duendes y embrujamientos era como los fantasmas de la sábana que paseaban de noche por las calles del pueblo; pamplinas para asustar niños y viejas. ¡Fantasmitas! ¡Ja! ¡Ja! El hombre que tiene buenos puños y la conciencia tranquila no tiene que temer más que a Dios.
Y así quedó cerrado el trato.
Ahora, después de meter el carro dentro del jardín, trataba José Ignacio de abrir la puerta del pabellón que les estaba asignado. Al fin, tras no pocos esfuerzos, consiguieron franquear el paso y penetraron los dos. La primera impresión fue de tristeza: una atmósfera de humedad, de moho, de casa de larga fecha abandonada, salioles al encuentro. La primera estancia del pabellón era una rotonda minúscula, imitación de esos vestíbulos de mármol que se ven en algunos pabellones de caza y lugares de descanso de los parques reales. Columnas de estuco imitando mármol rodeaban el cuarto, rotas, descascarilladas, maltrechas; grandes hornacinas en que faltaban las estatuas hendían las paredes resquebrajadas, manchadas de musgo; unos lienzos despintados pendían en jirones del techo, mientras que las arañas tejían entre ellos sus colgantes puentes de seda. Pasaron al segundo cuarto, una habitación pequeña, baja de techo, con muros encalados y una gran ventana de cuarterones que cerraba mal. También la humedad y el abandono habían hecho estragos en ella; pero así todo, era más habitable. Junto a esta salita había una alcoba muy pequeña, y luego la cocina. Y nada más.
Oprimida por una sensación angustiosa de tristeza, por un presentimiento supersticioso de desgracia, Fuencisla sintió el ansia de respirar aire puro, y salió al jardín. El ambiente tenía una dulzura adormecedora; de la tierra subía un vaho de humedad lleno de fragancias, y en un triunfo de aromas morían las últimas rosas en los rosales. Sobre el cielo azul oscuro, espolvoreado de estrellas, destacábanse las negras siluetas de los cipreses. Y por detrás de los cipreses, enorme, redonda, teñida de sangre, una luna de presagio nefasto se alzaba lentamente.
Apoyada en el quicio de la puerta, Fuencisla la miró alejarse. Su silueta de aquelarre destacábase enérgica sobre el fondo hostil de los campos resecos por la helada. El cuerpo sarmentoso, cubierto de hórridos harapos, de la pordiosera; sus ojos de lechuza y su nariz ganchuda, armonizaban a maravilla con la llanura yerma, cerrada al horizonte por abruptos riscos.
Aquella era la única bruja que viera en los dos meses transcurridos desde su instalación enEl Laberinto, y los únicos fantasmas los que ella evocaba con las extrañas historias que Fuencisla no acababa de comprender, pero que le apasionaban con un interés malsano. Giraban siempre aquellas consejas en torno de los mismos hechos, la historia del abandonado palacete y de la agonía misteriosa de sus dos dueñas, la condesa Agueda y María de la Luz. Mezclábanse en ambas briznas de verdad con follajes de fantasía popular, excitadas por arcaicas prácticas de hechicería.
La condesa Agueda había vivido en los tiempos del Rey Sol. Su belleza peregrina triunfó en la corte galante, escandalizó un poco la severa de Madrid, y, después de algunos pecaminosos devaneos, un día, sin saberse la razón, tal vez porque su femenil vanidad resistíase a doblar el cabo de la edad peligrosa, fue a sepultarse en aquella olvidada posesión. De su retiro fantaseose mucho; achacáronle no sé qué misteriosos tratos con el Malo, y crearon sobre ella una leyenda oscura, poblada de ritos nefandos. Algunos muñequillos de cera, más unos cuantos libros de ciencia secreta y de práctica libertina, hallados después de su muerte, acrecentaron las sospechas. La violación de su sepultura y la desaparición del cadáver acabó de confirmar la leyenda.
María de la Luz fue la hija única de la marquesa. Nobles y plebeyos cayeron siempre prisioneros en las redes del raro encanto de sus ojos verdes y de la sonrisa de sus labios rojos. Tenía una blancura de nardo y una gracia efímera, voluptuosa y apasionada. También ella anduvo errante por el mundo, por los mágicos paraísos que crearon los hombres, y también en una hora de hastío vino a refugiarse enEl Laberinto. ¿Qué misterioso drama tuvo lugar entre los muros del palacete? Sólo la marquesa y algunos viejos servidores fueron testigos, y ellos callaron herméticos. María de la Luz diose a adelgazar y a entristecerse. Una melancolía invencible apoderose de su ánimo, sus ojos se enturbiaron y acabó por desaparecer. Sólo muy de tarde en tarde veíasele pasear lánguidamente por el jardín, cubierta de joyas, de sedas y de encajes. Por el país comenzó a correr la especie de que la hija de la Marquesa estaba poseída por el Enemigo. ¿Qué lúbricas escenas de locura desarrolláronse entre la damisela y el cornudo amante de las pezuñas de chivo? Nadie pudo averiguarlo jamás. Unicamente veíanse entrar primero sacerdotes y frailes que exorcizaron a la poseída y conjuraron a Belcebú entre bendiciones y rociadas de agua bendita, para que abandonase su víctima; más tarde oyéronse los gemidos de la infeliz, y los médicos sucedieron a los religiosos; la casa olía a éter, a antistérica, a azahar. Un oído indiscreto creyó percibir un día, al través de la puerta de un salón, en que la madre y cierta eminencia médica celebraban consulta, la voz de la dama, que desgarrada, amarguísima, pero firme, enérgica, con resolución inquebrantable, afirmaba entre dos sollozos: «¡Nunca! ¡Antes muerta! ¡Antes tendida en una caja entre cuatro luces!» Al fin, las visitas facultativas cesaron, y sobre la casa impregnada de fuerte olor a medicamentos cayó un silencio de plomo, sólo interrumpido por los aullidos de la enferma a quien elMalovisitaba a las altas horas de la noche. Era algo horrendo, trágico y misterioso, aquella ficticia calma, en que los alaridos angustiosos, desesperados, se alzaban como una imploración suprema en la paz nocherniega. Y mientras la marquesa, horrorizada, rezaba, María de la Luz revolcábase en el lecho en atroces crisis de vesania. Al fin murió.
