En la magia lunar, la gran Avenida cubierta de nieve tenía el prestigio de una escenografía teatral. Arriba, el cielo azul oscuro era como un viejo dosel florecido de lises de oro; abajo, los blancos copos tejían un tapiz sobre la tierra y posándose en las desnudas ramas de los árboles, trasformábales en extraños arbustos de alabastro. Otros copos pendían en cristalinas estalactitas de las torrecillas, filigranadas como encajes, de los vetustos palacios, o confundidos con las hojarascas de los ventanales y cresterías, mentían grandes brillantes, que, engastados en el granito, relucían heridos por la pálida claridad de la luna.
A un lado el río, aquel río de balada, ancho, hondo y azul, helado ahora, fingía un largo espejo de plata, cruzado de trecho en trecho por los audaces arcos de algunos puentes: unos, antiguos, con pináculos de peregrina arborescencia, estatuas de santos labradas en gigantescos bloques y barandales de pétrea pesadez, en que monstruos de la fauna imaginaria de los siglos de cruzada se perseguían por entre laberintos de una floración absurda; otros, monumentales puentes modernos con columnatas y pretiles de blanco mármol, que sustentaban famas, esfinges y pegasos de bronce.
Frente al río alzábanse los palacios, toda aquella serie de portentosos edificios que como un anillo de ensueño encerraba la antigua urbe de curtidores y tintoreros, capital antaño del heroico principado de la Corona de Hierro, hoy cabeza del Imperio. Dominaban las viejas residencias históricas, las moradas de los Electores, Madgraves, Burgomaestres y Condes Feudatarios, las Casas de los Gremios, los Monasterios de monjes guerreros—San Teodoredo, San Eurico, Santa Sisebuta—, antiguas habitaciones de la Edad Media, sustentadas por columnas, altas y finas como troncos de un bosque de piedra, con grandes balconajes labrados con minuciosidad y rematados por airosas ojivas, grandes vitrales emplomados, filigranados herrajes y gárgolas, florones, arbotantes y torrecillas de una aérea elegancia de ensueño, y flanqueando las ventanas, nobles escudos, historiados de lanzas, castillos, lises y turbantes, hablaban de las conquistas en Tierra Santa, de las guerras del Sarraceno y de las empresas contra el Turco. Al lado de las vetustas edificaciones, los modernos monumentos—Museos, Bibliotecas, Cámaras Consistoriales, Universidades, Institutos, Academias, Teatros—procuraban imitar en su exuberante decoración la esotérica espiritualidad de las construcciones góticas; pero faltábales la intensa emoción de fe traspuesta, el místico ardor, aquel no sé qué de sobrehumano que infundían los artistas de los siglos medios a su obra, sacrificando a ella su vida entera y dejando prisionera entre sus piedras su alma en pena.
Sin embargo, gracias al sortilegio lunar, todos aquellos edificios entrevistos al través de las trágicas arboledas, desnudas de follaje, de los jardines y del helado sudario de nieve, dormían envueltos en un gran encanto de poesía arcaica.
Caminaba yo rápidamente, gozándome en la soledad que aumentaba el aspecto de ciudad encantada de la gótica urbe. En aquel silencio, mis pasos resonaban crujientes sobre la nieve. Soledad y silencio ponían a veces un estremecimiento en mis espaldas, haciéndome temblar bajo la amplia pelliza que me defendía del frío. En el fondo estaba contento; contento con bienestar de burgués que ha vencido su neurastenia y que, bien abrigado, camina, tras suntuosa cena, en busca del mullido lecho. La verdad era que estaba satisfecho de mi jornada: primero, mi visita al fabuloso palacio de Fernando Augusto; luego, la velada de gala en el teatro Imperial, donde pude contemplar a mi gusto a la familia augusta, lívidos príncipes y a las altivas princesas, marcadas por el sello fatal de los Westfalias. Y evoqué el día entero.
Muy de mañana, y todavía tiritando por el frío y el madrugón, habíame acomodado en el tren que debía llevarme a Rosemburg. Había arrancado el convoy, y, tras de serpentear algunos minutos por nevados campos, habíase precipitado en los túneles que horadaban las enormes montañas, coronadas de eternos hielos. Tras una hora de negruras, de las que apenas si salíamos unos minutos para, en la loca carrera, contemplar cómo se perdía en las nubes la ciudad sagrada, el tren había penetrado en las sombrías selvas en que viven aún las consejas de lobos y de trasgos, de crueles guerreros y doncellas sin fortuna, selvas milenarias en que nunca penetra el sol, y en que las altas siluetas de los pinos fingen los pilares de una gigantesca catedral. Otra hora aún, y de nuevo el tren se lanzó a través de un túnel interminable. Y de pronto, como por arte de tramoya, la decoración cambió, y tras un bosquecillo de palmeras, rodeado de maravillosos jardines, destacose sobre la lámina azul que fingían mar y cielo, un palacete bizantino, flanqueado por escalinatas de mármol, con columnas de jaspe y alabastro, y coronado por doradas cúpulas, que brillaban heridas por el sol. ¡Rosemburg!
Aquel era el palacio de Fernando Augusto, el niño lunático, delicado y endeble como una damisela, que, en un momento de quimera, soñó con emular las magnificencias del Imperio de Oriente. Y, sin embargo, por capricho del destino, aquel príncipe pálido, exangüe y triste, con la irreal apariencia de una gran lis de muerte, había conquistado los vastos estados y había sido el primero en ceñir sus sienes con la corona Santa. Allí estaba su imagen tejida en los fabulosos tapices del castillo, a caballo sobre blanco corcel, prisionero el cuerpo en argentada coraza, en la mano la espada vencedora, ornada la cabeza de lacia guedeja rubia con el laurel y las rosas de la victoria; precedido de fastuosos heraldos, seguido de feroces hombres de guerra; con más apariencia de iluminada doncella libertadora que de joven héroe. El había construido aquel castillo, buscando sol, flores y alegría, incapaz de encerrarse en la ciudad legendaria, perdida en las brumas de las altas mesetas.
¡Rosemburg!
Recorriendo sus salas, ornadas de portentosos mosaicos, donde sobre el fondo de oro, héroes y monstruos, santos y demonios, cantaban la gloria de los Westfalia; visitando el panteón en que el orgullo intentó eternizar la muerte, evocaba yo la historia extraña de aquella familia, desde Wifredo, el fundador, que, nuevo azote de Dios, descendiera de la montaña, seguido de sus bárbaros, una honda en la mano y un puñal entre los dientes, hasta Claudio, el príncipe cruel, vicioso y sanguinario, que en sus incongruencias de loco y sus furores de epiléptico, quiso emular a Nerón, incendiando la ciudad; desde Federico, el Navegante, que murió al frente de sus galeras en batalla con el turco, hasta este otro príncipe nauta, Luis Augusto, que erraba por los mares en suyachtconvertido en nuevo buque fantasma; desde Otton, el Monje, que, retirado en su monasterio de la Trapa, rigió, con mano de hierro, el Imperio, hasta la duquesa Eudoxia, histérica e iluminada, encerrada en una casa de salud a raíz de ciertas raras visiones.
Una fatalidad extraña pesaba sobre los Westfalias: era un raro sortilegio que les hacía héroes o locos, santos o criminales; algo anómalo, un desequilibrio que les llevaba a tambalearse entre las cumbres de la gloria y los abismos de la nada.
Aquella noche había yo podido contemplarles a mis anchas. Mi calidad de periodista extranjero habíame proporcionado un sitio para la función de gala, y sentado en mi butaca había visto el espectáculo, fastuoso sobre toda ponderación, de la corte de Nordlandia. Sobre la severa suntuosidad de la sala, severidad que acrecentaba la riqueza de los uniformes y los tocados recargados de piedras preciosas de las damas, destacábase en el palco regio la familia imperial. Allí, inmóviles, graves, con aposturas de retratos, estaban los príncipes; pálidos, de opacas pupilas y cansados labios, unos; demacrados, amarillentos, con ojos de brasa que ardían en el fondo de moradas cuencas, otros. Allí, las princesas de desvaída tez y lacios cabellos color de miel, tímidas, afectadas, con aspecto de rancias figuras de cera, las más jóvenes; acartonadas, tiesas, finchadas en las crujientes sedas, con sus pechos planos, sus labios llenos de desdenes, sus gestos banalmente ceremoniosos, las que ya habían salido de la juventud. Y destacándose entre todas ellas, la figura, llena de nobleza, del viejo soberano, con su amplia frente de pensador, su sonrisa bondadosa y su blanca barba de patriarca bíblico cayendo sobre el pecho, constelado de cruces de diamantes. Allí estaban todos: príncipes y princesas, grandes duques y grandes duquesas; todos, menos la princesa Elvira.
¡La princesa Elvira! ¡Cuántas veces había yo oído hablar de ella! ¡Cuántas veces tropezaron mis ojos con su retrato entre las páginas de una revista! Siempre modesta, humilde, vestida con pobreza, el cabello sencillamente recogido, era el ángel de la caridad que descendía de los palacios en busca de los humildes, de los desdichados y de los miserables. Aquel extraño estigma que hacía de los Westfalias héroes o locos, había hecho de la princesa Elvira una santa, pero no a la manera de la duquesa Eudoxia, histérica y visionaria, sino toda abnegación y heroísmo. Jamás se le veía en una fiesta mundana; jamás asistía a una de aquellas fastuosas ceremonias que hacían famosa la corte de Nordlandia; en cambio, no había catástrofe, ni guerra, ni epidemia, en que ella no estuviese predicando con su ejemplo las más puras máximas de la caridad cristiana. No había privación que ella no resistiese, ni sacrificio que no se impusiese en bien de sus semejantes, ni dolor, por horrendo que fuese, que no hallara en ella amparo y consuelo. Amigos y enemigos inclinábanse al espectáculo de sus virtudes, y desde el Emperador hasta el último socialista, descubríanse respetuosamente ante la princesa Elvira.
