VI

Entre los príncipes del mostrador porteño, el más célebre sin disputa era don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador. No había mostrador como el de aquel porteño: todo el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habría disputado ese derecho.

Lo tengo tan presente, que si fuera pintor podría hacer su retrato de memoria y con los ojos cerrados: petizón, piernas cortas, movible como una ardilla, muy cabezón, largos cabellos ensortijados y una frente ancha y espaciosa querevelaba todos sus talentos. Sus manos parecían alas, sus ojos luciérnagas; su voz meliflua e insinuante atraía simpáticamente y tenía un vocabulario propio, que el mismo Molière habría envidiado para dotar con él a las mujeres sabias.

Gran patriota, había tomado parte en la revolución de septiembre y en Cepeda, cuyos episodios narraba noche a noche explicando las causas más remotas del desastre con razones convincentes. Pero, si en medio de la narración alguna dama del gran mundo, y sobre todo de la gran política, penetraba en la tienda, don Narciso abandonaba la tertulia, saltaba el mostrador, mandaba alinearse a los dependientes desde el principal hasta el cadete, y comenzaba la batalla de los trapos con una serie de operaciones estratégicas que lo conducían indefectiblemente a la victoria por una combinación de procedimientos tan lógica como la que empleara Napoleón en sus campañas.

Cuando logré conocerlo a fondo, me convencí de lo mucho que valía. Tenía entre sus variadísimos talentos el de afinarse a las condiciones del marchante, ni más ni menos que como se afina un violín a la nota que da el director de orquesta. Don Narciso subía o bajaba el tono según la jerarquía de la parroquiana: dominaba toda laescala; poseía toda la preciosidad del lenguaje culto de la época y daba eldode pecho con una dama para dar elsicon una cocinera.

Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por la mañana se permitía tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvía del mercado y entraba en su tienda. Si la cliente era hija del país, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo. Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el se lo doy por lo que me cuesta, por el tratamiento de madamita. ¡Oh! ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucir, era irresistible.

Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes.

A esas horas del día latoilettede don Narciso era negligente; pero daban las cuatro, y, no bien había entrado el gallego cuotidiano con las viandas, don Narciso se engolfaba en los antros profundos de la trastienda, sacaba del interior del mostrador un pan de jabón de España, se lavaba con él, en un lavatorio cojo de hierrocon pies de sátiro, y a la luz de un cabo de vela, se acariciaba el cuello y la pechera de la camisa para quitarles el aspecto marchito que la labor del día les había impreso; tomaba el peine desdentado de su uso y se peinaba sin agregar otra pomada a sus ensortijados cabellos que un poco de goma de membrillo elaborada por él mismo para su uso particular.

Aderezado de esa manera, ahorcábase en sus cuellos a ladegollée, muy en moda entonces, y con una corbata con los colores de la patria; comía en un verbo, hacía comer a los muchachos, y en cinco minutos ocupaba majestuosamente su trono en el primer extremo del mostrador, campo de sus hazañas, donde, apoyado con toda la elegancia de que era capaz, pasaba la hora estéril del crepúsculo hasta que la noche llegaba y lahigh-lifede aquella época entraba a disputarse las novedades de lo de Bringas.

Mi tía Medea era gran parroquiana de lo de don Narciso y tenía esa inclinación garrulera, común en ciertas señoras, de departir con el tendero todas las novedades de la crónica del día.

Aquella noche no se hablaba sino de política, y solamente los que hemos vivido bajo la atmósfera caliente del Buenos Aires de entonces, podemos apreciar la importancia que tenían las pláticas de los mostradores de la calle del Perúy de la calle de la Victoria, y la concordancia de miras sociales y politiqueras que existía entre don Narciso Bringas y mi tía doña Medea Berrotarán.

Era natural, pues, que aquella noche mi tía se dirigiera a lo de Bringas.

—¡Viva la patria!—exclamó don Narciso al vernos entrar.

—¡Viva!—repitió mi tía;—supongo que usted me anuncia el triunfo, don Narciso.

—El triunfo más completo, señora: Urquiza ha sido completamente derrotado, y todo su ejército muerto o prisionero; la guardia nacional de Buenos Aires se ha batido de guante blanco, Jouvín legítimo. Yo solo he vendido doscientos pares de tirita.

—Una ballenera que ha llegado de Zárate, ha traído la noticia de que Urquiza ha sido hecho prisionero—agregó uno de los que estaban en la tienda.

—¿Será posible?—exclamó mi tía.

—Sí ha de ser, señora, no le quepa duda; si la mozada que iba en el ejército, era de mi flor.

En ese momento se oyeron las detonaciones de algunos cohetes que estallaban a no muy larga distancia.

—¡Cohetes!—exclamó don Narciso,—boletín, ese es boletín! Vaya, Caparrosa—agregó dirigiéndoseal muchacho cadete de la tienda,—vaya y compre el boletín de un salto, y véngase volando.

El cadete, que estaba detrás del mostrador, dio un brinco como un gamo, salvó la valla y tomó la calle por suya en dirección a la imprenta en donde reventaban los cohetes sin cesar.

Al mismo tiempo, un tropel de gente se dirigía a la calle Victoria, donde se aglomeraba la muchedumbre que esperaba la noticia.

Mi tía tomó asiento en lo de Bringas con el fin de esperar el anhelado boletín, y como el cadete que había ido en su busca tardase demasiado, don Narciso despachó otro dependiente más, y detrás de él salieron tres o cuatro parroquianos, cuya impaciencia por conocer las nuevas no les permitía esperar. Mi tía, que no era mujer de esperar, se puso también en marcha hasta la bocacalle y me arrastró consigo.

En una vieja casa de la vereda norte de la cuadra de Victoria entre Bolívar y Perú se agolpaba la muchedumbre, y de cuando en cuando un cohete volador que partía desde el interior de la casa, atronaba los aires.

Mi tía pujaba por abrirse paso, haciendo esfuerzos inauditos para conservar la manteleta sobre los hombros. En la puerta de la imprenta un joven de veintidós años, más o menos,parado sobre una mesa que interceptaba completamente el zaguán de entrada, repartía con dos o tres hombres el boletín de noticias que acababa de imprimirse, y contestaba vivamente a las diferentes preguntas que le hacían los parroquianos con una vocecita tiple y chillona, que en vano se esforzaba por hacer varonil.

Los compradores que conseguían obtener su boletín, salían corriendo después de haber luchado por romper la verdadera muralla humana que cerraba la calle.

Mi tía se engolfaba cada vez más en el pelotón de gente aglomerada. Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, había conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven que vendía los boletines en la entrada, le gritaba:

—A mí, don Jacinto, a mí; me manda don Narciso. ¡Eh, don Jacinto, eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas. Uno para mí, aquí tiene el peso—y mostraba el billete hecho pelotón entre los dedos.

El interpelado, después de mucho rato, y aturdido probablemente por los gritos de Caparrosa, lo vio al fin trepado en la ventana y metiendo apenas la cabeza en dirección al zaguán y arrugando el boletín para tirárselo, le gritó:

—¡Largá el peso!

—Ahí va, don Jacinto, ahí va, agárrelo, ahí va—y Caparrosa tiró su peso con tal maestría, que don Jacinto lo cazó en el aire, ni más ni menos que un gato caza una mosca al vuelo.

Caparrosa tomó el boletín y trató de descolgarse de la ventana; pero mi tía, que ya había conseguido abrirse una brecha y tomar posiciones, le gritaba:

—No te bajes, muchacho, no te bajes, cómprame a mí otro, espera—y diciendo y haciendo, forcejeaba su ridículo que se obstinaba en no abrirse, hasta que, después de mucho forcejear, pescó un peso, y estirando todo cuanto le fue posible el brazo derecho, lo alcanzó a Caparrosa que continuaba trepado en la ventana.

—Otro, don Jacinto, otro boletín para la señora de Berrotarán: ¡Pshit, pshit, don Jacinto! ¡Otro boletín!—seguía gritando y accionando Caparrosa con la única mano libre que le quedaba en su envidiable posición de la reja.

—Largá el peso—volvió a contestar don Jacinto.

—Ahí va, ahí va el peso, barájelo—y Caparrosa tiró el peso, y don Jacinto lo volvió a cazar en el aire.

Caparrosa se descolgó por fin de la reja con sus boletines, y junto con él, mi tía y yo comenzamosa forcejear para abrirnos paso a través de la multitud.