La bruja contaba estas historias entreverándolas de pintorescos episodios, de filtros y bebedizos, de fórmulas cabalísticas y conjuros mágicos, en que se mentaba a Salomón, el de la sabiduría, y a los Magos de Oriente; hablando de Felipe II y del Príncipe de los Hechizos, de nuestro señor el Rey D. Carlos II y de otras cosas de romance. Y en el fondo de todo aquello, vivía una fuerza desconocida, violenta, arrolladora, capaz de agostar las vidas en flor.
Fuencisla había vuelto a la puerta del pabellón, y la labor abandonada sobre el regazo, permanecía perdida en penosa divagación, presa de aquellas perezas anonadadoras que le acometían desde que habitaba allí.
La mañana tenía melancólico encanto en el gran parque. Sobre el cielo muy pálido, casi blanquecino, brillaba el sol amarillento. Los árboles, desnudos de sus galas, se retorcían esqueléticos; sólo los cipreses dibujaban sus pináculos sobre el fondo claro.
Fuencisla estaba triste. Acostumbrada al trajín de una casa de labor, en que hallábase rodeada de gente a todas horas del día y de la noche, en que mecía su sueño el hervor de la respiración, de sus bestias familiares, aquella soledad y aquel silencio augusto le inquietaban. Imágenes turbadoras, desconocidas hasta entonces, poblaban sus sueños; las historias evocadas por la mendicante despertaban en ella una curiosidad malsana, un deseo vago de saber, y la casa, con su prestigio de misterio, le tentaba. ¿Qué habría detrás de aquellos postigos siempre cerrados? ¿Por qué la prohibición de la señora? ¿Qué huellas quedaban de la condesa Agueda y sobre todo de María de la Luz? Sentía algo que alentaba cerca de ella. ElMalola rondaba; algunas veces, en medio de la calma de la noche, se despertaba sobresaltada creyendo sentir en la piel el roce de unas velludas patas de macho cabrío y veía fosforescer en las tinieblas dos ojos de brasa que le miraban anhelantes. El misterio habíase instalado en su pacífica existencia y sentía tras la puerta cerrada algo terrible que le atraía con fuerzas sobrehumanas. Hasta su mismo amor por José Ignacio habíase modificado; ya no era aquél cariño de bestia humilde y resignada que se traducía en un trabajo abnegado y un renunciamiento absoluto de la voluntad; era una ternura temerosa y apasionada que la hacía apretarse contra su pecho y buscar sus labios en un anhelo infinito de algo desconocido.
El también se transformaba insensiblemente; la vida sedentaria, en vez de aumentar su caudal de salud y de alegría, parecía mermarlo insensiblemente, haciendole más reconcentrado y taciturno. En vez del júbilo ruidoso, un mucho pueril, de sus antiguas horas de asueto, invadíale una melancolía soñadora, que le hacía arrastrarse trabajosamente al través de las interminables horas de los días de inacción. Permanecía largos espacios de tiempo sin hacer nada, con los ojos perdidos en el vacío, o bien leía trabajosamente en unos novelones hallados en un desván. Había perdido el apetito magnífico de hombre primitivo y su sueño no era ya el descanso reparador del que trabaja doce horas, sino un dormir ligero, poblado de sueños y cortados por un despertar sobresaltado. Su cariño por Fuencisla había sufrido la misma trasformación que todo lo demás, y en vez del impulso fuerte del macho, era una cosa nueva, morbosa, llena de temores, de vagas delecciones.
Hacia ella venía ahora José Ignacio al través del jardín, la escopeta al hombro y el sombrero caído a la nuca. Había adelgazado y palidecido. Su cara cetrina habíase demacrado y los huesos se marcaban enérgicos sobre la piel curtida. Los ojos negros brillaban en el fondo de las oscuras cuencas y los labios contraíanse en una extraña tirantez de todos los músculos. Parecía agitado, inquieto, y como Fuencisla, pronta ahora a todas las inquietudes, le interrogara con sobresalto, explicaba lo sucedido.