Otra vez la figura de la princesa santa se ofrecía a mí tal como la contemplaba cientos de veces en los grabados de los semanarios, destacándose sobre el trágico escenario de los campos de batalla, ataviada con el heroico uniforme de damas de la Cruz Roja, o en el cruento horror de las salas de los hospitales, junto a los cuerpos mutilados por horrendos males. Mentalmente detallaba yo su rostro de perfil prodigiosamente sereno, su frente alta y luminosa, sus ojos grandes, azules, llenos de dulzura, y me detenía en la boca, aquella boca que me inquietaba vagamente con su mueca enigmática, que me traía a la memoria, sin saber por qué, la de la Gioconda.
Recordé hechos memorables de su vida: la noche de la batalla de Orsova, cuando permaneció interminables horas en medio del horror de aquella carnicería, rodeada de cadáveres que devoraban las aves de rapiña, entre el aullar de los lobos y el lejano retumbar de los cañones, cuidando heridos, alentando enfermos... Rememoré también algunos espeluznantes lances, en que una extraña fatalidad parecía pesar cruel sobre ella: aquel hospital de sangre en la campaña de Oriente, donde la princesa Elvira, casi sola, en la nerviosa energía de su heroísmo, veía morir los soldados a cientos, asistiendo a la agonía, precipitada por una extraña fiebre de locura, de los pobres muchachos; recordé también las escenas de la peste en Salstracia, cuando en la ciudad, desierta por el terrible azote, ella sola recorría las calles asoladas, y sosteniendo entre sus brazos a los apestados, como bíblica heroína, les llamaba hermanos.
Me detuve. Había llegado a la Gran Plaza. En el centro, y rodeado de admirables jardines, poblados de fuentes y de estatuas, alzábase el monumento a Wifredo, el Fundador, en que el héroe, blandiendo la espada, lanzaba su bridón sobre una multitud, enloquecida de entusiasmo, que se doblaba a su paso. A un lado, la catedral—San Miguel Arcángel—, labrada en mármol, semejaba así, en el sortilegio sideral, un gótico relicario de marfil. Frente a ella, el palacio moderno, suntuoso, bien proporcionado, imitando, en su presuntuosa arquitectura, los palacios de los siglos medios, uníase, por cubierto puentecillo, con el antiguo alcázar, de enormes murallones, sombrío, rodeado de gruesas cadenas y almenado como una fortaleza. Llamábase el Palacio de los Suplicios, y tenía su leyenda cruel y trágica de los tiempos del Santo Oficio. Durante muchos años fue residencia real, hasta que, concluido el nuevo alcázar, trasladó el Emperador a él su habitación.
Entre la catedral y el palacio, abríase el laberinto de callejones de la ciudad vieja, aquella urbe medioeval de curtidores y tintoreros, en que las calles eran negros y hediondos arroyos, y las habitaciones sucios chamizos que se apoyaban unos en otros, rasgados de tarde en tarde por la maravilla de bizantino ventanal.
Permanecí un momento perplejo. Los sombríos laberintos me atraían con su malsano encanto. ¡Ah la escalofriante delicia de las nocturnas caminatas al través de las viejas ciudades en que aún viven la lujuria, la superstición y el miedo! Yo he amado siempre las viejas ciudades de grandes cuestas, de encrucijadas y de claroscuros, las ciudades en que la lujuria es una hembra flácida y marchita, la superstición una vieja ducha en artes de tercería y hechizos, y el miedo un truhán disfrazado de fantasma. En las ciudades modernas, en los grandes barrios, la civilización ha desterrado lo imprevisto; la luz eléctrica, los tranvías, los automóviles, han ahuyentado al miedo, y la lujuria se llama galantería; pero en algunas grandes ciudades, antiguas aún, hay barrios en que vive la inquietud, y en que en el cuadro de luz de una puerta vemos una mujer pintarrajeada que, con su peinado atrabiliario y su roja bata de percal, tiene una inquietante apariencia de muñeca de cera. ¡Sevilla, Venecia, Toledo, Amberes! ¡Viejas urbes de pecado y de gloria, cómo os he amado!
Al fin, mi deseo fue más fuerte que mi voluntad, y crucé la plaza. Ante palacio, dos centinelas, envueltos en amplios capotones grises, al hombro el fusil, paseaban lentamente; en el pórtico de la catedral, algunos mendicantes dormían indiferentes al frío. Con resolución penetré por bajo el puente que une los palacios, y, como por arte de magia, la decoración cambió por completo. A las amplias avenidas, teatralmente magníficas, sucedieron tortuosas callejuelas, sombrías y hediondas. Eran vías y pasadizos que bordeaban los muros del palacio real, tan estrechos, que apenas si podían avanzar dos personas de frente; tan altos, que la luna, que brillaba fantasmagórica en el cielo, no llegaba a iluminarlos con su luz espectral. A mi izquierda, macizos, misteriosos, alzábanse los muros de la regia residencia, hendidos por algunas ventanas de gruesos barrotes, y alguna misteriosa puertecilla, que debieron servir, en otros siglos de aventuras, para nocturnas escapadas; a mi derecha, los agrietados muros de algunos viejos caserones erguíanse mudos y tétricos. Sin embargo, en contraposición con la imponente soledad de los grandes bulevares, aquí sentíase próximo un pulular de vida, y cruzábame con algunos transeúntes. Eran tipos ambiguos, rufianes, lúbricos vejetes, a quienes la lujuria, como escoba de aquelarre, arrastraba por las calles, vetustas celestinas y pecadoras de ínfima condición, mas algunos soldados, lanceros reales, con blancos uniformes de flotante capa y casco de plata, rematado por negras alas de águila, que, retardados en los templos de Venus y Baco, volvían presurosos a sus cuarteles. De improviso surgió del muro, como una visión de ultratumba, una mujer, que comenzó a caminar algunos pasos delante de mí. Pasado el primer sobresalto, sonreí: ¡Bah! ¡Qué tontería! Una mendiga que iba a pedirme limosna. Pero no: la incógnita seguía tranquilamente su camino sin importunarme. Indudablemente, debía de ser una celestina en funciones, que, de un momento a otro, brindaríame con mahometanos paraísos. Tampoco. ¡Aquella vieja, menuda y vivaracha, con andares de ardilla, trabajaba por su cuenta! Cuando se tropezaba con un transeúnte, observábalo, y si era viejo, parecía despreciarlo; en cambio, si era joven, acudía solícita.
Púseme a examinarla curiosamente. Un manto o chal envolvía casi por completo la cabeza, dejando en la sombra el rostro, del que no se divisaba más que la punta de la nariz y el fulgor de los ojos. Una pelerina de lana, caída hasta más abajo de la cintura, y sencilla falda de paño, completaban su indumentaria. Su peregrino tejemaneje me interesó, y, sin darme casi cuenta, púseme a seguirla. Realmente, sus tretas eran curiosas: caminaba lentamente; hacíase la encontradiza con los rezagados caminantes, y concluía trabando conversación con ellos, que al cabo hacían un gesto de desdén y seguían su ruta. Pero sus preferencias eran por el ejército. Apenas veía un lancero real, precipitábase a su encuentro, cogíase a él, acariciadora, suplicante, hasta que los pobres chicos, aturdidos por el alcohol y el sueño, entorpecidos los movimientos por las vistosas capas y los cascos lohengrinescos, encontraban fuerzas en el temor de un próximo arresto para rechazar la vieja bacante y huir camino del cuartel.
Llevábamos un rato caminando a la ventura, sin que surgiesen nuevas presas para aquella infeliz poseída del demonio; en el reloj de la catedral sonaron las campanadas de la media noche, y yo pensé: «¡Bah! Se acabó. Los soldados están ya recogidos, y esta buena señora tendrá que acostarse con el amante de las patas de chivo...» Cuando gran estrépito de espuelas y sables, arrastrados sobre los guijarros de la calle, anunciaron la llegada de dos nuevos guerreros. Eran dos mocetones altos y fornidos; venían enteramente borrachos, los cascos ladeados y los blancos mantos barriendo las inmundicias del arroyo. No se amilanó la prójima, sino que, yendo a su encuentro, les abordó resueltamente. Primero, oí risotadas y juramentos, palabras soeces, burlas; luego, parecieron rechazarla; pero ella volvió a la carga; hubo algo como un conciliábulo, y sonó tintineo de dinero que contaba. ¡Dinero! ¡Le daban dinero! Y el asombro ahuyentó la prudencia, y, procurando ocultarme en la sombra, di algunos pasos hacia el grupo. ¡Era ella, ella, con su miserable pelaje, la que les mostraba monedas de oro! Desconcertado por el encuentro con aquella extraña compradora de amor, permanecí un instante perplejo. Cuando volví a mirar, uno de los soldados se inclinaba y la besaba en los labios. Después, parecía implorar algo; ella se negaba tercamente y él insistía, y, al parecer, en son de broma, intentaba apoderarse de su bolsa. Ella resistía, negándose con firme obstinación, y poco a poco las bromas se tornaron en veras, y a las risas sucedieron las amenazas. La vieja resistía siempre; exasperado el soldado, tiró la capa al suelo y forcejeó. Ella, no dándose por vencida, resistía con bravura. Súbitamente, en el silencio de la noche, resonó un juramento, y el ladrón, cogiéndola brutalmente, intentó arrancarle por fuerza su tesoro. Entonces ella, en gesto rápido de alimaña nocturna, mordió la mano que le oprimía. El agresor dio un grito, soltó su presa, retrocedió un paso, y luego, ciego de ira, embravecido por el castigo, cayó sobre ella y, arrojándola al suelo, comenzó a golpearla bárbaramente. Después, alzose lleno de sangre, y borracho de ira, pisoteó aún a la caída. Luego cogieron el dinero y, súbitamente despejados, huyeron los dos.