Al cabo de unos minutos salía mi tía bañada en sudor de aquel combate; y acomodándose la gorra sobre losbandeau, entraba triunfante en lo de Bringas con un boletín en la mano.

—¡Triunfo completo; aquí está, véalo, léalo usted!

Don Narciso tomó el boletín, mi tía se sentó en una silla y los demás circunstantes rodearon al lector. Don Narciso leyó con voz conmovida. La victoria era completa. A la lectura de cada nombre de guerrero, las exclamaciones de júbilo de los oyentes interrumpían al lector.

De repente, la frente de don Narciso se nubla, mira a mi tía, mira a los demás circunstantes, levanta al cielo sus ojos, y, con la voz más quejumbrosa y desgarrante, exclama:

—¡El Conde romano, muerto!

—¿El Conde romano? ¿Qué ha leído usted? ¡No puede ser! ¡Debe usted haber leído mal!—exclamaba mi tía sumamente afligida.

—Sí, señora, sí, lea usted, vea: «tenemos que lamentar por nuestra parte la muerte del joven Conde romano...»

—¡Ah, qué lástima de joven! ¡qué pena, qué dolor! Más de una muchacha se va a morir de tristeza: Joaquinita por ejemplo, la de Alegre,está perdidamente enamorada de él; en cuanto lo veía pasar a caballo, envuelto en su capa gris, aquella muchacha no se podía dominar y salía a la puerta de calle para verlo. ¡Pobre joven!

—Y la de Vargas, Victorita, lo mismo; aquí lo encontró una noche y no le quitaba los ojos—dijo don Narciso.

—¿Y qué será del ejército enemigo?—preguntó uno de los parroquianos.

—Se lo ha llevado el diablo, pues; eso no se pregunta.

—Deme mi boletín, don Narciso; me voy a casa a darle la noticia a mi marido, que estoy segura de que no sabe nada de lo que ha sucedido.

—Muy buenas noches, misia Medea. Ya sabe que tengo rica cinta celeste y blanca, y coco con los colores de la patria para que usted se sirva cuando regrese el ejército de campaña. Como usted ha de adornar su frente...

—¡De seguro! con usted y con toda su tienda cuento... ¡Ah! la muerte del Conde romano no me permite gozar de la noticia por completo.

—Vamos, vamos, Julio, y mi tía me indicó el camino para salir.

—¿Y este niño es de usted?—preguntó uno de los visitantes.

—No, señor, yo no he tenido nunca hijos; este muchacho es un sobrino de mi marido, hijo de Tomás, que murió hace tiempo.

—¿Qué Tomás?—preguntó a media voz el interpelante a don Narciso, sin que mi tía pudiese oírlo.

—Don Tomás Rolaz, hermano de don Ramón, aquel empleado de la contaduría... ¿no se acuerda usted, hombre?

—¡Ah! sí, ¿uno muy urquizista?

—El mismo.

—¡Ah! Adiós, amiguito—me dijo el señor curioso, que tanto se interesaba por saber de mí, tomándome del brazo y deteniéndome mientras mi tía ya pisaba la calle;—adiós... cuatro balas merecía éste como el padre—agregó en el mismo umbral de la puerta, frunciendo el gesto.

Yo me escurrí y me prendí del brazo de mi tía, llevando impresa la fisonomía de aquel señor, en quien había tenido la desgracia de levantar tanto odio y tanta pasión de venganza.

Cuando llegamos a casa, mi tío, contra todos los cálculos de mi tía Medea, ya sabía la noticia de la batalla.

La casa estaba llena de gente, como de costumbre. Se repetían los comentarios que habíamos oído en lo de Bringas; la muerte del Conde romano producía entre las visitas extensas lamentaciones y tremendas protestas contra los cobardes enemigos.

Mi tía contó cómo había conseguido comprar uno de los primeros boletines.

A cada momento entraban sirvientes trayendo recados para ella: el doctor Trevexo la había mandado felicitar; los ministros habían hecho otro tanto; el señor Amador y el señor Palenque habían venido a hacerlo en persona. Mi tía rebosaba de orgullo y de entusiasmo.

Yo me retiré poco a poco de la sala y mefui en busca de los sirvientes que departían el mismo tema en las habitaciones interiores de la casa; las mulatas y negras de la servidumbre cotorreaban a destajo sobre política.

Solamente mi buen compañero Alejandro, un mulato que había estado al servicio de mi padre, guardaba silencio y mostrábase taciturno ante el alborozo de los demás.

Yo adoraba a Alejandro; tenía por él una profunda admiración; era el único en la casa que le hacía frente a la tigra, como él llamaba a mi tía. Era Alejandro un pardo alto, delgadito, enhiesto y flexible como un álamo: tenía la cabeza admirablemente puesta sobre sus hombros; entre los sirvientes tenía vara alta, como se dice; todos le llamaban don, y más de una le hacía ojos tiernos, porque Alejandro eraasentre la gente de color. Era cochero de mi tía, y cuando Alejandro empuñaba las riendas de la calesa de la señora de Berrotarán, los tordillos negros de mi tía, al tomar el trote largo, eran la pareja más famosa que por aquellos tiempos trotaba en la calle de la Florida y en el camino de Palermo.

Alejandro, del cual yo hacía lo que se me antojaba, no parecía muy satisfecho con las noticias que corrían por la ciudad aquella noche. Yo estaba desvelado con la excitación naturalproducida por los sucesos, y mi cabeza no pensaba sino en batallas y soldados.

Conseguí fácilmente que Alejandro me acompañara a mi cuarto: mi tío me había regalado varias cajas de solados de plomo, entre los cuales figuraba un regimiento de caballería en cuyo jefe yo creía entrever la figura invencible y milagrosa de don Buenaventura, el general y candidato de mi tía. Los detalles del boletín leído en lo de Bringas, me quemaban los sesos. La primera vocación de un muchacho es la guerra: tener un sable, un fusil, un cañón, aunque sean de juguete, generalmente por ahí terminan los hombres entre nosotros. Tener una o varias cajas de soldados, formarlos, hacerme la ilusión de que aquello es un ejército, ese era mi ideal en aquellos días.

Alejandro, que me comprendió, se echó al suelo largo a largo en mi cuarto, encendimos dos velas, las pusimos sobre la alfombra y comenzamos a formar las dos hileras de guerreros de estaño, una frente de la otra. Por demás está decir que en el ejército de Alejandro figuraba la broza de mis cajas de soldados; el enemigo no merecía otra cosa, mientras que en el mío, las filas estaban compuestas por infanterías y caballerías recién salidas de la plomería. Frente a mi línea de batalla, cabalgando en un corcelblanco en actitud de galopar, con elástico y pluma, sable desenvainado, yo había colocado a mi general. A su turno, Alejandro, sirviéndose de un soldadito roto, había puesto el suyo al frente de su línea y para provocarme me decía:

—¡Este es don Justo, mi patrón!

—¡Muera don Justo!—le grité yo, y, sirviéndome del proyectil recíproco, que era una pelota de goma, envié la primera descarga al campo enemigo, consiguiendo derrumbar toda una hilera de la tropa de Alejandro.

—¡Allá va!—me contestó Alejandro;—y la pelota entró por mi campo, llevándose el primero por delante a mi invicto general.

Lancé una mirada furibunda a Alejandro por aquella falta de respeto y con toda la energía de mis dedos volví a parar a mi capitán sobre el campo de acción; pero Alejandro, con una pasión pueril y tenacísima, volvió a sembrar la muerte y la desolación en mi campo por medio de un nuevo pelotazo que dirigió contra mi ejército.

—¡Basta! no quiero jugar más—le dije con mal humor;—mira, Alejandro. ¿Conoces la tienda de Bringas? ¿Sabes dónde es?

—Sí, niño ¡cómo no! ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque esta noche hemos estado allí, y un señor alto preguntó quién era yo, y al salir, me dijo que yo merecía cuatro balas, como las hubiera merecido papá... ¿Por qué me ha dicho eso ese señor?

—Porque su papá no era como usted, partidario de ese general de estaño que usted quiere tanto.

—¿Y cómo lo es mi tío Ramón?

—¡Bah! su tío Ramón es un zonzo; ni tiene opinión ni sabe dónde tiene la nariz; le tiembla a la tigra, y a usted le ha dicho eso algún tendero adulón de los de por acá que conoció a su papá.