Venía de dar su vuelta por el jardín, como, vigilante, hacía todas las mañanas, y había encontrado caída en el suelo una de las persianas de la casa. No sabía si habría sido el aire el que arrancara las carcomidas maderas o era obra el desaguisado de nocturnos merodeadores; ni tampoco la significación que podía tener: si eran los preliminares de un golpe de mano o si sólo representaba un desperfecto fácilmente reparable. Estaba inquieto, perplejo... Detúvose ante su mujer, como solicitando consejo, más por una de esas fórmulas que nos dicta la perplejidad que por esperar ayuda de la sobria castellana.
Pero por primera vez en su vida la lugareña mostró su voluntad. Era preciso entrar en la casa, asegurarse de que no habían robado nada, y hacerse cargo de lo que allí había, para futuras contingencias. ¡Dios sabe lo que podría pasar el día menos pensado!...
—Ya ves, la señora prohibió...—comenzó a argüir él.
Pero con extraña videncia Fuencisla adivinó los peligros. Como si el velo de ignorancia que cubría su pensamiento hubiérase rasgado de improviso, halló argumentos y palabras con qué expresarlos. Si por casualidad se efectuaba un robo, ¡qué responsabilidad para ellos! ¡Ni aun sabrían lo que se habían llevado los asaltantes! La prohibición eran palabras de la señora, que exageraban su pensamiento; lo que ella había querido indicar era que no curioseasen, ni se metiesen allí; pero de eso a que no vigilaran... ¡Si la misma señora les había dicho que sólo entrasen enun caso de fuerza mayor!
Fuencisla seguía hablando; sus palabras hallaban eco en un secreto deseo que germinaba en el espíritu de José Ignacio. Al fin se dejó vencer, murmurando:
—¡Vamos allá!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Al penetrar en el pequeño peristilo que servía de entrada a la casa, los dos estaban turbados y sentían latir precipitadamente su corazón. Como los niños de los viejos cuentos que, desobedeciendo a su protectora, abren la puerta del cuarto prohibido y se disponen a explorar el misterio, ellos, faltando a la consigna, iban a violar el secreto de aquellos muros, tras los que dormían las dolientes sombras de la condesa Agueda y de María de la Luz.
La antesala constituíala minúscula rotonda, rodeada de columnas de madera con capiteles dorados. El suelo estaba cubierto de baldosines blancos y negros, y en el centro, un Narciso de mármol se miraba en el tazón de una fuente sin agua. Había allí violento olor a cueva, que daba sensación penosa de abandono. Abrieron otra puerta, disimulada con espejos, y halláronse un gran salón flanqueado por dos gabinetes tapizados de damasco, uno rosa, azul el otro, frívolos y galantes, del que sólo les separaban unos arcos sostenidos por pilares de cartón piedra. Era una sala grande y baja de techo. Las paredes, pintadas de blanco y adornadas con áureas conchas y hojarascas, obedecían a la moda del reinado de Luis XV. Retratos de empolvadas damas y amanerados paisajes imitación de Watteau y de Boucher, pendían de rojos cordones de seda; una Anfítrite surgía de las aguas en un medallón que ocupaba el centro del techo; barrocas consolas sostenían relojes y candelabros de bronce; los muebles, de dorada talla, eran grandes y amazacotados, y un piano de cola, con el teclado abierto, aparecía semicubierto por chinesco bordado. Pero el tiempo inexorable, ayudado por el abandono, había puesto su pátina a las cosas; las paredes amarilleaban; los dorados, descascarillados y maltrechos, habían perdido su esplendor; el suelo, de incrustadas maderas, lucía opaco, mortecino; los retratos y los paisajes estaban cubiertos por neblinosa capa de polvo; Anfítrite, arrugado el lienzo, aparecía deforme, monstruosa; los péndulos, parados en horas enigmáticas, inquietaban como mudas interrogaciones, y en las barrocas jardineras, las plantas resecas tenían un aspecto de desolación opresora.
Mientras Fuencisla, extasiada ante aquel lujo amable que contrastaba con los santos macilentos, los oscuros estrados y los cortinones evocadores de fantasmas del palacio dela señora, única riqueza que ella conocía, pasmábase de todo y en plétora de curiosidad olvidaba inquietudes, José Ignacio pasaba revista a las ventanas. Todas estaban intactas, cerradas las verdes persianas. Allí no era, pues. Volvió al lado de su mujer:
—Aquí no ha sido... Y ahora ¿qué hacemos?
Tornó ella a hallar los acopios de la desconocida resolución que, como una fuerza ciega de la naturaleza, le impelía:
—Seguir, a ver dónde...
—Pero...—objetó él, vacilante.
Ella, más resuelta, animole:
—Ya... Una vez dentro, más vale seguir adelante.
Salieron a un gran pasillo, decorado más modestamente, pero formando un todo armónico con el salón y los gabinetes. Allí había dos puertas más. Abrieron la primera: el cuarto de la marquesa. Frío, triste, conventual, tenía por todo mueblaje una cama con colgaduras de seda granate, una cómoda y algunas sillas, y por todo adorno un enorme Cristo. Tampoco allí faltaba nada. Volvieron a encontrarse en el corredor. Ante la puerta de la otra habitación se detuvieron. La voz de Fuencisla tembló:
—El cuarto de María de la Luz.
Súbitamente asustado, comenzó a balbucear:
—Mejor era dejarlo.
—¡No, no! Aquí debe ser.