Petrificado de horror, incapaz de gritar ni de acudir en defensa de la infeliz, había yo sido mudo espectador de la terrible escena. Al fin, me aproximé a la víctima, que yacía inmóvil en el suelo. Sobre un charco de sangre descansaba la cabeza, convertida en informe montón de sanguinolentos despojos. Las espuelas habían desgarrado las carnes, arrancado los ojos, taladrado las mejillas, y las gruesas botas de montar habían machacado los huesos.
Erizado el cabello, la frente bañada en helado sudor, me alcé del suelo y pensé en llamar. Entonces la idea de mi responsabilidad se me presentó claramente. Y si me encontraban allí, junto al macerado cadáver, ¿qué explicación dar? ¿Cómo contar la extraña aventura? ¿Me creerían?
Sonaron los pasos de una ronda nocturna, y maquinalmente eché a correr.
Cuando despierto por la mañana, después de un sueño agitadísimo, entreverado de horrorosas pesadillas, y sentado en la cama, la bandeja del desayuno al lado, pasé los ojos por los periódicos matinales, tuve un momento de estupor. ¡La princesa Elvira había muerto! Una angina de pecho había matado a la santa princesa, gloria de la casa imperial, consuelo de desvalidos, espejo de cristianas virtudes. Los periódicos, todos los periódicos, imperialistas o republicanos, liberales o moderados, lloraban aquella desgracia, y volcaban sobre el cadáver la avalancha de sus convencionales flores de trapo. Y otra vez surgían los retratos, los fantásticos retratos, hechos en las salas de los hospitales de epidemias y en los campos de batalla. ¿Artificiosos? ¿Teatrales? No. Había en el rostro de la santa una tensión tan dolorosa, tanta dulzura en sus ojos de Madona, que era imposible que no fuese sino afectación. ¡Y, sin embargo, aquella sonrisa, o mejor, aquella equívoca mueca de Gioconda! ¡Ah, el inquietante misterio de aquella sonrisa! Volví a examinar los retratos. En una fotografía, la princesa Elvira, sentada junto al lecho de un colérico, le oprimía la mano, mientras, los ojos en alto, parecía rezar; en otra, arrodillada en los campos de Orsova, sin importarle las balas que silbaban en derredor suyo, sostenía a un pobre soldado moribundo, mientras le envolvía en una mirada llena de maternal dulzura; en otra aún, curaba con sus manos, manos admirables, manos de Santa y de Reina, manos de Santa Isabel de Hungría, a un pobre leproso. ¡Y la sonrisa estaba allí, en el campo de batalla y en la cabecera del lecho de los agonizantes; allí siempre, misteriosa e inquietante!
Por tercera o cuarta vez llamé al timbre. Al fin abriose la puerta y, todo azorado, se presentó el criado del hotel. Era preciso que perdonase. El Exelsior estaba en revolución. Habían expuesto al público el cadáver de la princesa Elvira en la catedral, y todo el mundo quería verlo.
Yo también sentí la comezón de contemplar a la mujer cuyo enigma me inquietaba, sin saber por qué, y saltando del lecho, comencé a vestirme.
Hacía mucho frío. Un cielo muy bajo, plomizo, en que se apelotonaban grandes nubarrones parduzcos, pesaba como un sudario sobre la ciudad. Una neblina, húmeda y glacial, envolvía las cosas; la nieve, mancillada por millares de pisadas, se desleía sucia, negruzca, y sobre aquella escenografía melancólica, inmensa avalancha de gentes caminaba presurosa hacia la Gran Plaza, llevando en la mano flores, guirnaldas, coronas, lazos, homenajes del humano dolor a la santa muerta. Todos caminaban enlutados, con aspecto de profunda tristeza; en algunos ojos había lágrimas, y en todos los labios una palabra de sentimiento. Las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto, y en la tristeza inmensa del ambiente su son era aún más angustioso.
Dejeme arrastrar por la corriente humana, y al fin me hallé ante la catedral. Allí, organizada por los agentes, formábase larga cola de curiosos, que iba penetrando lentamente en el templo. En ella hube de tomar puesto. Una hora de espera. Al fin me tocó el turno, y penetré en el sagrado recinto.
Cuatro hileras de columnas, de una elegancia insuperable, sostenían las góticas ojivas; altos sepulcros de mármol flanqueaban los dos lados de la iglesia, con sus orantes estatuas de héroes y prelados, que semejaban fantasmagóricas en el claroscuro del recinto, extraña teoría de ultratumba, una de esas espectrales procesiones que surgen en las leyendas de la Edad Media. Sobre los muros, tapices de terciopelo negro, con las armas imperiales bordadas en plata, cubrían cuadros y altares, unidos por cordonajes rematados por argentados borlones. El altar mayor había desaparecido, cubierto por otro enorme paño de terciopelo, sobre el que se destacaba una gran cruz de ébano, en que agonizaba un Cristo de marfil. En el centro del recinto, ocho candelabros sosteniendo hachones, y ocho soldados de la guardia real, vestidos de blanco, inmóviles como estatuas, daban guardia de honor al cadáver de la princesa Elvira, que, tendida en humilde féretro, dormía en el suelo sobre negros paños cubiertos de flores.
El órgano salmodiaba las graves notas de los oficios de difuntos, y, mezclados con sus voces, oíanse los cantos de los sacerdotes y los gemidos de las mujeres.
Lentamente fuime acercando al lugar donde yacía la muerta, y al fin me hallé ante ella.
Jamás he visto un rostro de una dulzura, de una serenidad y una placidez igual. Sólo la muerte, consagrando la santidad, era capaz de cincelar un rostro así. Destacándose de las sombrías tocas de religiosa, el perfil de una perfección asombrosa tenía, sin embargo, una gran bondad de expresión. La frente era estrecha y ligeramente abombada, la nariz recta y fina, la mejilla enjuta y la boca pálida, de una casta suavidad de líneas. Parecía dormir, y los párpados cerrados tendían sobre la cara la azulada sombra de las largas pestañas. Nada de la equívoca sonrisa de Gioconda, nada de la mueca mitad cruel y mitad burlona, del tenue y apenas perceptible rictus que me obsesionara en los retratos. Por el contrario, una calma tal, una tan bienaventurada paz, que de verla a la luz de la luna en alguna olvidada capilla, con su corrección de perfil y su azulada transparencia, las manos cerúleas cruzadas sobre el pecho, y sus ocho guerreros blancos dándole guardia de honor, tomárala por la yacente estatua de alabastro de una princesa santa.
¡Santa! ¡Era santa! Sólo la santidad era capaz de una tal serenidad de expresión en la muerte. Seguramente, siglos más tarde, en una vitrina de cristal y plata, mostraríase, para edificación de devotos y confusión de incrédulos, el cuerpo incorrupto de la santa princesa Elvira.
Alguien me empujó; una voz me advirtió que era hora de marchar, y, confundido entre la multitud que sollozaba, salí.
Otra vez me vi en el tren. No sé cómo fue; desde el momento en que me arrancaron a mi extática contemplación, viví una vida tan intensa de horror, de alucinación y de locura, lo sobrenatural, lo absurdo, lo quimérico, instalose de tal modo en mi vida, que aun ahora, que han pasado muchos años, recuerdo todo, como al través de un espeso velo, con esa vaguedad escalofriante con que evocamos unos meses pasados en una casa de locos, o las horrendas pesadillas que nos acarrearon las frecuentaciones de los venenos sabios, y mis cabellos se erizan.
Vime, pues, en el tren camino de Rosemburg. Era el departamento una berlina, colocada junto al furgón de equipajes. Al otro extremo del convoy, al lado de la máquina, iba el furgón mortuorio en que, rodeada de luces y flores, dormía la princesa Elvira. En dos coches del tren regio iban el Emperador, rodeado de los príncipes, grandes duques, prelados y altos dignatarios de la Corte. En el resto de los vagones, el Estado Mayor del soberano, los caballeros de San Teodorico, a quienes, según el ceremonial, correspondía llevar el féretro, y más dignatarios, empleados, sacerdotes y militares. El convoy mortuorio caminaba rápido; sólo al pasar por las estaciones refrenaba el paso, para, entre los nobles acordes de las marchas guerreras, tocadas en sordina, desfilar magestuosamente entre las multitudes, que permanecían en pie, aguantando la lluvia, descubiertas las cabezas e inclinados los rostros en un dolor mudo y respetuoso. Al fin llegamos a Rosemburg. Hacía un tiempo de invierno, frío y triste; llovía sin tregua, y el cielo gris, sucio, reflejábase en un mar de zinc. Una gran multitud invadía el andén, presa de inmenso dolor, pero no del silencioso dolor de las otras poblaciones, sino de un dolor ruidoso, violento, agitado por ráfagas de intensa desesperación. Rosemburg adoraba a la santa princesa, y la amargura desconsolada de aquel pueblo decía mejor que nada el historial de sus virtudes.
