—No—repuse con firmeza.
—¿No?...—me preguntó con una inflexión de voz llena de ternura y de resentimiento,—¿no? ¡Ah!—agregó—quiera Dios que su reserva lo haga feliz.
Reaccioné, e iba en aquel mismo momento a revelarle todo lo que sentía por ella, cuando entraron Martín y sus padres, y el desenlace, quese había presentado tantas veces en aquel día, quedó de nuevo trunco.
Era necesario partir; saludé a todos y tendí la mano a Valentina con efusión, pero ella dejó caer la suya con indiferencia entre las mías, mientras que con la otra desprendía de su cintura el ramo de jazmines ya marchito dejándolo caer sobre el piano.
Yo sentí oprimírseme el corazón, y cuando llegué a la calle, dos lágrimas, que me parecieron de sangre, brotaron de mis ojos y me corrieron por el rostro.
Pocos meses después abandonaba el colegio donde había pasado años tan tristes. Martín, que ya había salido también, estaba con su familia en el campo y no pude por consiguiente despedirme de Valentina.
Mi tío me esperaba en Buenos Aires con una colocación en una casa de comercio; llegué a Buenos Aires y encontré a mi tía tan mala como de costumbre; siempre dominada por la política, siempre tomando parte en todos los acontecimientos notables que tenían lugar.
Hacía seis años que no me veía, y, sin embargo, no me hizo el más mínimo cumplimiento ni el más pequeño agasajo a mi llegada.
Había engordado mucho y su temperamento sanguíneo se había desarrollado notablemente. Mi tío era el mismo. El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pícaro pardo habíacumplido su promesa; un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó ellandeauen una zanja, lo hizo pedazos y magulló a mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.
¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la República, había desaparecido de la escena pública, y sólo habían transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época habían muerto o habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública. Mi tía Medea había tomado parte en dos revolucioneschingadasy pertenecía a la oposición.
El único puesto público que conservaba, era el de la Sociedad Filantrópica, donde la fila de sus contemporáneas se había raleado notablemente. Una nueva generación política y literaria había invadido la tribuna, la prensa y los cargos públicos.
Don Buenaventura pontificaba desde lejos, en el diario más grande de la América. La escuela literaria de laFlor de un díahabía hecho su época; hombres y libros nuevos dirigían el pensamientoargentino. El autor delFacundorevolcaba su temible maza desde las columnas del viejoNacional; los salones se habían transformado; el gusto, el arte, la moda, habían provocado una serie de exigencias sin las cuales la vida social era imposible. Los cómicos españoles de antaño ya no entretenían como veinte años atrás; la aldea de 1862 tenía muchos detalles de ciudad; se iba mucho a Europa; las mujeres cultivaban las letras. Las golosinas de Gustavo Droz, de Halévy y aun de Maupassant, andaban en todas las manos femeninas, impresas en una forma adecuada para lectores sibaritas, e ilustradas con todas las voluptuosidades artísticas del taller de Goupil.
La vieja moda, aquella que envolvía a las mujeres en verdaderas bolsas de tela, había desaparecido; ni los filósofos podían pasear de cuatro a cinco de la tarde en el invierno por la calle de la Florida, sin conmoverse ante los cuerpos de las mujeres del día, dibujadosd'aprés naturepor Mesdames Carreau y Vigneau, condamasde Génova y terciopelos de Venecia; Kitty Bell y Flora Campbell hacían los figurines; Sarah Bernhardt, los guantes. Worth firmaba los tapados como un pintor sus cuadros; en los colores mismos se había operado una revolución; nada de celeste y blanco como antes,nada de color rosa: una mujer del gran mundo no estaba bien vestida sin llevar un medio color indeterminado en los siete de la paleta; oro y plata viejos, óxido, y marfil antiguo.
Los troncos de los carruajes particulares eran arrastrados por yeguas y caballos de raza, de pelo satinado y reluciente, con cocheros más correctos que los del tiempo de Alejandro. No erachichablar español en el gran mundo; era necesario salpicar la conversación con algunas palabras inglesas, y muchas francesas, tratando de pronunciarlas con el mayor cuidado, para acreditar raza de gentilhombre.
En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semitendero, semicurial y semialdea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdía su tiempo enflanearen las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán.
Estas reflexiones me hacía yo todas las tardes al salir del escritorio de comercio de don Eleazar de la Cueva, el hombre de negocios más vastos y complicados de la República Argentina, que tenía vara alta con los gobiernos, con los bancos, con la Bolsa, con todo el mundo. Hombre manso y cristiano ante todo, muydevoto y muy creyente, dulce de maneras por lo general, y bastante bravo por lo particular cuando el caso lo permitía, don Eleazar de la Cueva era una especie de astrólogo para sus negocios, porque todos ellos participaban de ciertas formas nigrománticas, llenas de misterio, y se preparaban por procedimientos análogos a los que en lo antiguo se empleaban para buscar la piedra filosofal. Don Eleazar, sin ser hombre de mundo, sin ser hombre político, tenía cierta influencia política; sin ser hombre de partido, tenía cierta intervención y participación en todos los partidos. En fin, en el mar humano, don Eleazar era corriente de fondo y no de superficie: arrastraba sin ser visto ni sentido.
Tenía don Eleazar un cuerpo de oso y una cabeza de leona mansa; su cutis fino y terso, a pesar de sus setenta años largos, daba a su rostro cierta capa de venerable distinción y de majestuosa ancianidad que imponían a primera vista. Los dependientes le temblábamos, sin embargo, porque era áspero y cruel con nosotros, y cuando sentíamos sus pisadas en el escritorio, no sólo guardábamos un profundo silencio, sino que volcábamos la cara sobre nuestras mesas y hacíamos lo posible por aparecer abstraídos en nuestra tarea.