El pestillo habíase enmohecido y costaba trabajo franquear el paso. Al fin, en un esfuerzo de José Ignacio cedió, y los batientes se abrieron de par en par. Retrocedieron aterrados, esperando quizá una súbita aparición infernal. Pero si el demonio estaba allí, no se dignó presentarse, y sólo se ofreció a sus ojos el más bello nido de amor que una mujer artista y apasionada pudo soñar. Era allí donde faltaba la persiana, y a la luz pálida que se filtraba al través de rosadas cortinillas, aparecía el refugio en ideal sinfonía de sedas pálidas, terciopelos y gasas... Sobre los muros de damasco rosa muy pálido, antiguos Malinas formaban pabellones sostenidos por dorados lazos. Grabados libertinos del siglo XVIII (bellas damas de Versalles sorprendidas en el recato de los boscajes por robustos faunos de patas de chivo; marquesas que en la enguirnaldada elegancia de la alcoba, desnudábanse ante los ojos concupiscentes de un negrito; gentiles doncellitas para quienes los jardines del Trianón eran frondas de Pafos y de Citerea) pendían encerrados en dorados marcos de talla; un Psiquis de tres lunas abríase en el centro de un muro; muebles deboulellenos de cajoncitos y secretos, parecían guardar no sé qué misterios pecadores, mientras sobre sus tableros de marquetería danzaban las figuritas de Sajonia, y ocupando el centro de la estancia, el lecho, un lecho muy bajo de palo de rosa y bronces, era en su apoteosis de batistas, sedas y encajes, como un altar de Eros. Ante la ventana, la mesa de tocador sostenía ringleras de frascos en que se habían evaporado los perfumes, dejando al fondo un poso oscuro, y entre peines, cepillos, bruñidores y otros instrumentos de embellecimiento, veíase caída una coronita de blancas rosas de terciopelo, que debió de servir para embellecer la frente de María de la Luz. Y todo aquel galante interior hallábase agravado de un mohoso olor a perfumes, a flores marchitas, a éter, el angustioso olor a podredumbre e incienso de las cámaras mortuorias.
Fuencisla habíase aproximado al tocador y miraba reflejada en la luna orlada de cincelada plata, su rostro bobalicón y sus ojos de pájaro asustado. Inconscientemente, sus dedos amorcillados apoderáronse de la corona y posáronse sobre los cabellos lacios y descoloridos. Sonrió. En aquel instante vio reflejarse en el azogado cristal un rostro tras el suyo. Dos ojos negros y ardientes brillaron, y sintió unos labios de fuego que se posaban en su cuello. La voz de José Ignacio suspiró:
—¡Qué maja, mi nena!
Por centésima vez, Fuencisla acercose a la puerta y escuchó; nada. Fue entonces al balcón y, apoyando la frente en los vidrios, trató de adivinar, en la semioscuridad, la silueta de José Ignacio; nada. Anochecía; desde las tres de la tarde había dejado de nevar, y un cielo gris, negruzco, cubierto de espesos nubarrones, pesaba anonadante sobre la tierra. El jardín, bajo el sudario de nieve, tenía un aspecto trágico y desolado; al otro lado de las tapias; la llanura extendíase blanca, inacabable, como una estepa inhabitable. Fuencisla, sobrecogida por el silencio y la soledad, cerró las maderas del balcón y encendió la lámpara de petróleo, que esparció su claridad, primero amarillenta, vacilante, luego intensa, por el divino nido de amor. La lugareña echó unos troncos en la chimenea, y temerosa, inquieta, sentose a la vera del fuego.
La profanación habíase realizado. Los temores de un golpe de mano en el palacete que abrigaba José Ignacio, lleváronles a abandonar el pabellón del jardín para vivir allí; lo destartalado e inconfortable del resto de la casa recluyoles en el santuario. Dormían abajo, en la pequeña antesala, pero pasaban las veladas en el cuarto de María de la Luz. En un principio, él opúsose a lo que consideraba abuso de confianza; pero Fuencisla, tan tímida, tan cobarde, tan insignificante siempre, sentíase atraída por una fuerza irresistible, y halló razones y palabras con qué apoyarlas. Sin embargo, había algo a que él, en su recta conciencia, negose siempre, y ese algo era violar el secreto de aquellos muebles, abrir los cajones, los armarios, los cofrecillos, todos los sitios donde dormíael por quédel embrujamiento de María de la Luz.