—Pero ¡qué! ¿papá hizo algún mal a ese señor?

—Ya lo creo, no tenía la misma opinión de él.

—Pues ¿y mi tía?

—Su tía es la que da la voz y el voto aquí, menos a mí, que, al fin y al cabo, uno de estos días le voy a dar un susto haciendo desbocar los caballos y echándola a una zanja por exaltada.

—¿Entonces yo debo pelear contra don Buenaventura?

—¡Pues ya lo creo, y ahí va un pelotazo más!—Y Alejandro acabó de derribar todos los soldadosde mi ejército, mientras yo, pensativo, vacilante en la bondad de mi causa, dejaba hacer, sin atreverme a tomar la ofensiva.

Aquella noche me costó dormirme; era día entrado ya, cuando me desperté en medio del sobresalto de un sueño en que me veía amarrado a un árbol, y en momentos de ser fusilado por el señor de la tienda.

Una tarde del mes de enero entró mi tío Ramón a casa con la noticia de que al día siguiente desembarcaría indefectiblemente el ejército vencedor por el muelle de pasajeros. Hacía días que se venía anunciando el regreso de las tropas, y mi tía, cuya casa estaba situada en una de las principales cuadras de la calle de la Victoria, aceptando la oferta de su gran amigo correligionario don Narciso, tenía ocupadas a todas las sirvientas de la casa en coser piezas y piezas de coco blanco y azul para adornar los balcones con ellas y con una gran cantidad de banderas y gallardetes de toda clase que le había prestado, según ella contaba, un comisario de policía, gran amigo suyo.

Mis tíos habían invitado a todas sus relaciones para ver pasar las tropas desde los balcones, y Alejandro, bastante mal humorado porcierto, pasó toda esa tarde y parte de la noche en invitar por recado a todas las amistades de la familia.

Al día siguiente reinaba en la ciudad un inmenso entusiasmo; hombres y mujeres hervían en el puchero porteño, como diría el autor delDiablo Cojuelo. Todas las elegancias, todo el caudal de las modas habían sido reservadas para aquel día. Muchas matronas de peso, que hoy han trepado la cima de los cincuenta, eran criaturas adorables entonces y esperaban con las manos llenas de flores y coronas el desfile de sus guerreros predilectos, hoy maridos vichocos o solterones embalsamados, que purgan el delito de su inconstancia en el Club del Progreso reflexionando sobre una mesa de dominó.

Me habían vestido de nuevo aquel día, y mi tía, que participaba de la alegría general y gozaba por consiguiente de un buen humor excepcional, me había trazado un programa deslumbrador, cuya primera parte consistía en que yo no ocupara un sitio en los balcones, porque no había lugar, en cambio de ir al Bajo a ver las tropas con Alejandro y por la noche al teatro con mi tío. Yo bailaba de júbilo. Ir a la fiesta solo, con Alejandro, era una dicha; el mulato reacio y voluntarioso, se había obstinado en no salir y, encerrado en su cuarto, se negabaa complacerme; pero fueron tantas mis súplicas y mis empeños, que al cabo cedió, y muy de mañana nos pusimos en marcha para el muelle. La ciudad estaba completamente embanderada; yo seguía absorto de la mano de Alejandro, que, caminando con desdeñosa indiferencia, procuraba quitarle la vereda a todo aquel en quien él creía encontrar un transeúnte alegre. Entramos a la plaza Victoria; frente a la Policía se levantaba un arco adornado con banderas patrias y grandes palmas de sauce llorón. Yo quise ver el arco, como era natural, a pesar de la resistencia de Alejandro.

—¡Vamos, vamos, llévame—le decía.

—¡Bonita cosa quiere ver! no pierda el tiempo en ver mamarrachos; vámonos.

Pero tanto hice, que el mulato tuvo que ceder, y llegamos al arco que a mí me pareció colosal.

—Vamos, pues, niño; vamos.

—Aguárdate, vamos a leer lo que dice allí—y yo, que no era muy fuerte para leer de corrido, me puse a deletrear los motes de los bastidores:—«Men-gua y bal-dón a los cobar-des que aban-do-na-ron a sus herma-nos en la ho-ra del pe-li-gro».

—¡Mengua para ellos!—me contestaba Alejandro, taimado.

—Demos vuelta, vamos a ver lo que dice del otro lado del arco.

—Si no debe decir nada—me replicaba Alejandro...

—Sí, sí, vamos—y obligándolo a dar vuelta, me encontré con otro letrero.—No ves, porfiado,—le dije,—como aquí también han escrito.—¿A ver lo que dice?—Y después de mucho esfuerzo, deletreé:—«Se-pul-cro del úl-timo de los ti-ranos.—Des-truc-ción de los úl-ti-mos res-tos de la maz-horca».

—¡Ah, perros! ¿Eso han puesto?

—Eso, sí, ¿y qué tiene de malo? ¿Por qué te enojas?

—Porque todo eso es mentira, niño; es puro papel pintado, como todo lo que manda hacer el doctor Trevexo.

—Pues estás equivocado; ese letrero no lo ha puesto el doctor Trevexo, sino mi tía Medea: ella lo escribió el otro día y yo le oí decir que era para que se pusiera en uno de los arcos de la plaza.

—¡Ah, tigra! Sólo ella es capaz de tanta rabia—dijo Alejandro contemplando con ira el arco y levantando el puño en señal de amenaza.

Atravesamos la plaza y descendimos al Bajo por la calle de Rivadavia. Una inmensa turba, compuesta de gente de todas menas, llenaba lavereda y la calle, y se agolpaba contra la baranda de hierro de la muralla que da sobre el río.

Todos miraban el horizonte. El río estaba en bajante, y mucha gente curiosa ocupaba la playa, donde un enjambre de pilluelos saltaba y retozaba por las toscas. No faltaban personas graves que, armadas de anteojos de teatro, escudriñasen el río y consultasen con sus vecinos los puntos más remotos que se dibujaban en el límite del agua con el cielo.

—¿No le parece, señor, que han de venir por allí?—decía un hombre a otro que, valido de un pequeño anteojo de larga vista, interrogaba el horizonte con majestad.

El interpelado no contestaba nada, y parecía resuelto a emplear la más estudiada reserva con su interlocutor, que se mostraba sumamente interesado en trabar relación con él.

—¿Es telescopio ese?—insistió el oficioso.

El dueño del anteojo no contestó nada. Semiavergonzado el preguntón, mironos a todos los que rodeábamos al señor del anteojo, con cara de cretino como un individuo que se confiesa en una posición falsa.

Pero nuestro hombre no era individuo de ceder a dos tirones y reincidió.

—¿Me quiere dejar mirar un momento?

El dueño del anteojo tampoco contestó esta vez.

—¡Eh, señor!—repitió tocándole tímidamente sobre el brazo—¿me quiere dejar mirar?

El del anteojo sacó los ojos del vidrio, dio vuelta para ver quién le hablaba y contestó secamente:

—¡No!

El desairado trató de forjar una sonrisa para disimular.

Entretanto, había ganado posiciones junto a la reja del murallón donde estábamos, una señora gorda, con un peinado de bananas sobre el cual colgaba una mantilla española de chapa, metiendo codo a todos los obstáculos que había encontrado a su paso; la cara, iluminada por una capa de colorete recientemente aplicada, distribuía una sonrisa perenne por todas partes; y metida dentro de un vestido de moirée verde, inflado por un miriñaque movedizo y oscilante, parecía un montgolfier en el momento de elevarse.

Un lunar con pelo en la parte inferior de la cara daba a nuestra recién llegada un aire picaresco de coqueta retirada.

Acompañábanla dos muchachas de aspecto poco distinguido, pero llenas de arrumacos y perendengues, con unos cuerpos bien trazados,y unos bustos en los cuales la Naturaleza o el arte habían abusado con cierta insolencia de una inclinación marcada a la exuberancia. Las dos muchachas, oriundas del barrio de Monserrat seguramente, rayaban en los 20 o 22 años y penetraron en nuestro grupo, que ya se iba estrechando, metiendo una algarabía inusitada de gritos y risotadas cuyas causas no me podía explicar.

—Mira, mamá—dijo la mayor,—este caballero es tan amable, que te va a dejar mirar por el anteojo.

—¡Por Dios, Raquel! no molestes a ese señor... ¡qué va a decir de nosotras!—contestaba con un tono de aparente reproche la señora.