Nada más curioso y original que el escritoriode don Eleazar; un edificio bajo y antiguo con un vasto y desierto patio a la entrada, enlosado con grandes piedras color pizarra, perpetuamente húmedas y empañadas por una eterna capa de verdín. Frente a la puerta de la calle, tres cuartos, cada uno con tres puertas al patio. Desde la calle, aquella casa hacía el efecto de estar inhabitada; tal era el abandono de sus paredes y el estado de sus puertas despintadas, casi carcomidas, y tan antiguas, que algunos de sus tableros exteriores debían haber sido pintados en tiempo de Rozas, porque, aunque sumamente descoloridos, se notaba que un día habían sido colorados. El único adorno de los cuatro muros que formaban el cuadrado del patio, era una guarda grecorromana de relieve, en la que la intemperie había hecho sus estragos sin que el dueño de la casa se hubiese preocupado de hacer restauraciones.
Por dentro, el escritorio del señor de la Cueva representaba exactamente su apellido; todo era en él vetusto: las mesas y las sillas; los estantes, llenos de rollos de papeles, denunciaban un completo abandono.
Aquellas habitaciones habían sido empapeladas un día, pero el papel se había caído; algunos jirones que quedaban, colgaban todavía de las paredes, esperando la hora de caer por sí solos,sin que la mano del hombre los arrancara, porque don Eleazar, que en materia de negocios y especulaciones demostraba una actividad y un espíritu innovador a toda prueba, trataba a su escritorio por el procedimiento contrario. Aquel piso jamás había conocido alfombra ni escoba, y si alguno de sus dependientes hubiese tenido la ocurrencia de arrojar en él algunos granos de alpiste, la simiente habría florecido de un día para otro, ni más ni menos que con el riego cuotidiano que el sirviente gallego hacía para aplacar el polvo de la habitación.
Nada más caliente y sofocante que el escritorio de don Eleazar en el verano: nada más frío también en el invierno, en que teníamos que pasar la noche y el día escribiendo, de pie sobre las baldosas desnudas y húmedas del piso.
Mi tía Medea le había puesto ciertos inconvenientes a mi tío para que yo habitara en su casa, de modo que me fue necesario ocupar un cuarto en la casa particular de un antiguo amigo de mi padre, que era un excelente viejo alegre y solterón que me había cobrado un franco cariño. De modo que, cuando regresaba de lo de don Eleazar, encontraba en don Benito Cristal un verdadero amigo, con quien me desahogabacontra mi mala suerte y lamentaba el tiempo que mis tíos me habían hecho perder.
Don Benito era un carácter. En la arrogancia de su porte se reflejaba toda la entereza de su alma. Amaba con delirio la verdad y podía decir con orgullo que no había nunca mentido en su vida. Era impetuoso, resuelto, intransigente en la defensa de todas las reglas de la gentilhombría. La honradez acrisolada de su palabra no cedía en nada a la honradez de sus acciones, y llevaba su culto por la virtud hasta la delicadeza de practicarlo en silencio sin proclamarla como el fariseo.
Sin embargo, don Benito tenía las debilidades mundanas de los galanteos y había luchado en vano por muchos años sin poder reaccionar contra ellas. Soltero, sin familia, no pensaba sino en sus buenas fortunas por el momento y en su inocente partidita nocturna; pero con todo, desde el día que supo que yo estaba empleado en lo de don Eleazar, se preocupó por mi suerte, y día a día, al verme salir para mi empleo, me decía meneando la cabeza:
—¡Amigo, amigo, busque otro destino, mire que esa casa de don Eleazar es peligrosa! Vale más correr el peligro de perder la camisa, como yo, que exponerme a perder allí la honra.
Pero no era fácil salir de lo de don Eleazar,y además, el sueldo era bueno y el pago exacto. Se trabajaba; eso sí, se trabajaba noche y día, sin fin, sin tregua, pero ningún dependiente sabía lo que el otro dependiente hacía. Don Eleazar, que vigilaba constantemente el trabajo, estaba allí para evitarlo. Sus negocios eran múltiples y complicadísimos: prestaba y tomaba prestado a tipos usurarios, según las circunstancias; su influencia en la Bolsa era tremenda y misteriosa a la vez; la mitad creía que estaba a la baja, la otra mitad aseguraba que jugaba a la alza; don Eleazar vivía en el escritorio y recibía allí a las gentes de todas clases, siempre con su aparente humildad, instalando ante todo su probidad, su desinterés y su honor comercial ante el interlocutor que, por más prevenido que estuviese contra él, terminaba por escucharlo y someterse.
Don Eleazar era ante todo un especulador; en su casa de comercio no se compraba ni se vendía sino papeles de Bolsa. De cuando en cuando, para variar, solía comprar algún gran pleito, y con la paciencia y la tenacidad de un israelita perseguía su gestión por todas las instancias, hasta liquidar y desenredar la madeja litigiosa a fuerza de dinero y de procuradores traviesos y experimentados.
Cautísimo hasta el extremo, don Eleazar jamásescribía una carta de su puño y letra, limitándose a firmar lo que él dictaba, no sin tener la precaución de leer siempre antes de firmar el manuscrito que le presentábamos.
En el comercio, don Eleazar estaba considerado como un corsario. Atacaba y pillaba al enemigo, pero cuando no encontraba adversarios a quienes acometer, o cuando él quería asegurar el éxito de una operación peligrosa, no tenía ningún género de inconvenientes en consumar actos de verdadera piratería, sin perder el aspecto venerable y majestuoso de su fisonomía, y aun llorando y cubriendo sus gavilanadas con palabras de humildad que parecían salir del fondo de su alma.