Fuencisla, inquieta ante la larga ausencia de su marido, que habiendo salido para girar su visita de guardián a la posesión antes de recogerse, llevaba más de dos horas fuera, acercose a la puerta, y, abriéndola, exploró la galería, sumida en silencio y tinieblas. Una bocanada de frío y de olor a abandono, que le azotó el rostro, hízole retroceder estremecida de misterioso pánico. Otra vez, sola en la estancia, paseó los ojos azorados por los rincones, como si esperase ver surgir de ellos el secreto. Al fin detúvolos en unasecretairede ricas maderas, adornadas de bronces y porcelanas. ¡Allí estaba la clave! Aproximose al mueble y lo examinó curiosamente. No tenía llave ni vestigios de cerradura, que, indudablemente, quedaba oculta por los bronces. Sus dedos, torpes, de lugareña, tantearon los adornos, y de pronto, como por obra de magia, sonó un débil crujido, y la compuerta abriose lentamente, dejando ver el interior lleno de minúsculos departamentos, cerrados con esos cándidos secretos que tanto gustaban a nuestros abuelos. Repuesta del primer pavor, la curiosidad venció al miedo supersticioso y abrió un cajón. Cartas atadas con cintas de colores, flores marchitas, pedazos de cinta... Abrió otro: unas cartas, retratos de un guapo mozo, apuesto y fanfarrón; una corona dorada con dos cierres de piedras preciosas, un libro de versos... Deletreó: «Amor». Ya sólo quedaba el departamento central, que fingía la puerta dorada de misterioso alcázar. Una ligera presión aún y la puertecita abriose, dejando caer una avalancha de papeles: libros, muchos libros, estampas de gentes desnudas, grabados de un libertinaje obsceno, figuras ambiguas, extrañas, inquietantes, gentes que se retorcían en posturas inverosímiles, monstruos nunca vistos... Y todo ello en una apoteosis, en una exaltación ferviente, apasionada, mística, casi diabólica de la carne. Fuencisla cerró los ojos para no ver aquello, pero el ruido de alguien que entraba hízoselos abrir con sobresalto. ¡Su marido!
Entró José Ignacio aterido de frío y acercose a ella, que le reprochaba quedamente:—¡Cuánto has tardado!
No contestó él, y estrechola entre sus brazos. Fue una caricia larga, voluptuosa, impregnada de deseo, en que los labios subían de la boca a los ojos en suave cosquilleo y tornaban a descender hasta la boca, para posarse allí voraces, en un lento sorber de vida. Ella, a su vez, caída sobre el pecho del varón, abandonábase en un arrobo sensual, con un deseo loco de que la tomara allí mismo, de que la macerase, la anonadase en una caricia de macho fuerte y vencedor. Aquello no era ya el humilde amor cristiano que santificase antaño su unión, aquello era una delección enfermiza, apasionada y triste; era el monstruo de cien tentáculos y sed inaplacable; era el abismo que no se ciega nunca; era el mar sin fondo; la cosa misteriosa e inquietante que los paganos llamaron la voluptuosidad y los cristianos el pecado. De pronto, José Ignacio rompió el abrazo y acercose al mueble:
—¿Por qué?...—comenzó a interpelar con el ceño fruncido.
Fuencisla explicose balbuciente. Ella no tenía la culpa; limpiando los dorados apoyó el dedo en un resorte, y el armario abriose solo... Pero su marido ya no la escuchaba. Cautiva su atención de las estampas, habíase puesto a examinarlas. Fuencisla, lentamente, aproximose a él, y juntos comenzaron nuevamente el registro. La Historia Sagrada, el Paganismo, los mitos del mundo antiguo, desfilaban por los cartones en una turbadora sucesión de desnudos bellísimos o lamentables. Y mientras la luna visitaba a Eudimion en su encantadora gruta y Parsifae se entregaba al toro, la mujer de Putifar ofreció a José el banquete de sus senos desnudos, y los santos medioevales eran tentados porel Malo.
Había acabado la serie de dibujos, y poseídos ahora de una ansia loca de saber, era el secreto de las cartas lo que violaban con la macabra voluptuosidad de los necrófilos profanadores de sepulturas. Desatadas las cintas, los trozos de papel, amarillentos por los años, mostraban los largos períodos, apasionados, tiernos, incoherentes. Con trabajo, el campesino comenzó a deletrear al azar:
—«... No puedo vivir sin ti—decían aquellos trozos de letra nerviosa y apretada en uno de los párrafos—. A todas horas del día y de la noche tengo tu imagen adorada ante mí. No es la sensación dulce y resignada del bien perdido: es algo tormentoso, violento, asolador; algo que seca mi cerebro y pone calentura en mis venas. Siento la obsesión de tus ojos, de tus labios, de tu cuerpo todo; la obsesión atroz, alucinante, de la voluptuosidad exquisita,única, que brota de cada uno de tus gestos, que flota en la más leve de tus sonrisas y se deslíe en la luz verde de tus miradas... ¡Ah, la obsesión de la voluptuosidad que se exhala de tu cuerpo como un perfume perverso y embriagador!...»
Otro decía:
—«... ¿Por qué para nosotros el amor no ha sido nunca esa cosa sentimental y melancólica que es para otras gentes? Para nosotros, el amor ha sido una batalla que ha tenido mucho de horror bíblico; para nosotros, el amor ha sido un fuego infernal, devorador, doloroso y sublime, inmundo y divino!... ¡Ah, el amor, tu amor, el amor único, hecho de llamas del infierno, de cieno y de luz! ¡Ah, el portentoso encanto de tu cuerpo moldeado para el placer, el sabio anhelo de tus brazos, el arcano delicioso de tus labios!...»
En otra aún:
—«¡No puedo más! Hoy, en la horrible soledad de migarçonière, he invocado al Demonio, le he pedido el bien de tu cuerpo en cambio de nuestras almas. Para nosotros, el alma no ha sido más que la lucecilla temblorosa que ha iluminado los ritos nefandos de la carne!... He pasado una noche atroz. Horas y horas he llamado a Satanás. Me he revolcado en el lecho como un perro rabioso y he gemido tu nombre. ¡María de la Luz! ¡María de la Luz! Te necesito: tus labios son la única fuente en que puedo apagar mi sed de amor; tus ojos los únicos faros que pueden guiarme en la oscura noche de mi alma...»