—¡Señor, señor! ¿quiere dejarnos ver por ahí?—insinuó la otra joven.

—¡Ah, no, por Dios, no se incomode usted!... Judit, por Dios, cállate—repetía la madre con un contoneo de cabeza continuo.

El del anteojo continuaba impasible como una estatua, como si nadie le hablase.

—Allá se ve un humo, allá vienen—gritó uno por allí cerca. La ola humana se agitó y se hizo un remolino; la gente se agrupó en la baranda; todos querían ver. Yo, prendido de Alejandro, trepado sobre sus hombros, dominaba la altura.

—¡Ay, que me arrugan!—- gritaba la madre de Raquel y de Judit, sin que el miriñaque la ayudara a subir.—¡Ay, mi vestido, que me lo estropean todo! ¡No veo a Judit! ¡Judit, Judit, Judiiit!

Judit, que estaba allí cerca, y a quien la madre no podía encontrar, conversaba con un joven de sombrero gacho, levita negra de lustrina y pantalón blanco almidonado, sin guardar distancias, es decir, unida a él por una proximidad inusitada.

—¡Ay, mi hija, mi hija! ¿dónde está mi hija? ¡Se me ha perdido mi hija! ¡Judit, Judiiit!—exclamaba la señora prolongando el grito.

—Aquí estoy, mamá, no alborote, aquí estoy—contestó por último Judit, haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que retenía con fuerza para que no se marchara.

—No te muevas de acá, bribona; no te me separes. Ven tú también, Raquel. ¡Ay, Jesús! ¡bien me decía tu padre! No té metas mucho entre la gente con las muchachas, Donata; mira que no faltan atrevidos que las manoseen en los entreveros y que a ti también te han de manosear: ¡Qué gente, por Dios; qué gente! ¡qué falta de respeto con las señoras! ¡Cuánto mejor no hubiera sido ir a los altos de Colón!...

Pero la muchedumbre en movimiento lo arrastrabatodo. Cargado por Alejandro, que con el brazo libre que le quedaba, se abría paso como un Hércules, avanzábamos a tomar otra posición.

Yo, desde los hombros elevados de mi conductor, veía a la pobre misia Donata y a sus dos bíblicas criaturas, víctimas del pronóstico de su marido y manoseadas por aquella turba indisciplinada, entre la cual había mocitos que le pirateaban las hijas y groseros que le deshacían las bananas y le arrancaban su espléndido vestido color cotorra, admiración suprema del barrio de Monserrat en la misa de una.

—¡Ya han fondeado, ya han fondeado los buques!—gritaban a nuestra alrededor.—Vea, señor,—le decía un negro a un caballero petizón, que en vano se empinaba para poder ver;—vea, allí, allí—y apuntaba con el dedo índice.

—¿Adonde? ¿adonde?—interrogaba el otro impaciente, parado sobre la punta de los pies.

—Allí están; ahí ha fondeado el Salto, allí el Pampero, más atrás el Hércules; aquel que viene andando todavía es el Pintos, y los otros dos barcos de la izquierda son de vela, el San Juan Bautista y el Río Bamba.

—¡Ché! y vos cómo sabés los buques—le dijo Alejandro.

—¡Oh! no ve que soy del Bajo, amigo—contestóel negro.—Mire—agregó,—allá van las falúas a buscar la oficialidad, y las balleneras para desembarcar la tropa. ¡Bomba! ¡Pas! Ese es el Córdoba que hace salvas.

Y, en efecto, una repentina nube blanca envolvió los costados del barco y el eco del cañonazo se dilató retumbando sordamente por los espacios.

Eran las tres de la tarde de aquel día sofocante; las iglesias echaban a vuelo sus campanas, los cohetes y las bombas estallaban en el aire sin interrupción. A medida que la tropa desembarcaba, los batallones iban formando en el muelle la columna. Mientras esta operación tenía lugar, Alejandro y yo contemplábamos desde lejos, recostados sobre la reja, porque no nos habían dejado pasar de los quioscos, de la entrada para adelante.

En la playa, y al pie mismo del murallón donde nosotros estábamos, varios carreros del Bajo, en traje de fiesta, se habían congregado para oír a dos de ellos que, armado el uno con una guitarra profusamente encintada de blanco y celeste, y el otro con un acordeón, cantaban coplas patrioteras en una de esas tonadas características del compadrito de Buenos Aires.

—¡Que cante el virola!—gritaba uno de los oyentes.

—¡Tu madrina!—contestole el guitarrero, que en efecto tenía los ojos más torcidos que una encrucijada.

—Cantá ché lo que has arreglao pa la Guardia Nacional.

El de la guitarra con el del acordeón atacaron un aire vulgar, pero cadencioso, antepasado en línea recta de la milonga del día, y detrás del aire, el virola dijo con voz nasal y chocante la siguiente copla:

Nuestra Guardia Nacionalen Cepeda y en Pavón,con bravura sin igual,se lanzó sobre el cañóndel cobarde federal.

—¡Lindo, don Polibio! Si a carrero y a verseador naide le gana. Hasta a los gringos de las balleneras se les cae la baba cuando canta usted.

Los resuellos chillones del acordeón habrían seguido, junto con los gemidos de la guitarra, si las músicas militares no hubiesen anunciado que la columna, formada ya, se ponía en marcha a lo largo del muelle.

Fue entonces cuando la muchedumbre que obstruía la entrada, arrebatada por una fila de vigilantes armados, encargados de abrir calle, remolineó y retrocedió de espaldas, compacta,hasta apretarse contra las paredes de las casas inmediatas; un tropel de jinetes que venía de la ciudad, ocupó el espacio abandonado. Me deslumbraron el oro de los galones, las plumas blancas y azules de los elásticos agitadas por el viento, los colores llamativos de los uniformes. Alejandro me alzó en alto para que pudiera ver bien, pero apenas tuve tiempo de columbrar un elástico cubriendo una larga y abundante melena de guedejas indolentes que caían sobre una frente espaciosa y unos ojos color plomo; todo esto sostenido sobre un cuerpo que Doré no habría desdeñado para bosquejar un Lafayette en lontananza. Quise ver más, pero los jinetes hicieron caracolear sus caballos; las primeras hileras de la columna aparecieron, y apenas llegó a mi oído el eco de una proclama de acentos olímpicos pero simpáticos que se extinguía en el estruendo unísono de un aplauso tributado por veinte mil manos. Yo aplaudía también y batía palmas.

—¿Por qué aplaude—me dijo Alejandro, de mal humor,—si no oye nada?

—¡Oh!—le contesté—¿acaso es necesario entender? ¿Cómo aplauden también todos los demás sin entender?

Por la noche, mis tíos, como me lo habían prometido, me llevaron al teatro de la Victoria. La compañía de García Delgado cantaba el himno nacional y representaba laFlor de un día, de Camprodón. ¡Oh,Flor de un día! ¡Oh, Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasía excéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragó los miriñaques y el peinado de bananas? ¿No era Lola la más encantadora y la más romántica de las mujeres? ¿No tenía Diego el contorno poético del amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barítono de zarzuela triste?

¿Por qué has de ser un disparate, oh hija legítima de don Francisco Camprodón, adoptada por todos los teatros de la América Latina? ¡Tú que has hecho lagrimar un continente entero desde Veracruz hasta Buenos Aires!

¡Tú has muerto con el batón blanco; porque, así como el guante de piel de Suecia, largo y arrugado, sobre el brazo flaco y nervioso de Sarah Bernhardt ha dado su pincelada a Frou-Frou, así el batón blanco, con cinturón celeste, te hizo a ti, hizo a Lola el prototipo de todas las mujeres de tu tiempo! ¡Qué diablo! ¡tú has tenido también tu lugar en el siglo de Hernani!... ¡Presidentes y ministros, generales y grandes abogados de la República Argentina, han creído en ti, como la República ha creído en ellos! Tus octosílabos rumorosos agitaron más de una noche el pecho de la virgen y no fue sólo el teatro tu dominio! Fue también la familia, el hogar; porque todo lo invadiste, desde el salón de mi tía Medea hasta la academia de negros y mulatos en que era halcón mi pardo Alejandro. Todavía recuerdo con escándalo el gesto irreverente y volteriano con que el doctor Vélez se burlaba de ti una noche, dando la nota discordante en toda tu generación literaria. Yo sostengo y sostendré siempre que tú has hecho a muchos de nuestros poetas: y bastaría reflexionar un poco para notar que todas las manifestaciones sociales se parecían a ti en aquellos días.