Así sucedía no pocas veces en épocas de agitaciones bursátiles, que detrás del corredor que partía a venderle sus títulos, salía por otra puerta un segundo con encargo de hacer el alza; y por la tarde, cuando uno y otro regresaban a dar cuenta de sus operaciones, don Eleazar tomaba la palabra y hablaba en el lenguaje y el acento de un varón santo y convencido:
—Así es, señor don Tomás, así es; ya que ellos lo han querido, bien empleado les esté. ¡Ya usted sabe, señor, que a mí no me gusta hacer mal a nadie! Pero ¿qué puede hacer un hombre honrado en estos tiempos de tan malafe? ¡Es menester resguardarnos! Vea usted, señor; yo he hecho muchas obras de caridad en este país, cuando tenía cómo hacerlas; no hay uno de esos que me quieren arruinar, que no me deba todo lo que tiene. ¡Yo he sido siempre el mismo con ellos; dos fortunas he perdido por ayudarlos! Dos fortunas, señor, y sólo por necesidad me veo obligado a defenderme.
Y cuando don Eleazar llegaba al fin de su discurso, abría su caja de rapé, invitaba a su interlocutor, y en seguida sacaba de sus profundas faltriqueras un largo pañuelo de la India con el cual se sonaba las narices y se cubría el rostro, para hacer más expresivas sus lamentaciones.
En el orden interno del escritorio, don Eleazar era de una severidad que rayaba en crueldad; jamás una licencia, un respiro, un descanso para sus dependientes. Se trabajaba allí de día y de noche sin reposo, bajo la dirección inmediata de don Anselmo, elalter egode don Eleazar; un mozo español, de cuarenta años, sagaz, alerta y ladino para los negocios como un capeador para burlar el toro, y sin el cual rara vez don Eleazar celebraba conferencias sobre negocios delicados e importantes.
Don Eleazar jamás se presentaba en teatros, bailes y paseos. Venía por la mañana de su quintaen su clásico cupé tirado por dos caballos gateados, mansos y tranquilos, que volvían a conducirlo por la tarde o por la noche, si las exigencias del trabajo reclamaban su presencia en el escritorio después de comer. Pero, si don Eleazar no andaba en sociedad, su nombre y su influencia se dejaban sentir en mil formas distintas: en las elecciones formaba siempre parte en los dos bandos sin dar su nombre, y concurría eficazmente al triunfo de ambos partidos con sumas gruesas de dinero.
El sabía bien que a los que saben negociar en política, esta buena madre les devuelve el préstamo con capital e intereses compuestos; y como para él lo mismo eran los nacionalistas y los autonomistas, los porteños y los provincianos, los federales y los unitarios, con todos promiscuaba, porque en la viña del Señor tanto valía para él ser judío como cristiano.
Una noche, al retirarme tarde del escritorio, don Benito me esperaba en la puerta de la calle con evidentes manifestaciones de sobresalto.
—Y...—me dijo al verme,—¿qué ha sucedido hoy en lo de don Eleazar?
—Nada—le contesté,—el día ha sido como el de ayer, sin novedad.
—¿Sin novedad? ¿Pero usted embroma o estonto?—me replicó mirándome fijamente al rostro.
—Mi costumbre de no bromear nunca, me obliga a confesar que soy tonto. No sé lo que sucede...
—Pero, amigo, ¿qué; no sabe usted que su patrón ha quebrado?—me preguntó.
—¿Quebrado? ¡No puede ser, imposible! ¿Quién se lo ha dicho?
—¡Pero si es voz pública!—me replicó don Benito,—no se habla de otra cosa en la ciudad.
—¡Pues, señor, yo no he notado lo más mínimo en el escritorio, y hoy ha sido sábado, se ha pagado a todo el mundo!
—¡Hombre! ¿Está usted seguro?—me repitió don Benito con asombro.
—Como que estamos hablando en este momento.
—Pues, sepa usted, mocito, lo que no sabe—me dijo;—y tomándome confidencialmente del brazo, me llevó a su cuarto, me hizo sentar y me refirió lo siguiente, después de haber encendido un cigarro habano:
—Don Eleazar de la Cueva, como usted sabe, trae revuelta la Bolsa desde hace tres meses. Lo mismo que un general que con un ejército numeroso invade un país dilatado, él ha puesto en juego allí dos o tres millones de duros. Comenzópor comprar acciones de ***, monopolizó el mercado, se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto, manteniendo siempre la demanda, trataba de vender a precios exorbitantes lo que había comprado a precio vil.
Pero don Eleazar ha encontrado la horma de su zapato; mientras sus agentes, divididos en dos bandos que operaban en sentido contrario, preparaban su golpe, él no contaba con que en esta tierra del papel-moneda, una nueva emisión es asunto de poca monta, y la cuerda tirante con que él tenía presos a sus deudores, se ha aflojado; la nueva emisión se ha hecho y he aquí que la baja más espantosa se ha operado.