Dejaron de leer. Un río de lava ardiente corría por sus venas; una sensación de anhelo, pleno de angustia y de delicia, desconocido hasta entonces, adueñábase de ellos. En los ojos de José Ignacio había fulgores de vesania, y en las mejillas de Fuensanta rosetones de fiebre. Sentían el vago pavor que anuncia la presencia delEnemigo; pero una fuerza desconocida, superior a su menguada voluntad, les impulsaba a seguir, a seguir siempre por las ardorosas veredas de aquella vida en que se internaban como en un jardín maldito. Tendieron las manos temblorosas y abrieron otro cajón. En el fondo había un pequeño estuche cuadrado, envuelto en un papel, con una palabra escrita: «Yo. María de la Luz». Apretaron el cierre y una miniatura prodigiosa se ofreció a su vista.
Sobre el fondo clásico de un jardín pagano, una mujer toda desnuda, en el triunfo de su belleza admirable, jugaba con un cisne. Era blanca como la leche, grácil, aérea, casi irreal. En sus pupilas verdes dormían las aguas de un lago misterioso. Tenía los senos firmes, suave la línea del torso, largo y fino el cuello y rubio el cabello, prendido por dorada corona a la moda de Grecia. Poseía la gracia de Venus, la altivez de Juno y la resolución de Minerva.
Los dos permanecieron mudos, extáticos, ante la aparición. De improviso, los ojos de José Ignacio claváronse, alucinados, en Fuencisla, mientras murmuraba:
—¡Se parece a ti!
Halagada en su femenil vanidad, sonrió ella, y, sin saber lo que hacía, buscó maquinalmente la corona vista antes en el museo de recuerdos. La encontró y colocósela sobre las ásperas greñas.
El paleto contemplola embebecido, y preso en una fiebre de deseo, gimió implorador:
—¡Desnúdate!
No se sublevó el pudor de la campesina. Lejos, muy lejos de toda idea convencional, perdida en un extraño laberinto, obedeció.
Fue una escena ridícula y caricaturesca; una de esas atroces ironías conque los humoristas flagelan los desvaríos humanos, agravada ahora por la exquisita elegancia del fondo. Las burdas prendas de la indumentaria puebluna iban cayendo: primero, la toquilla color naranja y el delantal de percal azul; luego, los refajos, polícromos, huecos y abultados; tras ellos, el cuerpo de lana negra; siguioles el corsé gris, deforme y remendado, las rojas medias de punto, la camisa de arpillera, y, al fin, libre de velos, lamentable y repulsiva como una monstruosa deformación de la divina imagen de María de la Luz, el espejo reflejó la figura desnuda de la paleta. La cara y el cuello, rojos, ásperos, curtidos por el aire y el agua fría; los brazos, hinchados; las manos, juanetudas: los pechos, flácidos; el vientre, hinchado, hidrópico; las piernas, zambas, y los pies, deformes, aplastados, anchos como remos de un palmípedo; tenía la figura una repulsión alucinante de pesadilla Goya.
José Ignacio, los ojos brillantes y las manos temblorosas, saltó sobre ella y la tendió sobre el lecho de sedas y encajes.
—¡Jesús! ¡Jesús! Si Dios quiere que no les haya pasado nada a esas criaturas, le aseguro a usted que regalo la casa para fundar un convento de la Trapa o de alguna Orden bien severa, donde no haya cuidado de que elMalohaga de las suyas. Y la marquesa abanicose precipitadamente.
Don Rosendo, el venerable capellán, instalado a su lado en el viejolandeauque les llevaba alLaberinto, sonrió, asegurando tranquilidad:
—No les habrá pasado nada. Cálmese la señora.
—¡Dios le oiga! Pero le aseguro a usted que tiemblo cada vez que me acuerdo de mi pobre hija! ¡Si aquella casa está embrujada! ¡Ha sido un crimen, un verdadero crimen mío enviar a esas criaturas ahí!
Siempre conciliador, aseguró el anciano:
—No habrá pasado nada; pero, de todos modos, a la señora no le cabe culpa ninguna. La guió la mejor intención: la de hacerles un bien...
Callaron, y durante un largo espacio de tiempo permanecieron sumidos en sus meditaciones. Hacía un calor tropical, y un sol calcinador caía implacable sobre los yermos campos de Castilla. El desvencijado vehículo avanzaba por la blanca carretera entre nubes de polvo; los moscones zumbaban con pesadez obsesionada, y de tarde en tarde un pájaro cruzaba sobre el cielo añil en la bochornosa quietud de la atmósfera. Una sensación de invencible sopor pesaba sobre todo y sobre todos, y los campos de tojos y trigales parecían asolados por una hecatombe geológica.
—¡Qué ganas tengo de llegar!—murmuró la dama—. ¡Nunca he estado tan inquieta, tan nerviosa!
—¡Paciencia!—confortó el capellán—. ¡Ya falta poco!