Tus versos llegaron a ser clásicos. Se citaban con gravedad en el editorial por los periodistas contemporáneos y en la Cámara de Diputadospor los oradores noveles, con el mismo respeto con que en la restauración se citaban los dísticos de Boileau. ¡El día de la patria te pertenecía; te pertenecía el día de toda fiesta nacional! ¡Hasta drama patriótico te había hecho el autor de tus días sin sospecharlo!

Algunas de tus frases, como: «¿tiene vuestra espada punta?» se consagraron como elDi quella piray ella donna e mobilede Verdi. No había entonces realismo; mister Pickwick no había atravesado el Atlántico; estaba en Bath presidiendo su club;Nanaera un microbio; Artagnan era catedrático de historia; los Girondinos enseñaban la política. Era la época de las cavatinas, cuarteadas con acompañamientos rudimentarios; Lohengrin bebía mosela en los vidrios blasonados de Baviera; el Trovador era la ópera con Mirati y Tamberlick; tú eras el drama con la Rodríguez y la Bigones, con Enamorado y Vilardebó. ¡El teatro de la Victoria era tu campo de batalla!

¡Oh, mis buenos y bravos cómicos, aquella noche estaban todos! Mi imaginación los evoca; desfilan como los fantasmas del sueño del pasado y penetran al obscuro y olvidado panteón de las glorias del arte argentino; allí yo les levanto un monumento con los restos del guardarropa de Dagnino, en que había de todo; formala base el casco de Gonzalo de Córdoba, cubierto por el manto lanar moteado, arminio de Isabel la Católica; Don Juan Tenorio vola sobre el Terremoto de la Martinica, mientras que la Campana de la Almudaina toca a rebato en la horca de los Escalones del Cadalso.

Pero sobre esta pirámide funeraria, levantada a los Talma y a los Keen de la gran aldea, tres figuras se levantan: Lola, Diego y el Marqués, cantando el himno nacional antes de contar su candoroso poema de celos y de amor a una sala llena, en donde brillan las más lindas mujeres de aquellos días. ¡Pasad, oh sombras!

Habíamos ocupado un palco-balcón de la derecha, inmediato a aquella antigua viga blanqueada que sostenía el techo y que por su espesor desafiaba las fuerzas de Sansón mismo.

Mi tía se había hecho acompañar por la señorita Fernanda, que yo estaba acostumbrado a ver con frecuencia en casa. Fernanda tenía dieciocho años; pálida, de ojos claros y grandes, fríos y como azorados entre las densas ojeras que los sombreaban; en sus labios gruesos que dibujaban una boca que podía llamarse grande sin injusticia, trazábase no sé qué vaga sonrisa, en laque un observador sagaz habría encontrado el amor y el desdén reunidos en un consorcio inexplicable; la cabeza era noble y altiva, sin embargo. En aquella época, en que los peinados eran una epopeya de rulos y rellenos, Fernanda llevaba el suyo de una simpleza tal, que rayaba en la suma elegancia: sus cabellos, de un rubio mate, recogidos y sujetos por dos cintas de moirée celeste, iban a rematar en la más linda nuca de mujer. Su seno escaso, tenía, sin embargo, no sé qué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto: irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel del Veronese imprimía en el rostro de sus patricias venecianas. Era, en fin, aquella mujer un conjunto de frialdad y de elocuencia, de belleza y de defectos, que atraía irresistiblemente, y en la que la originalidad del gesto y del mirar despertaban en mí una profunda y codiciosa curiosidad.

Fernanda, recostada sobre la balaustrada, oyó de pie el himno, y, cuando éste terminó, se dejó caer negligentemente sobre su silla y abrió su enorme abanico de plumas blancas, con un ademán lleno de innata voluptuosidad. ¡Qué contraste formaba aquella delicada criatura con mi tía Medea! Una era la distinción personificada; la envolvía, la perfumaba un vapor de eleganciay de buen tono. La otra era un fauno obeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozo recio, que ya era bigote casi, hacían de ella un ser híbrido, en el que los dos sexos se confundían. Estaba esa noche verdaderamente constelada de diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenía, y muy buenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.

Inquieta y parlanchina, mantenía un verdadero telégrafo de saludos con todo el teatro; con los palcos, con la cazuela, con la platea; a todos conocía, a todos saludaba francachonamente con el abanico.

De repente, un murmullo de simpatía cundió por la sala entera, y todas las miradas convergieron al palco central de la ochava: muchos personajes, vestidos con la más rigurosa etiqueta, tomaban asiento.

Mi tía empezó a nombrarlos a todos.

—Saluda, Ramón, saluda—le decía a mi tío.

—Si no ven para acá, Medea...

—Sí que ven, saluda te digo—y mi tía, al propio tiempo que le ordenaba a mi tío que saludase, hacía repetidos movimientos de cabeza en dirección al palco central, sin que fuesen notados por sus ocupantes.

—¿Quiénes son, señora?—preguntaba Fernanda.

Pero mi tía no contestaba; empeñada en colocar su saludo en la cara de sus ídolos y en que su marido también lo colocase, lo cazó materialmente del brazo y le mandó que esperara la ocasión propicia para mover el pescuezo. De pronto pareciole que la miraban.

—¡Ahí mira don Buenaventura! ¡ahí te mira el doctor Trevexo...—dijo;—¡ahora!... saluda, Ramón.

Y ambos movieron la cabeza con urgencia; hicieron con ella un balance para cazar la visual del adversario, pero ¡oh, contratiempo! Una mirada vaga e indecisa, de la cual tenía yo una vaga idea, recorría la fila de los palcos sin detenerse en los brillantes de mi tía, y el saludo fue un saludo en el vacío.

Mi tío tosió para disimular el contratiempo. Mi tía le echó la culpa, sosteniendo que se le había puesto por delante; mi tío quiso rectificar, pero se le ordenó que guardase silencio, y obedeció. Yo miraba el suelo, compartiendo la vergüenza de mis tíos; y Fernanda, fría, sin curiosidad, con sus ojos claros desmesuradamente abiertos, abanicándose con toda calma, miraba abstraída hacia arriba, como si entre el techoy nuestro palco pasase una visión a través de la sala.

—Mira, niño—me decía mi tía Medea sin dejarme respirar,—aquél es don Buenaventura; aprende, mira qué traje tan sencillo lleva. Ese que habla con el ministro español, es el doctor Trevexo: aquel que sale, es el coronel Valdelirio.

Y yo miraba extasiado aquel grupo y me decía a mí mismo:—¡Ah, si algún día llegase yo a saber lo que sabe el doctor Trevexo! ¡Si llegase a ser un guerrero como Valdelirio! ¡Y después, aterrado de mi petulancia íntima, transigía con una fórmula más modesta: ¡Si llegase a ser ministro español!

Las lágrimas consagraban el éxito del drama y de los actores en el tercer acto. Montero recitaba sus famosos endecasílabos. LaFlor de un díaterminaba en medio de calurosos aplausos; la concurrencia evacuaba aquel antro que se llamaba teatro y en la puerta estallaban los vivas entusiastas y patrióticos del pueblo.

Mi tía se ensilló con su pesada salida de teatro, y Fernanda envolvió su linda cabeza en un pañuelo de fular color caña, dentro del cual parecía un estudio inconcluso de artista.

—Vamos, mal criado—me dijo mi tía,—acompañe usted a esa señorita, ofrézcale el brazo.

Obedecí, y Fernanda me entregó el brazo sonriendo con plácida generosidad. Yo lo cerré contra el mío, y, aunque era un muchacho, no sé qué vagas nociones de ternura, qué entusiasmos indefinibles experimentó mi ser al sentir el frío desnudo de la carne, y al aspirar el perfume nunca aspirado de aquella singular criatura.

Han pasado algunos años.

Estoy lejos de Buenos Aires; en una ciudad cuyo nombre no interesa al lector.

Don Pío Amado y don Josef Garat, mis maestros, eran dos personajes singulares; singular era su escuela, singular la enseñanza, singular todo lo que los rodeaba. Don Pío era la bondad, la benevolencia personificadas; don Josef era la intransigencia, el mal humor, y la ira misma. Reunidos, don Pío era la nota cómica del colegio, don Josef era la nota épica. Amábamos a don Pío y lo amábamos con toda el alma; temblábamos ante don Josef y lo respetábamos a fuerza de malquererlo.