En esta situación, don Eleazar ha resuelto no reconocer sus operaciones. El tiene razón hasta cierto punto; exigefair play, como los luchadores ingleses. En la casa de la Bolsa, todo es permitido como en la guerra; jugar públicamente al alza y clandestinamente a la baja; lanzar ungato, dar una noticia de sensación, asegurar que la guerra con Chile es un hecho, que nuestra escuadra está en un estado atroz, que nuestro ejército será derrotado en caso de una batalla; en una palabra, sembrar el terror sin consideración de ningún género por el patriotismo; pero jugar con armas de doble carga, no. ¡Eso no, eso nunca!... Don Eleazar en estas materias escorrectísimo, y, sobre todo, cuando en vez de ser él quien apunta, acontece que es contra él contra quien se vuelven las bocas de los cañones. Pero lo peor de todo, mi amigo, no es eso. Lo peor es que don Eleazar, aprovechando su desgracia, porque es capaz de aprovechar todo y sacar de todo ventaja, ha resuelto no pagar a nadie. A él lo sitian por hambre, pero él les cercena el agua y el pan, y con la misma cuerda con que lo ahorcan, él procura ahorcar a sus adversarios.
—Quiere decir que yo me encuentro en la calle—le dije al oírle terminar su relación.
—¡Oh, no! ¿cree usted que don Eleazar es hombre de despedirlo por cosas de tan poca monta?... No. Su quiebra es una quiebra que no lo arruina ni lo lleva al tribunal; todo se resuelve para él en no pagar; las deudas de Bolsa no son deudas, y en el caso de don Eleazar ha pasado ni más ni menos lo que sucede en una casa mala de juego cuando se apagan las luces: cada jugador defiende con el puño lo que puede, y le aseguro que su patrón sabrá defender lo suyo. No se alarme: no perderá el puesto.
—No me alarmo, don Benito, por tan poca cosa—le repuse riéndome a carcajadas.—¡Soy yo quien resuelvo no volver al escritorio de donEleazar! No me cuadran ni el hombre ni el empleo.
—Hace usted bien, amigo: eso lo honra.
—No, don Benito; ni me honra ni me deshonra; no hago una quijotada, ni tendría derecho para hacerla. Don Eleazar se ha portado bien conmigo; me ha pagado religiosamente mis sueldos y ha tenido el buen gusto de no imponerme de sus negocios.
—¿Y qué va usted a hacer?
—No lo sé, pero mañana lo sabré. Desde luego disponga usted de mi cuarto: ¡tenemos que separarnos!
—¿Separarnos? ¡Jamás!—me contestó el buen viejo irguiendo su noble cabeza y acompañando sus palabras con un gesto enérgico que denotaba el profundo sentimiento que le había ocasionado mi resolución.—¿Separarnos? ¡Nunca!—me repitió:—mire, Julio... Mira, hijo mío—agregó,—déjame que te tutee, mis canas me dan derecho para ello, ¿es cierto?
Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido:
—Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tío, pero debo confesarte que he sufrido al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo no te corresponde, y lo que no me explico es cómo Ramón te ha colocado allí...
—Mi tía, usted sabe...
—Sí, que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón para que te descuide. Mira—me dijo,—desde hoy yo me encargo de ti. ¡Qué diablos! Soy viejo, pero tengo el alma joven todavía: seré tu padre y tu hermano al mismo tiempo. Tengo mala fama en el mundo: las mujeres como misia Medea me aborrecen, porque no creo en deidades políticas; y los hombres como don Eleazar tampoco me pueden pasar, porque no sé hacer negocios de los que ellos hacen. Viviremos juntos; de cuando en cuando oirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué quieres!... Soy hombre... súfreme estos extravíos. Las mujeres me enloquecen, por eso he tenido el tino de no volverme loco por una sola: me he enloquecido por todas y no me he casado con ninguna; espero no caer en la tentación de hacerlo en los años que tengo. Soy risueño, despreocupado y franco: vivo sin misterios y tomo la vida tal como es. Allá en mis mocedades he leído mucho; pero una sola lectura me ha aprovechado de todas las que he hecho: ahí está junto a la cabecera de la cama:Rabelais.
Cuando tengas mi edad y hayas corrido el mundo, verás que tenía razón: es el único libro que ayuda a bien morir, por eso lo abominan los jesuitas. No tengo hijos, o más bien dicho,no sé si los tengo, porque, si lo supiera a ciencia cierta, no los negaría como padre; pero en la duda, tú bien sabes que es mejor abstenerse, porque esto de tomar como propias las obras de otros, es un poco grave. Y yo huyo del ridículo sobre todo. No tengo ningún amigo de mi edad: mis amigos son los jóvenes de la tuya, vivo con ellos, enamoro con ellos y escandalizo también con ellos este salón porteño en que hay muchas mujeres lindas y tanto tonto que se las lleva.
Y, al terminar, don Benito me estrechó fuertemente en sus brazos y contra su pecho, y yo no pude contener las lágrimas que me saltaron a los ojos.
Al día siguiente me presenté en lo de don Eleazar, de mañana. El patio estaba lleno de gente que cuchicheaba y accionaba con animación: las puertas del escritorio cerradas. Me acerqué y golpeé los cristales: al abrirme don Anselmo, que me reconoció, dos o tres de las personas del patio se arrojaron sobre la puerta del escritorio con la pretensión de entrar.
—Perdonen ustedes, no pueden ustedes entrar...—les dijo don Anselmo, y les dio casi con la puerta en las narices.
Y pude ver que uno de ellos levantaba el puño de la mano en actitud amenazante.
En dos palabras di cuenta a don Anselmo de mi resolución de abandonar la casa.
—Vaya, vaya, ¿a usted también lo ha picado la tarántula?
—A mí no me ha picado ninguna tarántula; ni quiero, ni tengo nada que ver con los que protesten afuera ni contra los que se encierran adentro, vengo a agradecer a don Eleazar el honor que me ha hecho y a comunicarle mi resolución. ¿Me quiere usted anunciar?
—No se si podrá recibirlo a usted...—me dijo don Anselmo moviendo la cabeza.
—Vea usted si puede... quiero cumplir lo que yo considero un deber.