En la lejanía, como un oasis en el desierto, desvastado por aquel sol de justicia, divisábanse las arboledas de la quinta. Al fin llegaron, e impacientes hicieron repicar la campanilla. Pasó un rato sin que nadie acudiese al llamamiento. Volvieron a tirar del cordón muchas veces, pero inútilmente. La finca parecía deshabitada. Entonces Pacorro, el cochero, saltó la tapia, y ya dentro, franqueó la entrada a la marquesa y al capellán.
En la casa del guarda no había nadie, y como permanecía cerrada a piedra y lodo, en vez de perder tiempo en tratar de penetrar allí, avanzaron hacia el palacete.
El jardín, abandonado, tenía la salvaje frondosidad de una selva virgen; los caminos se habían borrado al crecer de la hierba y de las plantas parásitas; árboles y arbustos se enlazaban, formando misteriosas murallas de verdura; en las fuentes, los líquenes y las adelfas cubrían el misterio de los quiméricos espejos, y por todas partes flotaba una sensación de abandono, sobre la que se alzaba el canto de los pájaros con ensordecedora algarabía.
Caminaban trabajosamente, apartando los jaramagos que obstruían el paso y les desgarraban las vestiduras. De pronto, la marquesa se detuvo, ahogando un grito, y muda de horror llevose las manos al corazón.
Por una avenida de geranios en flor avanzaba lentamente Fuencisla, arrastrando guiñapos de seda que apenas cubrían sus carnes. Como una Ofelia de pesadilla, monstruosa y grotesca, coronaba su frente de lirios y margaritas, y sus dedos deshojaban una rosa. Tras un macizo de hojas, José Ignacio, un José Ignacio primitivo, negro, desnudo, repulsivo, le acechaba.
La marquesa se santiguó. Acaba de ver reflejada por el sol la sombra delDemonioque huía.
Las encontramos al través del mundo, casi siempre en la feria de los millonarios, los reyes sin trono y los aventureros, y nos hacen una reverencia muy siglo XVIII, una reverencia que dice aún de una Arcadia de guardarropía, con pastoras de chapines de raso y Amarilis de zamarra de terciopelo azul, ocultas en los convencionales boscajes del Trianón; o esquivan con la mano un gesto de colegiala tímida, un gesto digno de las damiselas del año sesenta, que usaban miriñaque, peinaban bucles, cantaban arias sentimentales y se sabían de memoria los versos de Alfredo de Musset; o se inclinan con un saludo grave y severo, lleno de austera dignidad.
Unas, pintadas, repintadas, llenas de gasas, sedas, tules, terciopelos, lentejuelas, flores; con grandes pelucas cargadas de rizos y empenachadas de plumas; al cuello, collares de admirables perlas (falsas, naturalmente); son mundanas, conversadoras exquisitas, benévolas para las debilidades ajenas, discretas hasta ignorar todo aquello que no deben de saber, serviciales, decorativas. Otras, son alocadas, con un grato barniz de diletantismo, prontas siempre a ser la musa que recite la estrofa del poeta de moda, acompañe al piano al virtuoso millonario, o a la heredera acometida de furor filarmónico, que se cree una Patti o una Storchio, cargue con la culpa de cualquier desafinación e inicie los aplausos. Otras, en fin, son devotas y filantrópicas; hablan de la caridad y del sacrificio, y en la humildad de sus atavíos de santas laicas tienen un gran prestigio de respetabilidad.
Y todas son siempre las mismas. Siempre el mismo rostro, igual atavío, las mismas palabras, idénticas ideas. Jamás se les conoce ni una gran pena ni una gran alegría; nunca una queja, ni una mueca de dolor, ni un gesto de fatiga, ni un ademán de impaciencia. Las decorativas, viven siempre sobre el fondo banal de un paisaje de Boucher o de Watteau; las románticas, entre las páginas deLa Melitona; las devotas, inflamadas en las santas palabras de la caridad cristiana. Pero ni las unas se salen de un paso deminuetto, ni las otras del compás de una sonata sentimental, ni las últimas del cristianismo que resbala cristalino por las páginas de Fray Luis de León o de Ruisbrook, elAdmirable. Nada que desentone, nada que rompa la armonía.
Un día desaparecen. Aun después de muertas, su recuerdo nos arranca una sonrisa. Y cuando llega la hora suprema de los balances, sabemos casi siempre que en aquellas vidas que transcurrieron a nuestro lado, y de las que veíamos lo que de un actor se ve desde la sala del teatro, no había nada sino un vacío inmenso, que ellas cubrían con guirnaldas de flores de trapo. Pero también sabemos alguna vez que en ellas había un gran dolor, una gran amargura, una gran vergüenza, un vicio, y aun, raramente, un crimen.
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—La princesa Charlensko.
—¿Rusa?
—Rusa.
—¿Princesa auténtica?
—¡Lo más auténtica posible!
Después de saludar a la eslava, que, fastuosa en su pelliza derenard bleuy su sombrero empenachado de plumas negras, desfilaba con aire espléndido de gran señora, más de notar en el cosmopolitismo ferial delrestaurantelegante, Julito Calabrés tornó a sentarse entre Olmeido y el marqués del Valle.