Don Pío era todo gracia, dulzura y amabilidad; una cara sin pelo de barba, daba a su fisonomía una jovialidad perpetua y atrayente.De dulces maneras, lleno de cariño por los muchachos, nadie le temía, pero todos lo contemplaban. En medio de la extrema y plácida mansedumbre de don Pío, reinaba en él cierta tendencia innata a la excentricidad, en la que solía marcar rasgos positivos de talento, de observación y de estudio. Su rostro movible; su cuerpecillo inquieto; sus ademanes de artista cómico, solían provocar entre los alumnos ciertas sonrisas de buen carácter, porque no era posible ver y oír a don Pío, sin encontrarse dominado por la idea de que aquel hombre, sincero hasta el fondo de su alma, representaba sin embargo una comedia.

Don Pío no podía hablar de nadie sin extraerle toda su genealogía, sin hacer su retrato físico y su retrato moral, sin marcar el rasgo cómico o serio que podía tener, sin determinar el traje que usaba habitualmente, sin remontar en fin hasta la biblia, para presentarlo a propios y extraños.

En la enseñanza era lo mismo: aquel hombre de vida austera, correcta y arreglada, carecía de la noción del método como maestro. Cuando don Pío hacía la exposición, no terminaba nunca; comenzaba en Sesostris y pasaba más allá del año corriente; y en ella iba todo, una recopilación de hechos y de datos, una enciclopedia decitas y de descripciones accionadas, cada una con su mímica y sus gestos particulares.

Nunca entraba sereno al aula, con las reservas y la gravedad propias del maestro, sino a saltitos acompasados, refregándose las manos, si hacía frío, o abanicándose con una pantalla de paja, si hacía calor. Así, con ese paso, llegaba a la puerta de la clase, se paraba en su umbral, tomaba una posición de contradanza, miraba al centro, apuntando en el rostro una franca sonrisa; en seguida, como un muñeco de cuerda, movía el pescuezo, y con el cuerpo hacia la izquierda, distribuía su sonrisa en esa dirección para repetir después la misma operación y derramar su tercer sonrisa sobre la derecha. Hubiérase dicho que no era el maestro el que entraba en la clase, sino Fígaro mismo, al cual sólo le faltaba la navaja y el platillo del barbero.

Don Josef, en cambio, era un Orestes. Alto, vigoroso, la cara roja como un pimiento, la nariz chica y encorvada, la cabeza mezquina pero bien puesta sobre los hombros. Don Josef pasaba la vida clamando contra todo lo que lo rodeaba: contra el país, contra sus hombres, contra las mujeres, contra los muchachos y contra don Pío, a quien tenía en poca cuenta en las situaciones normales.

Don Josef era oriundo de Cataluña y se vanagloriabade haber nacido en el castillo Monjuich; de haber salvado la vida a varias personas, de haber presenciado un naufragio y de haber sido casi víctima del hambre de una tigra mansa; preciábase de haber conocido a la Reina de España, doña Cristina, de haberla visto comer una olla podrida en un día de toros. Hacía sacrificio de confesarse descendiente de don Gonzalo de Córdoba, pero no se prestaba a pregonar mucho el parentesco, y lo repudiaba con majestad, porque no quería que nadie sospechase, que él aprobaba las rendiciones de cuentas de su poco escrupuloso antepasado. Vivía crónicamente colérico, sin que esto importe decir que no supiera interrumpir sus accesos para hablar con fruición de los tesoros de Potosí y de fortunas colosales como las de los cuentos de hadas, porque el buen viejo tenía altamente desarrollada la nota de la codicia.

Pero, cuando él levantaba la voz en la clase, o fuera de la clase, o con los tertulianos nocturnos que lo visitaban en el colegio, entonces temblaba la casa; buscaba la invectiva, la lanzaba al rostro del adversario y la sazonaba con vocablos de estofado, acabando por dominar el debate con sus gritos estentóreos. Dentro de ese cuerpo vigoroso de rica musculatura de atleta, en el fondo de ese carácter atrabiliario, disputadory pendenciero que amenazaba tragarse la tierra, se escondía un ser enteramente pusilánime. Don Josef era una liebre.

El colegio era un vasto edificio bajo, de muros espesos y coloniales, de grandes patios y espaciosa huerta, en la que no faltaban las clásicas higueras de antaño. Aquel edificio era un convento por sus dimensiones e invitaba a la melancolía. Yo acababa de llegar solo, casi abandonado a mi suerte. Durante el viaje había hecho el inventario de mi pasado; había recordado la muerte de mi padre, mi orfandad; no tenía más compañeros ni más amigos que dos retratos mudos que llevaba siempre conmigo; el de mi padre y el de mi madre.

¿Quién era yo en el mundo? ¿Qué necesidad tenía de aprender nada? ¿Acaso no tenía razón el doctor Trevexo cuando fulminaba a toda una generación con su anatema contra los sabios? Nadie me amaba a excepción de Alejandro que era el único que había sentido mi partida de Buenos Aires. Todo lo que me rodeaba era nuevo y desconocido para mí: mi capital se componía de poco; mis ropas, mi catre y mis libros; todos mis compañeros tenían padres que velaban por ellos, que les escribían, que los regalaban. Sólo yo acostumbraba de tarde en tardea recibir dos letras de mi tío Ramón, en las que me anunciaba el envío de lo indispensable.

No importa, yo tenía voluntad, tenía ánimo y entereza, valor y constancia. Yo sabía que había de arribar: que habían de pasar para mí los días de vergüenza en que mis condiscípulos menores me adelantaban.

Era un muchacho de quince años cuando entré en el colegio y apenas sabía leer y escribir, pero trabajé con tesón y me abrí paso. Don Pío me amaba y don Josef, que había empezado por expresarme el más profundo desprecio, había pasado del indiferentismo al entusiasmo con una facilidad extraordinaria. Yo comenzaba a ser su ídolo. De cuando en cuando, pensaba que, siendo yo como era un pobre diablo, sin padre, sin fortuna, era demasiada generosidad de su parte interesarse por mí como se interesaba y me lo echaba en cara; pero cuando lo sorprendía con un progreso inesperado para él, o con un buen rasgo de conducta, entonces el buen viejo se exaltaba y pasaba los límites del entusiasmo en sus elogios.

El fuerte de don Pío era la astronomía. Daba en el colegio un curso práctico de esa ciencia con un colorido de gestos y de movimientos rápidos y nerviosos, con los que él creía poner en evolución todo el sistema planetario.

La clase era para él su materia cósmica.

Entraba y distribuía sus astros en el lugar oportuno. Cada muchacho era un planeta, y trataba siempre de representar con él, no sólo la situación de cada cuerpo celeste en el espacio, sino también su volumen, eligiendo los alumnos según las proporciones de cada uno y de cada estrella que debía figurar en el sistema.

Un muchacho entrerriano, grande como un patagón, cuyo desarrollo físico no guardaba armonía con su desarrollo moral, tenía invariablemente a su cargo el papel modesto de sol; le hacía abrir los brazos, y tomándolo por la cintura,mal gré,bon gré, lo colocaba en el centro de la clase. Buscaba en seguida al alumno más chico y lo ponía en un extremo del aro celeste discerniéndole el papel de luna. Era éste un bolivianito, diablo y travieso, que nunca se resignaba a hacer tranquilamente su papel de astro nocturno.

En seguida ocupaban su sitio los planetas mayores y después los menores. Júpiter con sus lunas, Urano en la última línea del círculo, Saturno circundado por su anillo luminoso. En esta disposición comenzaba a funcionar la máquina astronómica de don Pío; formado su ejército sideral, se paraba al lado del sol y exclamaba: «Yo soy la tierra», y el buen maestro comenzabaa circular de lado alrededor del entrerriano que, inmóvil y mudo en el centro del círculo, desempeñaba automáticamente el papel del padre del día.

A una voz de don Pío y terminadas las evoluciones, los planetas se dispersaban y volvían a ocupar sus bancas terminándose la lección de astronomía práctica.

Pero donde don Pío era famoso, era en la descripción de las batallas del curso de historia. El entusiasmo bélico se apoderaba de él: no podía limitarse a citar fechas, nombres y hechos: era necesario hacer funcionar la caballería, la infantería y la artillería.

Abandonaba su cátedra, se ponía en medio de la clase, señalaba el enemigo al frente, e inflando la boca, hacía tronar los cañones sobre la línea imaginaria del ejército contrario.