Habíase organizado el fúnebre cortejo. Cuatro caballeros de San Teodorico, graves, impasibles, con quimérico aspecto de animadas estatuas, avanzaban, tocada la cabeza venerable con el birrete azul, y dejando arrastrar en el barro los largos mantos de lana blanca, caminaban delante, llevando en hombros el féretro, envuelto en un paño de terciopelo negro, bordado con las armas imperiales. Tras ellos, rodeado del alto clero, venía el patriarca de Oriente, revestido de atavíos de una magnificencia insólita, cubierto de bordados de oro y pedrerías. Seguíales un escuadrón de soldados de la Guardia Real, con albos uniformes y argentados cascos, coronados por las sombrías alas de águila. Tocaba el turno luego al viejo Emperador, con uniforme rojo y gris, sobre el que caía patriarcal la nieve de la barba, cercándole los príncipes y los grandes duques, y formando el séquito generales, ministros, magnates. Toda aquella brillante procesión desfilaba lentamente a los heroicos acordes de las marchas guerreras por entre una muchedumbre que sollozaba amargamente.
Seguía lloviendo, y bajo el velo de agua que implacable caía del cielo, la multitud permanecía quieta, inmóvil, rendida de pesar. Eran mujerucas campesinas, flacas y acartonadas, vestidas con los aldeanos atavíos de colorines, y toscos labradores rígidos, dentro de los bastos trajes de fiesta, que contemplaban, entre tristes y embobados, la fastuosa procesión, presidida por los cuatro fantasmagóricos caballeros conduciendo la urna cineraria con los restos de la princesa Elvira. De vez en cuando, sobre la quietud poblada de sollozos, alzábase una voz que gemía:
—¡Ha muerto nuestra madre! ¡Ha muerto la madre de los pobres!
Y un coro de plañideras hacía eco:
—¡Ha muerto la madre de los miserables!
Otras veces era una campesina que se arrojaba al paso del entierro, y arrodillada en el agua y el lodo, intentaba besar los enlutados paños que cubrían la caja mortuoria. Entonces la multitud contagiada, prorrumpía en lamentos:
—¡Ha muerto el amparo de los menesterosos! ¡La paloma blanca ha volado al cielo!
Algunas mujeres se desmayaban; otras, caídas en el suelo, mesábanse los cabellos; algunas, trágicas, alzaban en brazos a sus hijos, y les mostraban el féretro como el destino inexorable. El coro clamaba siempre:
—¡Ha muerto la madre de los desvalidos! ¡La estrella de plata se apagó en los cielos!
Y los himnos heroicos resonaban confundidos con los cantos litúrgicos.
Al fin, llegamos a la capilla del palacio; las puertas abriéronse, dando paso al cortejo. El pueblo esperó con paciencia a que se le franquease la entrada para contemplar una vez más a la que fue su amparo y consuelo. En todos los labios había una palabra de loa, y en todos los ojos una lágrima. Al fin, la gran puerta de bronce tornó a descorrerse, y la gente penetró en el templo. Al pisar el umbral, quedé deslumbrado. Jamás en correrías de viajero, ofreciose a mis ojos espectáculo de mayor magnificencia ni de arte más refinado y suntuoso. Admirables mosaicos, en que sobre el fondo de oro, de cegadora luminosidad, destacábanse con brillante colorido; las figuras, llenas de hierática nobleza, cubrían los muros. Representaban la ceremonia de ungir el papa Silvestre V Emperador a Fernando Augusto, y de ceñirle la corona de hierro de los Reyes Santos. Las figuras, cubiertas de extrañas vestiduras, recamadas de piedras preciosas, tenían esa ingenuidad que prestaban los artífices de la Edad Media a sus creaciones, y agrupadas, en posturas inverosímiles, rendían pleitesía al joven soberano, que, más que la belleza de las deidades paganas, tenía la elegancia un poco melancólica de los héroes de la leyenda cristiana. El viejo pontífice sostenía en sus manos la saya sagrada, y coronando la apoteosis, la Santa Virgen, apareciendo entre nubes pobladas de ángeles concertantes, bendecía al nuevo Rey. Monstruos quiméricos, dragones de lengua de fuego, alados grifos, unicornios y otras alimañas de la fauna fantástica, mezclábanse con los personajes reales.
A la entrada de la iglesia alzábanse dos altos pilares de mármol negro, soportando, el uno, espantable basilisco de dorado bronce; el otro, la imagen de San Miguel Arcángel pisando a Lucifer. Y por fin, en el centro del templo, cuatro columnas de lapizlázuli sustentaban un baptisterio de oro enriquecido de esmaltes y diamantes.
Avancé con el gentío enloquecido en ruidosas manifestaciones de duelo, y otra vez me hallé la santa muerta. Mis ojos irreverentes buscaron instintivamente la sonrisa de Gioconda, la enigmática mueca que me obsesionara siempre. Nada. El rostro conservaba su admirable serenidad de yacente estatua. Una palidez cerúlea cubría la mascarilla, encuadrada en las blancas tocas, y la paz de los bienaventurados había descendido sobre su frente.
Temblé. Aquello era peor que una impiedad o una profanación; aquello era un sacrilegio. Hacía siglos que ningún viviente (excepción hecha de los frailes), ni aun los mismos Emperadores, entraba allí. ¡El pudridero! Para penetrar en la trágica cripta, en que se descomponían los cuerpos de los Westfalias, era preciso haber traspuesto antes ese misterioso umbral que se llama la muerte. Habitante ninguno de este mundo tenía derecho a visitar aquel recinto, que, como ciertos trágicos jardines de conseja, formaba parte delmás allá. Sólo los religiosos de la sombría Orden del Descendimiento poseían el privilegio de entrar en los reinos de la muerte. ¿Y acaso ellos pertenecían al mundo? Sus votos de silencio, de castidad, oscuridad y ayuno, hacían de ellos fantasmas que habitaban un mundo imaginario de renunciamiento.
Sentí el frío de ultratumba y mis dientes castañeteaban. Miré en derredor. La pieza era una sala pequeña, alta de techo, con el suelo y los muros revestidos de basalto. En la bóveda, una alegoría egipcia de la muerte; en el centro de la estancia, un lecho bajo de mármol negro; a la derecha, abierta en el muro, una puerta de ébano y plata. En el dintel, una estatua del Dolor, labrada en alabastro, doblada la cabeza, oculta por el largo velo; al otro lado, un ángel, con las alas plegadas, llevábase un dedo a los labios ordenando silencio.
¿Cómo estaba yo allí? El dinero es una gran arma que esgrimen hoy las poderosas empresas periodísticas; pero yo, algunas veces creo que dinero e influencia no son sino armas de la Fatalidad, que, agazapada en la sombra, juega con los humanos. ¿Por qué estaba yo allí? Fuera de las suntuosidades externas y del dolor popular, ¿qué interés podía ofrecerme el sepelio de aquella princesa? Y, sin embargo, aquella mujer a quien no conocía, a quien ni siquiera había visto más que en las páginas de los semanarios gráficos, a quien unas veces creyera hábil política, otras fanática, y algunas tocada de diletantismo de abnegación teatral, me atraía con fuerza superior a mi menguada voluntad.
Resonaron los cantos funerales que salmodiaban los frailes; a lo lejos, las charangas militares repicaban las bélicas notas del himno guerrero de Nordlandia; los cañones hacían las salvas de ordenanza, y las campanas tocaban a muerto. Los batientes de la puerta se abrieron y apareció el féretro, llevado por cuatro hermanos, con el negro hábito, bordados sobre el pecho la calavera y las tibias, la capucha caída sobre los rostros, de los que sólo se divisaban las barbas blancas, y de improviso hízose un silencio absoluto.
Desde mi escondite, vi al viejo Emperador inclinarse, y luego, rodeado de su séquito, desaparecer. Los monjes colocaron el féretro sobre el marmóreo lecho, rociaron el cuerpo con agua bendita y salieron, dejándome solo con el enigma de aquel cadáver. Entonces, haciendo acopio de valor, salí de mi encierro y me acerqué.
Apesar de los cinco días transcurridos desde la muerte, no se notaba en la muerta síntoma alguno de descomposición. El perfil correcto, los labios pálidos, los ojos cerrados, todo el conjunto del rostro conservaba la misma beatífica dulzura. Ni una alteración de color, ni una mancha que denunciara la intensa fermentación; nada. La princesa dormía su apacible sueño, como esas bienaventuradas milenarias que duermen en los pétreos sepulcros de las viejas catedrales. ¡Era una santa!... Y, sin embargo, la imagen de la sonrisa equívoca volvía inquietadora. Para ver mejor me arrodillé, y púseme a examinar el rostro, sin hallar vestigios de putrefacción. Ni una mancha, ni una de esas azuladas vetas que anuncian que vuelve el polvo al polvo cuando el alma, libre de su cárcel, vuela; ni esa sombra negruzca que sombrea los labios y las aberturas de la nariz; nada, nada, nada. Súbitamente, me eché hacia atrás con un gesto instintivo de repulsión: un violentísimo olor a podredumbre, un hedor insoportable a cuerpo en descomposición, un perfume acre y macabro de tumba removida, acababa de herirme. ¡Y el rostro seguía inmutable, sereno, dulcísimo! Mi mano sacrílega tendíase hacia la cara de la santa, y mis dedos, en vez del helado horror de la muerte, tropezaron con una sensación tibia. Resbalé; mi mano apoyose en el rostro de la difunta princesa, y entonces una careta de cera rodó por tierra. Y mudo de espanto, alucinado, tembloroso, meciéndome sobre un abismo de locura, vi el rostro sanguinolento, deshecho, machacado, que contemplara la noche trágica. Pero ahora, en la informe masa pululaba el negro hervir de los gusanos.