Don Anselmo pasó a la habitación contigua, que era la de don Eleazar, y después de un rato regresó.
—Dice don Eleazar que puede pasar—me dijo.
Yo entré resueltamente. No olvidaré nunca el cuadro que se presentó a mi vista. Casi en el medio de la habitación, junto a un escritorio elevadísimo, donde don Anselmo acostumbraba a escribir bajo el dictado de don Eleazar, sentado sobre un esqueleto de silla, estaba éste, desayunándose, delante de una mesita muy poco más grande que el plato en que comía. Un sirviente gallego le servía sin pausas, plato tras plato,y don Eleazar comía con la gravedad de un oso que devora su ración. En un rincón de la pieza, de pie, tres hombres presenciaban esta colación matutina en completo silencio.
—Entre usted, señor don Julio, ¿también nos abandona usted en los días de prueba?...
Yo expliqué las causas de mi renuncia, procurando convencerlo de que ella era completamente extraña al reciente desastre comercial; pero don Eleazar, conmovido, a pesar del apetito con que devoraba sus viandas, se daba maña para lamentarse con palabras que partían el corazón.
—Bien, joven, puesto que usted lo ha resuelto, separémonos; pero usted me hará justicia algún día... ¡Vea usted la situación a que me veo reducido! ¡Todo lo he perdido! Desde hoy vivo de la caridad de mis parientes; sí, señor, de la caridad de la familia... Aquí me tiene usted preso; ¡yo preso en este país que he colmado de beneficios! ¡No ve usted, señor, que hasta la autoridad se complota en mi contra! ¡Vea usted, señor, todos esos hombres que se acercan a los vidrios y que me amenazan, me son completamente desconocidos! ¡Yo nunca he tenido trato con ellos! ¡No los conozco! ¡Y me persiguen, señor, me persiguen a muerte! ¡Vean ustedes a lo que estoy reducido! ¡A no poder comer estos bocados en mi casa, porque son hasta capacesde envenenarme! ¡Y si no fuera por mi fiel Juan (exclamaba mirando expresivamente al gallego que le servía el almuerzo), si no fuera por él, quién sabe lo que habría sido de mí!
Pero yo te recompensaré algún día... tú sabes que todo lo he perdido, que no tengo nada, que me es imposible por consiguiente satisfacer mis compromisos! ¡Dilo, Juan, a todos; es posible que a ti te crean!... ¡Dígalo usted, joven, asegúrelo, usted sabe mis negocios, todos son claros, tan públicos, tan legítimos!... ¡Ustedes lo saben, señores... yo he sido víctima de gente (agregaba encarándose con don Anselmo que le contestaba con un signo afirmativo) sin ley ni principios!... ¡Usted lo sabe, don Anselmo, usted sabe todos mis negocios, conoce mi casa!... ¡No me es posible cumplir, y no lo siento tanto por mí, sino por tanta persona excelente a quien tendré que perjudicar, contra todos mis sentimientos!... ¡Vean ustedes, vean ustedes cómo amenazan esos hombres! ¡Se creería que yo me he quedado con algo de ellos!... ¡Gracias, Juan, gracias, hijo mío, sírveme el té, no tengo apetito!... ¡pruébalo tú primero, mira si tiene mal gusto!... ¡Ah, señores, yo tengo la conciencia tranquila!...
Y mientras don Eleazar se lamentaba, todos lo oíamos en silencio, como consternados porla horrible desgracia de ese hombre providencial que engullía como un tiburón, en medio de la catástrofe de su fortuna. Fueme necesario cortar de un golpe aquella eterna elegía y despedirme para siempre de ese antro en que había estado ocho meses.
¡Lo que es el mundo de malo! Al salir, los acreedores del patio, que echaban espuma por la boca, decían que don Eleazar había realizado quinientos mil duros de ganancia y que ellos se quedaban en la calle. ¿Quién podía creerlo?
Rigurosamente encorbatado de blanco, con un frac de Poole y un par depumpsde Thomas, don Benito penetraba una noche en mi cuarto, elegante y joven como un muchacho de veinticinco años.
Yo me vestía lentamente; aquella noche hacía mi estreno en el club. ¡El club!... No es necesario decir que es el Club del Progreso de que hablo, y que el baile en perspectiva es un baile de julio: la granattractionde laseasonporteña.
—¿Todavía en ese estado?...—me dijo al verme complicado en los preparativos de la camisa;—¡es la una casi!...
—¡Ah! ¿qué cree usted? Es cosa seria preparar una camisa... recuerde usted que me estreno.
—¡Ca! un hombre elegante no se fabrica; nace... Mírame—me dijo—cuadrándose en el medio del cuarto.
—Bueno, tenga paciencia, yo no soy usted... yo no soy elegante...
—Sí, pero te cuadra Blanquita, ¿no?... Y no supongo que te prenderás como un tendero para enamorarla, mira que es mujer tan suelta y ligera como la madre... y quiero que la conozcas.
—No embrome con Blanquita, ya sabe que Blanca no me cuadra y que yo tengo una novia en...
—Está bien, cásate con aquélla, pero enamora a ésta... no seas tonto...
—¿Y si no me hace caso?
—¡Qué no! La madre te adora y la madre es la protectora de esa criatura.
—¡Oh! Fernanda me conoce desde muchacho: tenía veinticuatro años cuando yo tenía diez o doce, pero la hija...
—La hija es igual a la madre; ambas son mujeres de coraje y de avería, lindas como unas tórtolas y peligrosas como dos lobas.
—Esta noche estarán radiantes, serán las reinas del baile, el señor Montifiori hará brillar su legación vacante.