—¡Boum! ¡Boum!—exclamaba, y con el rostro excitado por la refriega y el puño cerrado por la ira militar, caían los enemigos deshechos por las metrallas y por las bombas, y don Pío, como un Murat, se levantaba jadeante, triunfante, sublime en el campo de la acción.

Había en el colegio un chicuelo que se llamaba Martín Roll, que era la piel del diablo. Lo que no se le ocurría a Martín no se le ocurría a nadie. Era holgazán como una cigarra, perovivo como un rayo. Don Pío lo reprendía con suavidad en vano. Don Josef lo anatematizaba y lo tenía concienzudamente clasificado de cretino y de imbécil. El título más bondadoso que Martín solía obtener de él, era el muy moderado de animal, que se lo daba con conciencia.

Pero, si Martín no abría los libros, abría y registraba las conciencias; conocía a sus maestros a fondo, y a don Josef como a su faltriquera. Había descubierto que la condición predominante del carácter de don Josef, era la avaricia, y ponía en juego todos aquellos medios que pudiesen darle por resultado la explotación de este defecto.

En cambio, don Josef se quedaba aterrado con la prodigalidad escandalosa de Martín, quien, cada vez que volvía de su casa después de las vacaciones, traía tal surtido de regalos para toda la escuela, que el viejo avaro, mortificado sin duda por aquel mal ejemplo y por el garbo con que Martín desparramaba sus presentes, acudía a sus pergaminos, recordaba a Gonzalo de Córdoba, su antepasado, para repudiarlo por mal administrador y por derrochador, y terminaba por sacárselo de ejemplo a Martín, para que reaccionase contra la prodigalidad y la dilapidación de la fortuna.

A pesar de tener caracteres opuestos, habíamoscongeniado con Martín. Sus padres vivían con holgura, y yo solía pasar en su casa una parte de las vacaciones. Pero, si la alegría del colegio era Martín, la alegría de su casa era Valentina, su hermana, una preciosa muchacha de dieciséis años que yo no podía tratar quince días, sin volverme al colegio con la cabeza llena de sueños y el alma llena de tristezas.

No voy a perder mucho tiempo en contar idilios de juventud, porque tengo la mano torpe y el corazón duro ya para narrar la historia vieja de los primeros afectos. Pero es que Valentina era muy linda cuando tenía dieciséis años, y debe serlo todavía a pesar de los treinta que ha de haber cumplido. Mi maestro Josef odiaba a los enamorados, a pesar de las libertades que se tomaba él con las sirvientas del colegio, a quienes manoteaba demasiado con Martín, que le hacía la competencia con un éxito que el buen viejo no conseguía.

Pero Valentina, ¡oh! Valentina me había hecho olvidar aquella malsana aparición de Fernanda, porque era dulce como un rayo de luna y alegre como una aurora.

A los diecisiete años, qué diablo, me enamoré de Valentina y fui menos práctico que Martín; lo confieso. Los libros de estudio no me atraían mucho; leía a Lord Byron y a Musset;lasHoras de Ocio y la Confesión d'un enfant du Siècleme montaron la cabeza y me enfermaron el corazón. Le hice versos a Valentina y asistía a oír la lección de matemáticas como quien asiste a un entierro.

El romanticismo es la adolescencia del arte; la malicia, esa diosa madura que observa el mundo con una mueca perpetua, se ríe de los poetas gemebundos y enamorados; pero la juventud sueña y delira, y creo que no hay hombre, por áspero y frío que sea su carácter, que no tenga en la memoria, así como un lejano paisaje, la escena en que han despertado sus primeros sentimientos.

¿Cómo no recordar, pues, todos aquellos libros de los primeros años: LasEscenas de la Vida de Bohemia y de Juventud, de Murger; los primeros versos de Gautier, las poéticas novelas de Vigny? Al calor de esas páginas que sólo se escriben y se leen en una edad, yo había visto aparecer a Valentina como Mussette o como Francine, llena de poesía, con su carita jovial, sus ojos negros, su cabello castaño ondeado, sencillamente ataviada de cintas color rosa; la boca roja y fresca como las guindas; toda esta cabecita deliciosa, sostenida por una figura llena de distinción. Ella había salido al encuentrode mi camino, en el que sólo había encontrado hasta entonces seres indiferentes.

Yo no sé cómo amé a Valentina; pero cuando la veía, cuando ella me hablaba, la sangre no corría por mis venas, enmudecía y me abstraía en la muda contemplación de aquella criatura. Entonces pensaba en mi mala suerte; pobre, sin padres, ni amigos, ni protectores, ¿qué esperanza, qué risueño horizonte podía iluminar mi porvenir? El estudio me entristecía; no tenía la cabeza robusta de mis compañeros que mordían y digerían el Vallejo como un manjar exquisito.

En mi cuarto, por la noche, leía furtivamente las novelas de Dumas, ese gran amigo de la adolescencia, ese encantador de los primeros años; y me adormecía entreviendo la poética figura de Ascanio u oyendo el ruido de las espuelas de D'Artagnan.

Una noche, durante la época de las vacaciones, Valentina se acercó a mi lado, y con un acento lleno de gracia, me dijo:

—¿Va a comer mañana en casa?

—Si usted me invita...

—No, no lo invito, pero quiero que venga—me repuso con firmeza.

—¿Usted lo manda?...—avancé yo extendiéndole la mano.

Valentina miró en derredor; nadie nos observaba; tomome la mano y oprimiéndomela con la suya:

—Lo exijo—me dijo a media voz.

—¡Valentina!...

—¡Adiós!—me contestó; y antes de poder dirigirle la palabra, diome la espalda y corrió cantando hacia adentro como una locuela; me asomé a la sala y vi desaparecer su vestido blanco en las últimas habitaciones de la casa.

No sé cómo me encontré en la calle.

La noche era espléndida; sobre un cielo sereno se extendía el vapor majestuoso de la vía láctea, semejante a una gran veta de ópalo sobre una bóveda de zafiro. La luna, ya en sus últimos días, atravesaba el espacio como una galera antigua; la fresca y tibia brisa del mar llevaba en sus ráfagas unas cuantas nubes blancas. El alma del mundo inundaba el espacio. Alcé los ojos al cielo, y absorto en el espectáculo de la noche, me pareció ver pasar a Valentina como una visión por el éter, huyendo de mí como huían aquellas nubes.

¡Nunca la había visto tan linda!

Sentía en mi mano el calor de la suya y en mi oído sonaba todavía el acento misterioso de su palabra. Vagué aquella noche por la ciudad, y cuando el silencio invadió la población, yo nosé cómo, me encontraba aún delante de los tres balcones de la casa de Valentina en muda contemplación, levantando castillos de España sobre esos andamios gigantescos que sólo los diecisiete años tienen privilegios para apoyar en el aire.

No dormí aquella noche, y vestido, echado sobre el lecho, esperé el nuevo día. A las nueve de la mañana entraba Martín en mi cuarto.

—Qué temprano te has levantado hoy—me dijo.

—En efecto, he madrugado—le repuse.

—¡Vaya un placer! ¿Vas a comer a casa?

—Sí, voy.

—¡Hola! ¿ya estabas prevenido?—me preguntó.

—Sí, Valentina me invitó anoche.

—¡No ha podido resistir esa muchacha!... ¿Sabes por qué te ha invitado?

—¿Por qué?—le pregunté sin disimular mi curiosidad.

—No te pongas pálido... ¡No te va a envenenar, hombre!—me dijo Martín;—te ha invitado porque hoy es su santo.

—¿El santo de Valentina?... Pues no te puedes figurar cómo le agradezco que se haya acordado de mí...

—Y con razón debes agradecérselo, porquea mi padre no le gustan hombres en casa; figúrate que los únicos invitados sois tú y don Camilo como novio presunto...

—¿Qué dices?—le pregunté dominando mi turbación con un esfuerzo supremo.

—Sí, pues; mi padre y mi madre creen que don Camilo es el modelo de los novios.

—¿Y Valentina?...

—Valentina no toma nada con seriedad; cada vez que la embroma, se ríe a carcajadas, y al pobre don Camilo le hacen tal efecto las risas que se queda como un muerto, de triste, siempre que mi hermana se ríe de él.