Entró resueltamente en el cuarto, encendió luces, muchas luces, todas las que encontró a mano; desposeyose, con un gesto amplio, teatral, del enorme abrigo de chinchilla, que arrojó desdeñosamente sobre una butaquita; dejó caer al suelo el capuchón de raso negro que le envolvía de pies a cabeza, y en pie, ante el gran espejo de tres lunas, arreglose nerviosamente el peinado.
Tras ella, pesado, vacilante, el rostro pálido, los ojos turbios, despeinado el cabello, el sombrero caído a la nuca y la pechera sucia y arrugada, venía Esteban. Al penetrar en la estancia habíase desplomado en unabergère, y allí, despatarrado, innoble, sin tomarse el trabajo de quitarse el gabán ni el sombrero, parecía próximo a dormirse.
Filomena, siempre en pie ante el espejo, trepidaba de impaciencia. Era una mujercita deliciosa, una figura frágil y quebradiza, llena de una gracia efímera debibelot.Muy Luis XV, hacía pensar involuntaria en las pastorelas de Watteau, en las escenas de Boucher y en los grabados libertinos del XVIII francés. Sus gestos de gracia alocada tenían, sobre todo, una elegancia innata, que reflejábase hasta en sus menores movimientos, aun en las ocasiones en que desterraba la euritmia de sus ademanes, el enfado, la pasión o la alegría. Era una de esas mujeres que, sin saberse por qué, recuerdan una época; una de esas mujeres que a cuanto tocan, imprimen el sello de un arte o de una moda, y que nos llevan a exclamar: ¡Así debió ser Teodora, o Margarita de Valois, o la Pompadour, o la condesa de Dubacry, o Madame de Recamier!
Baja, menuda, aunque de firmes y apetitosas curvas; pie breve, mano fina, con uñas sonrosadas como pétalos de flor; el rostro blanco y rosa, tenía los ojos de porcelana azul, de ese azul cielo cuyo secreto guardaba la fábrica de Sèvres; la boca de coral, en forma de corazón (una boca perversa e irónica, hecha a los besos furtivos y a los epigramas de Beaumarchais); y poseía también una cabellera sedosa y rizada, de un rubio miel tan pálido, que parecía empolvada. Al andar, tenía unas veces el ritmo ceremonioso de las pavanas; otras, la gracia alocada de las ninfas del Trianón (ninfas de pomposas sayas y altos tacones rojos) jugando a las pastoras, con los corderillos lanados de azul.
El traje de gasa blanca, vaporoso, de una gracia casi irreal, prendido enpanierspor anchas bandas de seda celeste, salpicada de pálidas flores y sostenidas por diamantinas hebillas, contribuía a marcar la originalidad de la figura; y el cuarto, con su suntuosa eleganciamuy Versalles, sirviéndole de fondo, hacíale resaltar aún.
Era aquella una habitación amplísima, alta de techo, con dos grandes balcones, uno al jardín, otro a un antiguo callejón del viejo Madrid. Situado en el ángulo del palacio de los Quintalvo, habíale elegido Filomena, a raíz de su boda con Florencio, como más independiente para hacer su habitación. Un damasco de color rosa muy pálido, cubría los muros, encerrado en molduras blancas recargadas de conchas y hojarascas doradas. Mofletudos amorcillos jugaban entre las nubes del techo, y aun rodaban al azar de sus retazos en las sobrepuertas, entre guirnaldas de frutas y flores. Algunos retratos de empolvadas damas y unos cuadros de maestros franceses, un tanto amanerados en su mitología convencional, pendían de largos cordones de seda sobre los muros. Muebles deboule, de moquetería y de dorada talla, llenaban la estancia, y por todas partes, sobre las cómodas, tras los cristales de las vitrinas y sobre las minúsculas mesas, puestas al alcance de divanes y butacas, antiguos grupos de Sajonia y Capo di Monti, en que dioses y diosas se perseguían, y marquesas y abates danzaban pastorelas; admirables miniaturas y abanicos de prodigioso varillaje y chinescos países, lucían su belleza quebradiza. Al través de amplia arcada, sostenida por columnas, y a medias defendida por antiguas cortinas de brocado, divisábase la alcoba, con su lecho muy bajo, muy ancho, de talla y seda, cubierto por bordada colcha china, como un barco ideal próximo a bogar con rumbo a Citerea.
De pie siempre ante el espejo de tres lunas, sobre cuyo dorado marco dos palomas de talla se arrullaban, Filomena corregía nerviosamente la imaginaria rebeldía de un rizo. De vez en cuando, como chispazos que anunciasen la tempestad próxima, rumiaba algunas palabras en que rugía una ira sorda y concentrada:
—¡Es una porquería!... ¡Una vergüenza!... ¡Indigno de un caballero!
Esteban, derrengado en la butaca, no parecía prestar valor a las palabras de su querida. Ni aún removía siquiera, y hasta parecía haberse dormido.
Filomena seguía:
—¡Qué asco!... ¡Dios los cría!...
Extrañada por la silenciosa indiferencia que oponía el muchacho a sus apóstrofes, miró disimuladamente con el rabillo del ojo. ¡No faltaba más! ¡Estaba bonito aquello! ¡Se había dormido! ¡Ella desgañitándose, y el señor tan fresco!
Furiosa, abandonó sus cuidados capilares, y dando algunos pasos, plantose ante su amigo, y allí permaneció en actitud expectante, entre asombrada y rabiosa.
Esteban dormía con el pesado sueño de los beodos. El rostro desvastado, terroso; los ojos hundidos en anchos cercos plomizos; los labios secos y la frente cubierta de sudor, era aquello, más que descanso reparador, plúmbea modorra.
Filomena no pudo contenerse más, y con el pie, como se hace para despertar a un bichejo que nos repugna, empujó al durmiente. El abrió los ojos, fijando en ella unas pupilas turbias, que permanecían lejanas, estúpidas, ayunas de toda luz de inteligencia, como si no se diesen cuenta del lugar donde estaban ni de la personalidad de su interlocutor.
Le apostrofó vehemente:
—¿Te parece bien esto? ¿Tú crees que es decente?... ¡Ja ja,—rió sarcástica.—¡Qué cara de idiota!—Y bajando el tono y hablando con reconcentrado furor:—¿Pero tú te has creído que yo soy una de esas pirujas amigas tuyas, una de esas tiorras que estaban en el Real contigo?—Y siguió con creciente saña:—¿Tú te has figurado que voy a aguantarte esto, yo, yo, Filomena Roldán de Undaneta; yo, la condesa de Quintalvo? ¡Ja, ja!—tornó a reír. Luego, cruel, segura de herir en lo vivo, añadió:—¡Tú te has creído que todas somos ese pendoncillo de Constantina Gil!
Un relámpago de ira y con él un fulgor de inteligencia, pasó por los ojos del borracho al oír aquel nombre; pero pronto apagose, y una inexpresión de imbecilidad absoluta enseñoreose nuevamente del rostro. Había vuelto a cerrar los párpados y sumiose otra vez en el sopor de que por breves instantes arrancáranle los furiosos apóstrofes de la irritada dama.
La ira ahogaba a Filomena con tal intensidad, que por un instante privola del habla. Sus ojos echaban chispas, y en el cuadrado descote, orlado de encajes, los senos, duros, redondos, procaces, palpitaban. ¡Aquello era demasiado! ¡Dormirse otra vez! Al fin halló tonos épicos en que manifestar su justa indignación:
—¡Eres un canalla! ¡Ningún caballero, ninguno, ¿oyes?, ninguno hubiese hecho lo que tú has hecho esta noche! ¡Eso no tiene nombre! ¡Es una canallada; peor, una grosería, algo innoble, repugnante, estúpido! ¡Si no me querías, hubiese preferido la franqueza; pero esos engaños son bajunos, indignos de ti y de mí!... ¡Ja, ja, ja!—rió epiléptica:—Me parece estar viendo tu cara de pobrecito que en la vida ha roto un plato! «¡Qué fastidio! Esta noche no podré llevarte al Real, porque mi madre no está buena y me quedo en casa...» ¡Ja, ja! ¡Y yo, bestia de mí, que me cuelgo, loca de contenta, del teléfono, para darte la noticia! «Florencio se va de caza y, como me quedo sin marido, me puedes pasear por el baile». ¡Burra, burra de mí! ¡Te juro que no me vuelve a suceder! ¡Tú no sabes de lo que yo soy capaz!