—¡Montifiori!... ¿Qué clase de hombre es Montifiori?...
—Te lo diré después... vamos, átate la corbata pronto.
—¿Va bien así? Muy grande el moño, ¿no?...
—No; está bien, las mujeres no se fijan en eso; el pescuezo de los hombres les es indiferente. Bueno, ponte el frac; ¡excelente! Estás hecho un lord. ¡Si yo tuviera tu cuerpo y tus años y tú mi experiencia!...
—¡Siempre el viejo proverbio, don Benito!... ¡Ah! no hay nada completo en el mundo.
Di una vuelta por mi cuarto, tomé mis guantes, puse el gas a media luz y salimos yo y mi viejo compañero. Hacía un frío de todos los diablos, pero el cupé de don Benito estaba a la puerta; nos encerramos en él y empezamos a deslizarnos sobre los rieles del tranvía a todo trote. En cinco minutos estábamos en la cuadra del Club del Progreso: tuvimos que esperar algunos minutos más para que le llegara a nuestro carruaje el turno de acercarse, y por fin bajamos en la puerta entre un grupo de hombres y mujeres que subían apresuradamente la escalera muellemente tapizada y adornada con flores y guirnaldas verdes.
¿Quién no conoce el Club en una noche de baile? La entrada no es por cierto la entrada del palacio del Elíseo y la escalera no es una maravilla de arquitectura.
Sin embargo, para el viejo porteño que no ha salido nunca de Buenos Aires, o para el joven provinciano que recién llega de su provincia, el Club es, o era en otro tiempo, algo como una mansión soñada cuya crónica está llena de prestigiosos romances y en el cual no es dado penetrar a todos los mortales.
Don Benito conocía la casa desde su fundación y gozaba en ella de una influencia única. Al entrar, jóvenes y viejos lo saludaron con cariño como un antiguo amigo.
El buen viejo, poniéndome el brazo izquierdo sobre la espalda, me condujo al quiosco de cristales donde nos sacamos los paletós y nos consultamos un momento la figura sobre los espejos.
En aquel momento la orquesta tocaba la última parte de las cuadrillas deCarmen...
Toreador, toreador en garde...
y la música de Bizet, saturada, por decirlo así, en la sangre misma de Merimée, distribuía al cuerpo de las mujeres que formaban los cuadros, los tonos calientes con que el joven maestro ha rimado ese extraño poema de amores plebeyos y bajas venganzas.
El salón, híbrido, y en el cual el gusto refinadode unclubmande raza tendría mucho que rayar, desaparecería ante la masa compacta de hombres y mujeres que lo llenaban.
Mi viejo amigo me dio el brazo y entramos juntos a ocupar nuestro lugar en aquelbouquetporteño que julio forma todos los años con la exactitud con que se celebra un aniversario.
Es en un baile del Club del Progreso donde pueden estudiarse por etapas treinta años de la vida social de Buenos Aires: allí han hecho sus primeras armas los que hoy son abuelos. La dorada juventud del año 52 fundó ese centro del buen tono, esencialmentecriollo, que no ha tenido nunca ni la distinción aristocrática de un club inglés ni elchicde uno de los clubs de París. Sin embargo, ser del Club del Progreso, aun allá por el año 70, erachic, como eracursiser del Club del Plata, con perdón previo de sus socios.
La entrada era cosa ardua: no entraba cualquiera: era necesario ser crema batida de la mejor burguesía social y política para hollar las mullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido dewhisten el clásico salón de los retratos que ocupa el frente de la calle Victoria.
En esta última sala, larga y fría como un zaguán, que ha sido empapelada cien veces por lo menos de verde o celeste claro y que ha consumidocincuenta distintas partidas de tripe de lo de Iturriaga, ha nacido una generación de la cual van quedando muy escasos representantes. Allí ha mordido la maledicencia urbana a los jugadores trasnochadores, a los maridos calaveras, a la juventud disoluta y disipada, y cada mordisco de mamá indignada ha hecho los estragos de la viruela en el retrato moral de las víctimas. La maledicencia de la gran aldea es como la calumnia delBarbero de Sevilla: delventicellopasa al huracán y ¡ay de aquel que se encuentre envuelto en la ráfaga!
El Club del Progreso ha sido la pepinera de muchos hombres públicos que han estudiado en sus salones el derecho constitucional; literatura fácil que se aprende sin libros, trasnochando sobre una mesa de ajedrez; ¡y a mí, no sé por qué, se me ocurre que algunos de los retratos de los hombres de Mayo que presencian aquel grupo de pensadores, hacen una mueca cada vez que un pollo acompaña un discurso sobre la libertad del sufragio con un golpe que asienta sobre el damero una reina jaqueada por la chusma de los peones sobrevivientes!
¡Falta allí el retrato del padre Castañeda! ¡Y sobre todo, falta el espíritu! ¡También veinte, treinta años, de hacer lo mismo!
Hasta hace muy poco, la biblioteca no eramuy copiosa que digamos. MuchaMemoria, muchoRegistro Oficial, pero a condición de no encontrarse nunca cuando se pedían; y en la mesa de lectura, todos los diarios porteños, vacíos y estériles como sábanas de monja, luciendo el artículo editorial al frente, extenso riel de plomo en que, para valerme de una figura bíblica, se fatigan los caballos de la imaginación. En la mesa de lectura elIllustrated London Newy laRevue(casi sería inútil agregardes Deux Mondes, si no habláramos en el club); laRevueen que M. de Mazade produce el artículo burgués que en un tiempo firmaron Forcade y Lanfrey y algunos diarios franceses que casi siempre sirven de adorno, como esos ramos secos que se pudren en las salas por olvido de los sirvientes. A pesar de esto, cualquiera creería que allí se lee... ¡nada de eso! Allí se conversa: en el grupo de muchachos alegres y espirituales, que entra a las 12 de la noche repitiendo la última nota de Tamagno, no falta un ejemplar de denso burgués pantagruélico, gastrónomo noctámbulo, engordado y enriquecido por el vientre libre de sus vacas, que se hace servir allí mismo un chorizo por noche, mientras que, con el profundo desdén del bruto feliz, descuidado el traje, pelado a lamal-content, mira todo lo que le rodea con satisfecha apatía, llevando la mano alrenegrido cabello y dragándose la caspa de aquella mollera inerte con la uña afilada del índice.