Sentí toda la rabia ponzoñosa de los celos... ¿Valentina de otro?... ¡Pero eso no era, no sería posible! Yo vencería, arrasaría todos los obstáculos, me haría amar por ella y ningún hombre me arrancaría la soñada felicidad.

Llegó la tarde; me vestí, y con Martín, que había venido a buscarme, nos fuimos a su casa. Mi bolsa era algo más que escasa y tuve que emplearla toda en un ramo de jazmines, blancos como el papel en que escribo y perfumados como el naciente y casto amor que embriagaba mi alma.

Eran las cinco cuando entrábamos en lo de Valentina; ella nos esperaba en la puerta de calle con un vestido de gasilla, blanco, cerradopor un cuellecito plegado, sobre el cual se destacaba su cabecita adorable y llena de inocente coquetería. Desde lejos nos divisó, y, al vernos, desapareció de la puerta, apareciendo unos segundos después, como si hubiese entrado para dar cuenta a sus padres de nuestra llegada. Martín y yo aceleramos el paso y llegamos a la puerta de calle en la que sólo ella estaba esperándonos. Martín le dio un beso en la frente y penetró precipitadamente sin darnos tiempo para seguirlo. Yo quise entregarle mi ramo calculando propicia la ocasión, pero ella no me dio tiempo.

—¡Qué olor a jazmines! ¿usted los tiene? ¡Ah, qué lindo, qué lindo ramo! ¿Es para mí?

—Sí, Valentina...—le contesté.

—¡Gracias, muchas gracias! ¿Sabe que no creía que usted viniese?—me dijo.

—¿Por qué?

—Por nada, porque pensaba que no habría hecho caso a la broma de anoche.

—Sin embargo, usted me exigió que viniera...

—¡Ah! ¿lo tomó usted como sacrificio?

—¡Valentina!... ¡Si yo pudiera decirle todo lo feliz que usted me ha hecho!

—Entremos, Julio—me repuso, poniéndose seria; y en ese momento la familia salía a recibirnos,y Valentina, abrazando a su madre, le decía:

—Mira, qué flores, mamá, ¿no es verdad que son divinas?

Valentina se había puesto el ramo en la cintura con una coquetería innata, y alborotaba toda la casa mostrando mis flores como una maravilla.

—¿Qué te ha regalado don Camilo?—le preguntó Martín.

—Un álbum con su retrato. ¡Si vieras quécacheestá el pobre!

—Niña, no digas eso—le decía la madre.

—Sí, mamá, ¿por qué no lo he de decir? En vez de haberme dado alguna cosa útil, me sale ese zonzo dándome un álbum con su retrato, como si fuera tan buen mozo y tan joven.

—Venga, Julio, venga a la sala—agregó,—se lo voy a mostrar;—y llevándome casi de la mano, me condujo adentro y abriendo la primera hoja del álbum, me dijo:

—Vea, dígamelo con franqueza ¿se puede dar un hombre máscache?...—y prorrumpió en una carcajada...

En ese momento mismo Martín entraba en el salón.

—Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías; acaba de entrar.

—¿Sí? pues lo voy a ver para darle las gracias—y, dejándonos en la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los padres de Martín.

En efecto, don Camilo podía ser excelente, pero no era el ideal de los novios; tenía sus bravos cuarenta años, una figura poco airosa y vestía con una ropa provinciana de dudosa elegancia. Pero, en cambio, don Camilo era rico; tenía estancias y vacas, y prometía como yerno bajo el punto de vista de lo positivo. En la casa lo amaban y lo codiciaban; el padre de Martín y la señora no sabían qué hacerse con él.

Emparentado con familias de alta posición política, don Camilo era por aquellas épocas un programa luminoso para una muchacha de dieciséis años como Valentina, y el buen señor, persuadido de su valimiento, no se daba mucha pena en ofrecerse, porque sabía que la ley de la demanda regía en su favor y que él podía elegir como en peras entre las más lindas muchachas de la época.

Pasemos por alto la comida; don Camilo se sentó al lado de la señora y Valentina me dio la silla inmediata a la suya.

Yo estuve hecho un necio durante toda la mesa; la alegría bulliciosa de Valentina me llenaba de tristeza; aun me parecía que se burlaba demí, cuando su boca, no muy correcta por cierto, pero llena de gracia, dibujaba en su rostro aquella sonrisa que le era tan peculiar.

La cara inerte de don Camilo me despertaba un rencor profundo que se agravaba cada vez que la familia simulaba oír con asombro todas las insulseces que aquel tonto contaba.

Acabamos de comer y fuimos a pasar la tarde al jardín. Don Camilo, en un grupo, conversaba con los padres de Valentina; Martín, que se había separado de ellos, porque era gran fumador, echaba, escondido entre los árboles, grandes bocanadas de humo. Valentina y yo mirábamos la noche que empezaba a caer, desde una glorieta formada por madreselvas y jazmines que quedaba a un extremo del jardín.

—¿Ha estudiado astronomía usted, Julio?—me decía.

—No, Valentina...

—¡Qué ignorante!...—me repuso.

—Pero Martín dice que don Pío les hace a ustedes un curso de astronomía práctica muy curiosa.

—¡Oh! broma de Martín; usted ya sabe lo que es don Pío y lo que es Martín.

—¿Pero sabe, Julio, que debe ser muy curiosa esa explicación?—agregaba sonriendo Valentina.

Yo callaba entretanto; toda la sangre me subía a la cabeza.

—Vea—me dijo—dicen que aquella estrella es la estrella del amor...—agregó señalando a Venus que titilaba como un diamante suspendido en el cielo.

—¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿don Camilo?...—le pregunté.

—¡Ja, ja! con qué tono me lo pregunta usted... ¿Cree usted que don Camilo tiene tiempo para fijarse en el cielo?...

—¡Cómo no! ¿No se ha fijado en usted?

—¡Ay! que antiguo está usted, Julio, por Dios; eso es un requiebro... Retírelo, por Dios...—Y prorrumpió en una larga carcajada que me penetró en el pecho como un puñal.

—Valentina; ¿es cierto que usted se casará con don Camilo?—le pregunté en voz baja, pero resuelta.

—Eh, todo puede ser, pero lo que es por ahora no lo pienso.

—Puede ser, ¿dice usted?...

—¿Y por qué no? Si no se presenta otro... me casaré con él...

—¿Sería usted capaz de casarse con un hombre a quien no quisiese?...

—Si él fuera capaz de casarse conmigo, ¿por qué no?

En ese momento la madre de Valentina se acercaba a nosotros; detrás caminaban su padre y don Camilo.

—Vamos a la sala—nos dijo.—Está muy fresca la noche...

—¡Tan pronto, mamá!...

—Sí, ven, tócanos algo...

Un momento después Valentina dejaba caer sus manos sobre las teclas y tocaba elClair de Lune, esa profunda melodía de Beethoven en que cada nota parece el suspiro melancólico de un coloso.

Yo, de pie al lado de ella, miraba flotar sus manos sobre el teclado y buscaba la expresión de su rostro graciosamente inclinado, y de sus ojos, en los cuales se reflejaba instintivamente el sentimiento de aquellas frases sabias y poéticas a la vez que se elevan como los ecos de una plegaria... Por fin se extinguió la última nota y Valentina levantó la cabeza...

—¿Le gusta, don Camilo?—preguntó dirigiéndose a su presunto novio.

—No... yo no entiendo mucho de eso, a mí me gusta mucho la zarzuela.

—¿Has visto un imbécil igual?—me dijo al oído Martín.

—Cállate—repuso Valentina,—te puede oír.

Valentina se levantó del piano y se sentóa nuestro lado. Don Camilo, hombre de orden, se retiró temprano....

Mientras se despedía, yo había salido al balcón y allí me encontró Valentina que regresaba de saludarlo.

—Sabe, Julio—me dijo,—que lo noto muy triste y reservado conmigo hoy, ¿qué tiene?

—En efecto—le contesté, como tomando una actitud resuelta.—Estoy triste y reservado....

—¿Puedo yo saber la causa de su tristeza y el objeto de la reserva?....

Iba a decirle todo lo que sentía; llegaron las palabras a mis labios, y debió traicionarme mi fisonomía, porque ella hizo un gesto en el que yo adiviné toda su recelosa curiosidad y la alarma con que miraban sus grandes y húmedos ojos negros, pero en aquel instante, pensé en mi pasado, contemplé con la rapidez del relámpago mi presente, y el honor, ese frío guardián de las pasiones, selló mis labios.


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