Era verdad. Nadie sabía, bajo su aire frágil y delicado de figurita de Sajonia, de lo que ella era capaz, ni la suma de energía que se ocultaba bajo el picudo corpiño y la falda con pompones Luis XV. Apesar de la inexperiencia de hallarse en el segundo amante (no llevaba sino dos años de casada), no había dudado en jugarse el todo por el todo. En vez de la escena de lágrimas y reproches que otra mujer cualquiera hubiese hecho en su caso, supo callar y disimular, para luego, sola, tener el valor de ir al baile y allí sorprenderle. ¡De ella no se reía nadie! Y no había parado aquí la cosa, sino que, a fuerza de audacia, habíale arrancado a sus rivales, y así, borracho y todo, aprovechando la ausencia de su marido, habíalo llevado a su casa. ¡Ah, nadie la conocía, ni podía adivinar la voluntad que dormía en el fondo de su cuerpo gracioso y liviano de muñeca bonita! Siempre había sido así. Famosa era de soltera, por arrostrar impertérrita lances que a otras mujeres más maduras amilanarían. Gustábale de hablar con gentes que pasaban por osadas, empujarles, lanzarles por despeñaderos peligrosos, y luego contenerles con una mirada. Adoraba los ejercicios violentos; jugaba al tennis medio desnuda, con un impudor inconsciente que desconcertaba a todo el mundo; nadaba como una sirena y arrastraba a sus adoradores mar adentro, para dejarles luego vencidos, casi en peligro de ahogarse; bailaba, entregada en un pecaminoso abandono de voluptuosidad, hasta que sentía desfallecer a su pareja; pero, sobre todo, gustaba de galopar en un loco vértigo de velocidad. Quien la hubiese visto una vez, no podría olvidar aquella figulina airosa, llena dechic, con la elegancia exquisita de las estampas cinegéticas del siglo galante, que, de improviso, a lomos del ardiente potro, seguida de su jauría de galgos, convertíase en un centauro, que galopaba enloquecido a través de bosques y viñedos, saltaba obstáculos, salvaba ríos, en una loca carrera de pesadilla. Y había más, lo que sólo ella, el cielo, los árboles y las flores conocían: las tardes deLas Chumberas, aquellas tardes andaluzas de un bochorno imposible, cuando, tras inverosímiles galopadas, deteníase en un campo de labor, y entablando conversación con algún tosco campesino, iba poco a poco encendiendo en él la llama de todos los deseos. ¡Ah! ¡La salvaje, la bárbara voluptuosidad de sentirse deseada así! ¡El acre encanto de ir viendo alumbrarse en los ojos negros de abismo el fulgor de todos los malos deseos! ¡El placer feroz de sentir rugir la bestia que despertaba, se desperazaba e intentaba herir! ¡Cuántas veces en aquel juego peligroso, el látigo frío y cruel abatió una mano audaz! Pero lo que no olvidaría nunca fue su lucha con José Manuel, el vaquero. Uno de los mayores placeres de Filomena era bajar a la dehesa, y allí, a caballo en su jaca, bien empuñada la garrocha, torear a los feroces brutos. Pronto a aquel gusto unió otro. José Manuel, el garrochista, el hombre casi salvaje, le amaba. Desde entonces, la muñequilla comenzó a jugar con aquel amor. Los toros parecíanle inofensivos junto al bruto negro, velludo, sudoroso, que temblaba de deseo en su presencia. Ella le irritaba, le desafiaba, le exasperaba con sabias coqueterías, con amicales caricias llenas de ternura protectora, con una impudicia cándida e indiferente que mostraba a los inyectados ojos del galán prodigiosas desnudeces, turgencias de nardo, curvas suavísimas, como si se tratase de un viejo servidor o de una bestezuela familiar. Y un día sucedió lo que fatalmente tenía que suceder, lo que era ley que sucediese: el bárbaro saltó sobre ella. Fue una lucha feroz en que la ninfa se defendió del fauno a golpes, a puntapies, a arañazos, a mordiscos; él, jadeante, enloquecido, creciéndose al dolor como un animal feroz, pugnaba por dominarla sin poderlo lograr. Cien veces sintió Filomena deseos de dejarse tomar, y otras tantas se rehizo. Al fin consiguió desasirse, y su látigo azotó muchas veces el rostro del salvaje. Luego comenzó la retirada. ¡Ah! ¡La emoción tremenda y deliciosa de aquella retirada entre los toros desmandados, teniendo que dar cara a la fiera vencida! ¡El escalofrío único, supremo, de aquella marcha!
Ante su amante, ahora, dio una tregua a su ira para tomar respiro. Luego reanudó:
—¿Pero es que tú te has creído que yo voy a tolerar esto? ¿Es que te figuras que yo soy una pánfila, buena para todo? ¡No, hijo mío, no!—prosiguió, mientras su ira iba encrescendo—. ¡De mí no te ríes tú, ni nadie! Prefiero la lealtad, aunque sea cruel (¡en este caso no lo hubiese sido, porque me importas tú y todos los hombres habidos y por haber, un comino!). Pero las mentiras son innobles!—Y como el indiferente parecía adormilarse, alzó el diapasón:—¡Esos líos y esos engaños no son dignos de personas bien nacidas! ¡Son tretas de chulo!
Detúvose de improviso. Una extraña semejanza acababa de herirle, y una idea rara cruzaba su cerebro como la sombra de un pájaro extravagante.
Carlos permanecía siempre despatarrado, la camisa manchada de vino, arrugada y entreabierta, y la cabeza tronchada sobre el hombro; en el rostro, de amarillez enfermiza, las noches de crápula habían puesto un sello de cansancio, y los cabellos, despeinados, cayendo en un gran mechón sobre los ojos, estrechaban la frente. ¡Un chulo! La extraña semejanza que hallaba por primera vez en el elegante, causábale indefinible turbación. Era verdad; así parecía un chulo. La rigidez de personacomme il fauthuía con la borrachera y, en cambio, el cuerpo adquiría una elasticidad fofa de felino en reposo, esa extraña distensión muscular que se observa en los golfos y en los gatos dormidos al sol. La cara hacíase más dura bajo la lividez malsana (una lividez de hombre que vive del amor y para el amor) que la cubría; la mandíbula destacábase cuadrada, dura, cruel; un gesto cansado, malo, dañino, arrastraba la comisura de los labios avejentándole, y bajo la frente pequeña, terca, inexpresiva, frente de esclavo, de gladiador o de torero, que, deshecho el británico planchado del pelo, aparecía más estrecha, oculta por lacios mechones, los ojos, cerrados, dormían en el cansancio infinito de las ojeras parduzcas. ¡Un chulo! Carlos así no era el hombre elegante, el tipochic, el moderno Brummel: era, lisa y llanamente, el macho, el chulo, el hombre de placer, como dicen las francesas, el amante. En el sutil espíritu lleno de análisis de Filomena surgió una pregunta inquietadora: ¿Le amaría por eso? La idea aumentó su rabia. Apostrofole.
—¿Sabes lo que me das? ¡Asco!—Pero como viese que él sin indignarse tornaba a dormilar plácidamente, buscó algo que le hiriese mucho:—¡Eso sí que no! Para dormir te vas a casa del pendón de Constantina.
El golpe dio en el blanco. Carlos abrió los ojos, y con voz bronca tartamudeó:
—¡Deja a Constantina en paz!
Pero la otra acababa de ver deslizarse por las pupilas, tras los vahos de alcohol, una llamarada de ira, y sintió la necesidad perversa de azuzar a la fiera:
—¡Jesús! ¡Que no toquen a Constantina, que se rompe! ¡Haces bien, hijo, haces bien, porque la verdad que es una santa de mírame y no me toques!—Y como él, despejado a medias por la indignación, la mirase casi amenazador, insistió:—¡No sé por qué me miras así! ¡Ni que fuese alguna novedad! ¡Todo el mundo está harto de saber que Constantina Gil es una perdida!
Libre como por ensalmo de la torpeza, púsose en pie y, cogiéndola por un brazo, conminola a callar:
—¡Cállate!
Forcejeó ella:
—¡Ja, ja! ¡Pégame, anda! ¡Era lo único que te faltaba! ¡Aunque me mates, no me cansaré de decir que tú eres un chulo y ella una golfa!
Sombrío, amenazador, murmuró:
—¡Te prohíbo que la nombres! Sólo con nombrarla la manchas.
—¡Ja, ja!—rió otra vez, procaz, Filomena—. ¡Si sois el uno para el otro! ¡Un chulo y una golfa!
La ira le cegó, quitándole toda noción de decoro y delicadeza. Como un villano cayó sobre ella, y comenzó a vapulearla. Fue una escena bárbara, cruel y repugnante: la hembra, caída en el suelo, mordía, arañaba, pateaba, repelía la agresión con las uñas y con los dientes; él, golpeaba cruel, despiadado, borracho ahora de bestialidad. Al fin dominose y, desplomándose en una butaquita, ocultó la cabeza entre las manos con desesperada saña.
Filomena, caída en el suelo, medio desnuda, gemía quedamente.
—¡Ya no me quieres!
—¡Calla!
Puso Filomena en sus palabras un dejo de impaciencia, y sus ojos azules clavaron una mirada rencorosa en el muchacho. Estaban acodados al gran balcón que se abría sobre el jardín. La noche de junio bañaba la tierra en una paz llena de poesía. El cielo tenía la serenidad demasiado luminosa y demasiado azul de los firmamentos que pintaron los cándidos astrónomos de los siglos medios. Sobre la bóveda de zafiro, la luna, como un ópalo gigantesco, brillaba pálida. Bajo la plateada luz del satélite, los árboles del viejo jardín de los Quintalvo formaban oscuras masas pobladas de rumores. Entre las frondas albeaban algunas estatuas, y al fondo de una calle blanca, bordeada de arrayanes, una fuente, como un espejo roto, reflejaba, temblorosa, la faz de la luna.