No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.
Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica; que se viste hoy como ayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio fijo; sano, insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los que todavía creen que es de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.
Y entre esta sociedad híbrida e incolora como la Memoria de un ministro, mi amigo don Benito, cuya acrisolada y noble honradez se confunde por el positivismo contemporáneo con el sueño de un iluso, solía de repente estallar con noble sarcasmo, sintiendo probablemente cuán estériles han sido las desgracias del pasado y cuán injustamente ha repartido el destino sus favores en el presente.
Pero el club es el club, y aquella noche, los violines, riendo bajo la cuerda de los arcos, transmitíanla alegría y el entusiasmo singular de la música a todos los semblantes.
De pie, delante de la puerta que da paso a la gran escalera del comedor, yo seguía el vuelo espiralado de las parejas impelidas por el soplo caliente de un vals de Metra. No sé por qué, esos valses fascinadores, de cumplidas y ondulantes frases, que parecen dibujadas en el éter por la batuta mágica del maestro, me produjeron una profunda melancolía, trayéndome al recuerdo unos versos en que Hugo contempla, a través de los cristales empañados por el frío de la noche, el cuerpo de su amada enlazado por el brazo de un rival feliz.
¡Pero qué variado espectáculo!
¡Cuánta mujer ideal y atrayente bajo la trama cariñosa de esas telas modernas, cómplices de la carne y del contorno que este siglo materialista teje con las alas de pájaro o pétalos de flores exóticas! ¡Cuánto ser grotesco de fealdad repugnante, de doloroso raquitismo, brincando sin gracia, marcando la nota chillona del ridículo!
¡Cuánto contraste!
¡Cuánta cara foránea, ahorcada por cuellos anticuados, encorbatada de raso tórtola, bizantinamente enfracada, con pantalón en forma de caño y botines de brasileño guarango!
¡Cuánto gallo viejo sin púas, forcejeando contra el tiempo en vano, con las armas débiles de los untos! ¡Cuánto ser insípido, abriendo la boca satisfecha y marchitando con su trato insoportable a tanta mujer linda y atolondrada que busca su ideal sin encontrarlo!
¡Cuánta mamá achatada por la gente que pasa, sirviendo de mojón en los sofás de lampás crema!
¡Cuánto marido tolerante que entrega su mujer a la garra de los halcones y que se sitúa en el buffet con el sentido práctico de un convencido!
¡Cuánto viejo fatuo, teñido de pies a cabeza, prendido como un paje, que apesta a menta desde lejos y que instala sus pretensiones intolerables ante cualquier mujer bonita, para que el mundo le cuaje el sabroso renombre de afortunado! ¡Cuánto muchacho alegre y filósofo, pollos de la aldea, que conocen la aldea y que toman la partida con el buen humor de los descreídos!
El baile estaba en su apogeo, cuando sentí en torno un murmullo. Dos mujeres del gran mundo entraban en el salón y las parejas se abrían para darles paso. Don Benito acompañaba a una de ellas, y la otra, contra la más estricta regla de nuestros salones, caminaba sola al lado. DonBenito vino derecho adonde yo conversaba con un grupo de amigos.
—¡Julio!—me dijo con la más perfecta y aristocrática urbanidad:—¡Fernanda!—Y dándose vuelta y señalando a la más joven, repitió, como toda presentación:—¡Blanca!
Me incliné reverenciosamente y al levantar los ojos, vi la imagen doble de mi compañera de teatro ¡dieciocho años ha!...
—Me parece que nosotros somos viejos amigos—me dijo Fernanda.—Y como queriéndome dar confianza, agregó:—¡Pero usted es un hombre!
—¡Señora... señorita!....
Y a una finísima mirada de don Benito, imperceptible casi, yo extendí mi brazo y Blanca se colgó de él con franco y dulce abandono.
No podía darse un retrato más semejante a Fernanda. Para mí, Blanca era una verdadera resurrección del pasado; la misma aparente frialdad de la madre, la misma palidez casi mate; los grandes y sombreados ojos de Fernanda, y un busto, que dejaba ver un escote en el que los nervios preponderaban sobre la carne. Por último, un brazo que podía ser un tanto largo, pero que, bajo fino y suelto guante de piel de Suecia, tenía yo no sé qué encanto voluptuoso, mil veces más ático y más puro que el que revela un pie biencalzado cubierto por una media de seda obscura.
El vestido de Blanca era una antítesis con su serena palidez: una pollera corta de tul de seda color fuego, estrecha, determinaba como un calco las líneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo un zapato de raso del mismo color, sumamente escotado, en el que aparecía el más bello y atractivo pie de mujer.
Una bata de terciopelo fuego encerraba apenas el misterio de su pecho, dejando adivinar las líneas audaces de sus senos altos y erguidos como los de la Venus de Milo. En la cabeza dos peinetas de oro de una sencillez irreprochable sostenían su cabello rubio mate, y fuera de las numerosas cadenas de pulseras que rodeaban sus brazos, ni una sola alhaja, ni una sola flor, ni un solo adorno, lucían en aquella mujer.