Estábamos en elCarlton Grillacabando de almorzar. Era día de carreras, y bajo la claridad de las luces eléctricas, que ocultas tras los cristales del techo creaban un día artificial, muy en consonancia con el público cosmopolita que entraba y salía en incesante vaivén, veíanse mujeres a la moda, abracadabrantes en sus extraños atavíos, hombres desport, banqueros, personalidades del chic mundial, cortesanos célebres... Era un desfile de Tanagras, de figuras de vaso etrusco y de jeroglífico egipcio, apenas moldeadas por crespones y brocados, sobre los que resbalaban las pieles y las perlas.
Olmeido, tornado escéptico por sus frecuentes permanencias en Cosmópolis, explicó su incredulidad:
—¡Hay tanta princesa de pacotilla por esos mundos de Dios!
El marqués del Valle quitose los lentes, y con la experiencia de sus doce años de viajes, impuestos por no sé qué historias de sadismo habidas en su tierra, aseguró:
—Yo he conocido muchas. Mujeres de teatro a quienes el capricho senil de un lord convirtió en pairesas de Inglaterra; exbailarinas y exqueridas de toreros, transformadas en grandes duquesas consortes, y hasta alguna viuda de reyezuelo medio idiotizado, que,in articulo mortis, había hecho reina a una titiritera.
—¡Bah!—interrumpió Julito, incapaz de callar—. Yo también he conocido muchas... Sin ir más lejos, madame d'Opporidol...
—¿Griega?... ¿Servia?... ¿Albanesa?—interrogó Olmeido.
—Turca; por lo menos, ella lo decía así... Pero os voy a contar la historia.
Bebió un sorbo de Chablis, y, entre la atención de sus amigos, comenzó:
—¡Madame d'Opporidol!... ¡Jamás he encontrado tipo más curioso y original que el de aquella mujer! El primer trámite de nuestra amistad fue una reverencia. Sucedió en elhalldel Austerlitz. Ya sabéis que algunas veces, a mi paso por París, cuando estoy muy cansado o tengo demasiadas cosas que hacer, me gusta refugiarme en un hotel tranquilo, huyendo del tráfago del Magestic, del Astoria, del Ritz o el Meurice. Pues bueno: allí la conocí una tarde. Yo había pedido no sé qué aclaración sobre unas señas, en elbureau; el encargado era nuevo y no daba pie con bola, y yo comenzaba a desesperarme, cuando una voz femenina vino en mi ayuda. Volvime para dar las gracias, y entonces la propietaria de la voz se inclinó ante mí en una reverencia. ¡Y qué reverencia! Aquello, más que reverencia, era una zalamea oriental, pero de un orientalismo visto al través del siglo XVIII francés. Era una reverencia de corte, profunda, ceremoniosa, llena de majestad; una reverencia que estaba pidiendo la música deminuetto; una reverencia que la hubiese envidiado madame Tallien,Notre Dame de Thermidor, y aun la vizcondesa de Beauharnais, la gentil Zoloé y sus dos acólitas Laureda y la Volsange, las perversas heroínas del divino marqués; una reverencia que, ahuecando las pomposas sedas en su traje, hacía de ella una figura digna de la galería de Versalles.
Olmeido rió:
—¡Qué exageración!
—¿Exageración? No lo creas, era tal y como yo os lo describo; la señora tenía el secreto de las reverencias. Me fijé en el rostro, en el peinado, en el traje... y vi con asombro que ello constituía un todo armónico con la genuflexión y la voz, hecho de trémolas y gorgoritos. El rostro era una careta trágica; la caricatura sangrienta de una mujer que debió de ser muy bella un rostro desvastado por los años y las luchas, cansado, arrugado, entristecido, pero tan atrozmente estucado, maquillado, pintado y retocado, que, bajo la capa de pomadas, polvos y colorete, era punto menos que imposible adivinar su edad. Los ojos debieron ser admirables, de un verde luminoso y transparente de agua de mar; ahora aparecían enturbiados bajo las pestañas y las cejas dibujadas con lápiz. Entre los labios, muy rojos, aparecía una dentadura prodigiosa (seguramente, postiza). Sobre aquella mascarilla burlesca de mujer bonita, destacábase la peluca, una peluca de muñeca rubia, dorada, rizada, llena de horquillas de pedrería. El cuerpo, sostenido por el corsé cruel, rígido, fue, indudablemente, esbeltísimo, ágil, flexible, aunque ya de tanta belleza quedaban únicamente ruinas, sostenidas por el andamiaje de ballenas. Envolvíala una elegancia de guardarropía, frufruante, aérea, pomposa, juvenil, vaporosa, hecha de gasas marchitas, encajes falsos, pieles no menos ilegítimas y perlas imitadas. Tenía, eso sí, pies de pequeñez inverosímil y manos admirables. Pero lo que le hacía realmente extraordinaria era lo rítmico, pausado y armonioso de sus movimientos, la gravedad ceremoniosa de sus pasos; decididamente, aquella mujer requería música, música de opereta: unas veces, noblemente pausada; otras frívola y juguetona, llena de escalas locas y fugas rientes, y algunas, falsamente sentimental. No sé por qué, pero es el caso que la buena señora me daba la sensación de una profesora de baile, o mejor aún, de elegancia, de las que formaban las damiselas del siglo de Trianón, haciéndolas duchas en artes de sociedad, bachilleras en alquimia y doctoras en coquetería.