Sobre los altos muros que cerraban el jardín, divisábase un trozo de calle, una callejuela de los barrios bajos, sórdida, llena de burdeles y cafetines, por donde transitaban los chulos y las vendedoras de amor. Tras la encantada barrera del jardín, el cuadro innoble de la calleja era más violento, más detonante, más agrio e inarmónico. Las manchas de luz y sombra tenían una violencia hórrida, exenta de matices, y las figuras rotundas, lamentables y grotescas, figuras de mendigos, de golfos, de hampones, de prostitutas y celestinas, destacábanse con una crudeza repulsiva.
Filomena y Carlos hallábanse hacía rato en el balcón. Vestido él de frac, correcto, impecable, como correspondía a un hombre de mundo que había venido a comer al palacio de la condesa de Quintalvo; ella, envuelta ya en los pliegues de amplio ropón de seda, blanco, adornado de viejos encajes de Malinas, en el abandono de undeshabilléde mujer elegante, asomáronse a la ventana, buscando tal vez, con un vago anhelo irrazonado, la sombra de la ilusión que había huido para siempre.
Desde la noche carnavalesca en que, en la ceguera del alcohol, comportárase como un jayán, el encanto de su amor habíase quebrado. Al día siguiente de la escena canallesca, Carlos, al volver a ser el hombre correcto, elgentlemande siempre, sintió vergüenza y amargura. Un canastillo inmenso de orquídeas y una carta devota, humilde, ferviente y apasionada, fue el primer paso. Filomena perdonó fácilmente, y las cosas volvieron a su cauce. Pero, sin saber por qué, el encanto estaba destruido. La Quintalvo sentía que le faltaba algo. No es que le guardase rencor por las brutalidades; pero... Trató de analizar el origen de su inquietud, y no acertó a encontrar la causa. Decididamente, rencor no era. Pero anhelaba algo extraño, desconocido; una sensación inexplicable le invadía; la tristeza de un vacío inmenso gravitaba sobre su vida, dándole la impresión de tedio invencible, de monotonía, de una neblina gris y uniforme que lo envolvía todo. Algunas veces sorprendiose a sí misma espiando los menores gestos de su amante, buscando en ellos la huella o el conato de una brutalidad; nada. Carlos, impecable, caballeresco, galante, rendido, mostrábase cada vez más enamorado, más entusiasta, más fervoroso. Cada nuevo día despertaba en él una delicadeza; hacía vibrar una nueva fibra espiritual, como si esperase, a fuerza de bondad y dulzura, hacer olvidar la hora cruel. Y, sin embargo, Filomena no era feliz. Según él, se entregaba haciéndose romántico y quintaesenciado; el abismo abierto en la vida de la condesa de Quintalvo se agrandaba. Involuntariamente le zahería; involuntariamente en injustificadas crisis de mal humor; llevábale constantemente la contraria; trataba de irritarle, de soliviantarle, procurando, malévola, provocar la explosión de brutalidad.
—¡Ya no me quieres!—repitió Carlos tristemente—¡Ya no soy para ti lo que era antes! ¡Yo no me engaño y sé leer en tu corazón!—Hablaba con reprochadora melancolía. Sus ojos soñadores de niño grande mirábanle con una imploración suprema de piedad.—Yo te quiero más que nunca—prosiguió.—Tu frialdad me hiere, me entristece, me hace daño. Casi te preferiría...
—¡Calla!—interrumpió ella—¡Qué inoportuno eres! ¡No sientes el encanto de la noche!
Sorda ira hervía en ella contra el indiscreto que, por dos veces, rompía la inefable sensación de melancólica dulzura que la embriagaba como el aroma demasiado intenso de una flor venenosa. Por vez primera, desde hacía muchos días, hallábase bien así: no deseaba nada ni esperaba nada, en un nirvana voluptuoso y triste. Doblada sobre el barandal, con abandono casi absoluto, dejaba colgar sus manos de marfil, largas y finas, raramente enjoyadas, a la caricia de la brisa nocturna, y entregábase en cuerpo y alma a la sensual dulzura que subía de la tierra húmeda:
—¿Ves cómo ya no me quieres?—gimió él.
—¡Calla!—Ahora fue brusca e imperativa. Habíase incorporado súbitamente, y sus ojos azules, en que brillaba una claridad perversa, hecha de lascivia y de crueldad, la luz que debió de fosforecer en los ojos de las emperatrices ante los cristianos arrojados a las fieras, seguían un drama lejano.
En la callejuela lóbrega, situada al otro lado de los muros del jardín, desarrollábase una escena de barbarie callejera. Una mujer de las que hacen profesión de sus encantos, hablaba con un chulo, un tipo fuerte y arrogante de macho. Poco a poco, los gestos, en un comienzo untuosos, tiernos, acariciadores, fueron tornándose sobrios primero, bruscos luego, amenazadores después, violentos al fin. Estalló la bronca. El, violento, airado, había cogido a la infeliz por el mantón y zarandeábala. Luego siguió una pausa, en que tornaron a hablar unos instantes. Pero ella debía haberse negado a algo muy transcendental, por cuanto el galán comenzó a darla golpes. Eran unos golpes crueles, dirigidos a la parte más delicada de la infeliz: al rostro, al pecho, al vientre; eran unos golpes violentísimos, mal intencionados, feroces. En el claroscuro que formaban los cuadros reflejados por las puertas de las buñolerías en las sombras del callejón, la escena tenía una ferocidad cruel, que ponía un escalofrío en las espaldas.
Filomena, inclinada sobre el barandal, las manos crispadas, los labios secos, jadeante el pecho y los ojos dilatados, seguía la escena con un interés de pesadilla.
La mujer, por fin, cayó al suelo, y allí el bárbaro coceola a mansalva. Al fin la abandonó y, lentamente, comenzó a alejarse. Sucedió entonces algo extraño, absurdo; la hembra alzose trabajosamente y corrió tras él. Colgose suplicante, mimosa, de su brazo, y como él la rechazase aún, siguiole humildemente como un can.
Un velo se rasgó en el espíritu de la Quintalvo, y a la luz lívida de los cafetines, bajo el maleficio de la luna, sintió el terror de la revelación: ¡Ella, Filomena Roldán de Undaneta, condesa de Quintalvo, tenía un alma de prostituta!
Temblando de frío y de miedo, detúvose junto a la puertecilla del jardín. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué en vez de permanecer en el suave abrigo de la alcoba, cálida y blanda como un nido de amor, disponíase a correr las callejuelas de los suburbios bajo el velo glacial de la lluvia, como una ramera? ¿Por qué ella, tan frágil, tan delicada, tan quebradiza, lanzábase así en la noche cómplice al encuentro de lo ignorado? Todos sus esfuerzos eran inútiles; algo más fuerte que su voluntad le arrastraba hacia aquellacosamisteriosa y terrible que vivía en el fondo del misterio. Desde que una noche nefasta la trágica revelación se hizo en su vida, sentíase arrastrada por la resaca a no sé qué ignorados abismos. Era inútil que ella, lectora de Platón y de Descartes, familiarizada con Schopenhauer y Nietzche; ella, tortuosa y erudita como una de aquellas marquesas de Versalles que representaban farsas ante el Rey, flirteaban con Monseñor el Cardenal de Rohan y eran amigas de Juan Jacobo y de Voltaire, tratara de sonreír y fuese escéptica hasta en la liviandad. Algo terrible, monstruoso, fatal, alzábase en su vida, y toda la amable frivolidad, hecha de amor y de filosofía, descorríase como bambalinas de un teatro, y quedaba la aridez horrible de yermo, de una vida desvastada por la lujuria, en cuyo fondo brillaba, como único faro, el misticismo. A él había vuelto los ojos angustiados, pero también fue estéril. ¡Era pronto aún! Ante la cruz, el macho cabrío danzaba lúbrico y burlón, y el signo redentor no era sino un ensueño remoto, mientras los pecados, como enfurecidas avispas, clavaban los aguijones en su carne. Todos los días el hambre insaciable de los poseídos le arrancaba del lecho y le arrojaba al través de la noche.
Abrió la puerta y, recatándose en la sombra, salió a la calle. Después comenzó a caminar en busca de lo desconocido.
Cuando Narciso Alvear penetró en su despacho, desplomose en un sofá, y dejando caer, con un gesto de supremo cansancio, la máscara de altiva satisfacción, reflejó en su semblante todo el enorme desaliento que anonadaba su espíritu.
Todavía resonaban en sus oídos los aplausos entusiastas, fervorosos, inacabables; todavía cegaba sus ojos el intenso fulgor de las luces, el relumbrar de las joyas y el chisporroteo de las pupilas femeninas incendiadas en llamaradas de entusiasmo; todavía las auras del triunfo le envolvían, y, sin embargo, sentíase hundir en el abismo de vergüenzas y miserias.
Allí, en el cajón, al alcance de su mano, estaban las cartas, en que Petra (aquel nombre sin apellido habíale hecho el extraño efecto del número de una ficha antropométrica), averiguada, sin que él pudiese sospechar cómo, la personalidad del grande hombre, le imploraba, le exigía, le imponía, amenazadora, una nueva cita. Y aquel contacto súbitamente establecido, en la hora de la apoteosis, entre su pública vida de glorias y su misteriosa vida de abyecciones, hacíale temblar como un azote de la fatalidad que era impotente a vencer.
Petra, Rosa, Catalina... Aspasias de una hora, Thais de mancebía barata, Margaritas de encrucijada, Magdalenas de cafetín, eran para él engendros de pesadilla, que vivían unos momentos y luego se evaporaban. ¡Petra! ¿Quién podía ser aquella mujer que le conminaba, con rebuscados términos, en una carta, que de puro remilgada transcendía a falsedad, a acudir a una cita? ¡Bah! Sería instrumento de cualquier tentativa dechantage.
Con amargura pensó en el desnivel inmenso que hay entre la inmortalidad y las pasiones. Sus ojos, irónicos, pasearon por el despacho, lleno de trofeos de las victorias. Recordó cómo entraban allí sus discípulos, sus admiradores, sus amigos, con unción casi religiosa. Aquel era el templo donde la luz divina descendía sobre la frente del genio; el laboratorio donde se elaboraban aquellas obras admirables. Irónico, sonrió. ¡Si supiesen! Apenas si en aquel recinto ponía en limpio cuartillas nerviosamente garrapateadas en horas de fiebre. Su inspiración no estaba allí, ante los sombríos retratos de santos y guerreros, o ante las cándidas vírgenes boticellescas; su inspiración vivía muy lejos: en los suburbios de las ciudades populosas, en los oscuros rincones de las tabernas, en los sombríos callejones donde pululan las sacerdotisas de Venus, guardadas por sus fieles galanes los barateros; en los misérrimos lechos de las casas de lenocinio. Su musa no era ninguna de las nueve hermanas: era una musa canalla que peinaba negros bucles con bandolina, y los aprisionaba con vistosas peinetas, en los callejones del Lavapiés madrileño; ataba rojos pañolillos a su cuello en losimpassésdelSebastode París; tocábase con ligeros sombrerillos en el Graben vienés, y paseaba envuelta en el tschaffs por las calles de Constantinopla. Su jardín interior no era el vergel de las Hespérides, sino un museo patibulario, en que absurdas criaturas, de rostros atrozmente embadurnados de pintura, se retorcían en muecas trágicogrotescas de lascivia demoníaca.
Volvió al asunto que le preocupaba. ¿Iría? Sentíase arrastrado por una oculta fuerza y, al mismo tiempo, temía. ¡Qué más le daba! ¡Una vez más!
Con precauciones de ladrón, miró con azoramiento a un lado y otro, para cerciorarse que no había más testigos de sus nocturnas correrías que la luna, serena como el rostro de un aparecido, y las estrellas, que parpadeaban en la azul magnificencia de la noche. Como efectivamente nadie transitaba por el callejón a tales horas, franqueó la puertecilla del jardín, y a buen paso se alejó del hotel. Por la calle de Alfonso XII salió al paseo de Atocha, y cruzándole rápidamente se internó por las Rondas. Ya allí, bajose el cuello del gabán y comenzó a caminar más despacio.
Sin querer, volvía a su memoria, con la obsesionante pesadez conque nos atormenta, en una noche de insomnio, el estribillo de cualquier tribial canción, una frase de su comedia. Moderno Nabucodonosor, entre el fulgor de luces y el resonar de aplausos de la apoteosis triunfal, veía destacarse ígneas las palabras amenazadoras: «En la vida, tarde o temprano, la hora del balance llega siempre. Los hombres, al destruir los dioses, han creído libertarse de sus jueces, sin pensar que la vida es el supremo juez».
Todo el horror de su existencia se alzaba ante él. ¡Su existencia! ¡Aquella extraña cosa que, bajo los armónicos pliegues de la clásica clámide del arte, como cuerpo impuro, roído por los gusanos, el deseo, se contorsionaba trágico o grotesco! ¡Ah! ¡Cuando, después de las cálidas horas de un día de gloria, lanzábase en las sombras temerosas de la noche, preso en el verde maleficio de la luna! El, el grande hombre, como los extraños engendros de quimera, como las brujas y los trasgos, como las poseídas y los ajusticiados, vivía una vida misteriosa y escalofriante, al amparo de las tinieblas nocherniegas. Mientras los demás le creían en el santuario, recibiendo la visita de la diosa inspiración, corría los suburbios en busca de aventuras, deslizábase por tenebrosos callejones, penetraba en pestilentes chamizos o asomábase a extrañas fiestas en que el hambre, el frío y la miseria, danzaban en brazos de la lujuria, la embriaguez y el crimen, y algunas veces huía, al través de los campos, perseguido por un arma homicida, entre el aullar de perros vagabundos y el gemir del viento.
Rememoró las palabras de Dante-Gabriel-Rosetti: «Hay almas débiles, altivas y apasionadas, que no pueden sacrificar sus deseos ni renegar de su ideal. Y así su vida sentimental es una extraña mezcla de caídas y redenciones, de indulgencias vergonzosas y de abnegaciones heroicas».
Según avanzaba, el cuadro hacíase más típico, más temeroso e inquietante. Quedaron atrás las calles bien empedradas, iluminadas con arcos voltáicos o luces incandescentes; los altos edificios de ladrillo y piedra; los coches y tranvías. Las casas, bajas, deformes, absurdas, apoyábanse las unas en las otras para no desplomarse, mostrando el cinismo de sus fachadas llenas de grietas y desconchaduras, rasgadas de vez en cuando por la roja ventana de una taberna o el lóbrego portalón de una posada. Por las aceras sin empedrar, en el espacio que quedaba libre entre las construcciones y la menguada hilera de árboles raquíticos, torcidos, que alzaban sus ramas esqueléticas al cielo, transitaban tipos sospechosos—chulos, golfos, rufianes—con bizarros atavíos de gavilanes de amor; gentes patibularias—hombres sucios, desgarrados, con trajes de pana, revueltas pelambreras que se salían de la mugrienta boina, y rostros de siniestra catadura a que la barba de ocho días aumentaba aún el torvo pelaje—, o esos extraños mendicantes que parecen escapados de una novela de Quevedo. Por el centro del arroyo, convertido en barrizal, pasaba de tarde en tarde un carro rezagado, que se bamboleaba, se hundía, salía dificultosamente de un bache para caer en otro, entre furiosos juramentos y el restrallar del látigo carreteril. En las esquinas, a la menguada luz de los temblorosos mecheros de gas, veíanse grupos de mujeres que llamaban a los transeúntes con absurdas promesas de amor formuladas en voz aguardentosa. Unas, viejas, sucias, desgreñadas, acometedoras y procaces, hacían pensar en los aquelarres reunidos a la luz de la luna; las otras, miserablemente ataviadas, parodiando con guiñapos las soñadas galas, y embadurnados los rostros, cómicos y dolorosos, de afeites, remedaban máscaras trágicas.
Narciso siguió avanzando; la visión de la miseria canalla, la percepción de aquel vicio truculento en que había hedores de sangre, de podredumbre y calentura, ponía un escalofrío de terror delicioso en su medula. Sus narices se dilataban, venteando el heterogéneo perfume—perfume de miseria, de guisotes, de alcoba y de suciedad—que flotaba en el aire. Y sus ojos escudriñaban las tinieblas, tratando de precisar las inciertas formas que temblaban, desbaratándose en la semipenumbra con apariencias de goyesco capricho.
Llegó a la Ronda de Valencia. Por allí estaba el lugar de la cita. A mano izquierda, abríase, entre rotas vallas y ruinosos muros, un callejón, especie de pasadizo, que debía dar al campo. A la entrada, un montón de escombros obstruía el paso casi por completo. Allí debía de ser. Sus ojos, acostumbrados, como los de los felinos, a tales exploraciones, escudriñaron las tinieblas; entre las sombras temerosas de los muros, en que el miedo fingía espantables figuras, creyó discernir una silueta de mujer, y oyó que le llamaban:
—¡Spch! ¡Spch!
Resueltamente internose en el callejón; sus pies se hundían en el barro, que parecía querer retenerle prisionero, y de vez en cuando, en las estrecheces del camino, enganchábasele el gabán en un clavo y se desgarraba; un perro, tras la empalizada de un solar, lanzó un aullido lúgubre, agudo, penetrante; otro perro contestó de lejos, y luego otro y otro. Un silbido rasgó los aires, y Narciso se detuvo para mirar hacía atrás. Nadie. Delante de él, a treinta pasos, el fantasma femenil se había detenido también, y parecía esperarle. Como Alvear no se moviese, tornó a llamarle:
—¡Spch! ¡Spch!
Reanudó la marcha. El camino hacíase cada vez más angosto; el barro más espeso y pegajoso; más altos los muros y valladares.
El buscador de lances comenzó a sentir miedo. ¿Sería, en vez de la sempiterna aventura, un lazo que le habían tendido? Miró otra vez hacia atrás; ahora, en el cuadro de claridad que proyectaba la calle en el comienzo del sendero, veía destacarse una figura de hombre. Vaciló Narciso un momento; el hombre avanzaba rápido, con firmes pasos, como persona conocedora del terreno que pisa; la mujer alejábase, sendero adelante, cada vez más a prisa.
Narciso Alvear sintiose presa del pánico. Tanteose febrilmente los bolsillos: nada. Ni revólver, ni arma ninguna. Entonces, vencido de terror, echó a correr tras la desconocida.