—¡Qué espléndido vals!—me dijo,—bailemos, yo no resisto...
La enlacé estrechamente y la imaginación debió traerme, como una brisa en aquel momento, el suave perfume de Fernanda. Blanca reclinó su mejilla sobre mi hombro, el muelle contacto de sus senos estremeció mi pecho, tomele la mano con fuerza y rodeando su talle flexible y admirable, la danza lasciva nos arrebató en su torbellino. Blanca bailaba como una inglesa dela vieja estirpe; sin reservas, pero también sin el grosero materialismo de una mundana; de vez en cuando, los vaivenes ondulantes del vals en que los cuerpos se deslizan con la música, nos unían involuntariamente, y yo sentía ese estremecimiento inexplicable que produce la lucha de la timidez con la audacia, cuando el cuerpo de una mujer joven y linda toca y calcina esta miserable arcilla humana de que están hechos todos los seres desde Satanás hasta San Antonio.
El vals tocaba a su término; mi compañera se me había entregado completamente. En el mareo embriagador de sus últimos giros, columbré el rostro de don Benito, que del brazo de Fernanda nos miraba con una sonrisa mefistofélica, en el momento en que el eco de los violines se apagaba, y Blanca caía fatigada voluptuosamente sobre un sofá que la sostuvo y balanceó un instante en sus muelles y flexibles elásticos.
—Pero usted valsa como nadie... Yo no podría valsar con otro después de haber valsado con usted.
—Y bien, señorita, la cuenta es muy sencilla, bailemos todos los valses...
—¡Oh! ¿Y los compromisos?...—me dijo con cierta petulancia altiva.
—Es muy sencillo: los viola usted—le repliqué con igual tono.
—¡Me cuadra! Está hecho el trato.
En ese instante nos detenía un joven grueso, de lentes, rosado, rubio y lindo como un retrato al pastel, con un ambiente de insignificancia que se aspiraba de lejos.
—Muy buenas noches, señorita. ¿Quiere usted darme el próximo vals?
—No me es posible, doctor Bello, estoy comprometida—contestole Blanca con indiferencia.
—¿La cuadrilla?...
—Me fatiga bailar cuadrillas—replicole en el mismo tono.
—¿Entonces, los lanceros?...
—Menos, doctor...
—¿Entonces que quiere usted darme?—preguntó aquel desgraciado e incómodo pretendiente.
—Nada—se apresuró a contestar don Benito que en ese mismo instante llegaba a nuestro grupo.
El joven doctor tragó saliva lastimosamente, pero Blanca, reaccionando con generosidad en su favor, le dijo:
—Pasearemos esta mazurka, y señaló la pieza perdida en el epílogo del programa que comenzaba.
Seguimos con Blanca; paseamos la pausa y atravesamos el gran salón, en dirección al salón punzó de la calle Victoria. Al entrar en él, un grupo de hombres, entre los que estaba mi tío Ramón, saludó a mi compañera con lisonjas y elogios. Blanca se detuvo.
—¡Ah! papá ¿qué haces?...—y dirigiéndose a los demás, les estrechó francamente la mano, mientras yo hacía una reverencia.
Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un país híbrido como la Herzegovina o el Montenegro: no importa. Mientras nos detuvimos, yo lo observaba.
El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada, pero con aire degarçon. Sabía llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestía y se conocía que el gusano había vivido siempre dentro de seda. Corríase que al casarse con Fernanda, veinte años atrás, el doctor Montifiori había enajenado su interesante personalidad en cambio de la belleza de su esposa y ocupado una legación en no sé dónde.
Corríase también que aquellion, a pesar de su edad, había sido elenfant gatéy elbon papáde esas famosas golondrinas que vuelan en invierno a mediodía en sus carretelas por elBois, custodiadas por un lacayo impertinente y acompañadaspor perros microscópicos de esas razas artificiales con que el sibaritismo parisiense falsifica las nobles obras del Creador.
El doctor Montifiori se movía por el salón como una góndola con proa de ánade: tenía un abdomen formado sin duda por las golosinas de los banquetes de embajada, a los que concurría invariablemente a pesar de su retiro. Sus rubicundos cabellos y sus patillas inglesas, incluso su bigote recortado como el de los banqueros de Lombard Street, debían el brillo de su lustro a las caricias de un pan de cosmético en constante ejercicio sobre la mesa detoilette. No hay duda, el doctor Montifiori vivía teñido desde los pies hasta la cabeza. Como todos los viejosdandys, después de tragar sus píldoras de salud, entregaba su figura a los afeites milagrosos de Guerlain, y como si se sumergiera en la fuente de Juvencio, se bañaba con precauciones en agua tibia y perfumada, dormía como los donceles de César en lecho de plumas y su medio siglo largo, necesitaba después de sus encantadassoirées, que el edredón de los sibaritas cubriera y protegiera sus miembros fatigados como los de Júpiter, después de sus transformaciones.
Montifiori era un epicúreo, y por eso, el salón de Fernanda era renombrado por el gusto y por el eximio buen tono que perfumaba todos susdetalles. Acostumbrado a sentarse diariamente en una mesa verdaderamente ática como manifestación culinaria, Montifiori pasaba con razón por ungourmetde estirpe, por un paladar maestro para catar una becasaau madère, servida sobre un plato de Saxe.—Y así, aquel gran vividor, acostumbrado a mirar los zafiros y rubíes de sus anillos de oro mate al través del diáfano cristal, lleno con los topacios líquidos del Sauterne, y a saborear la nube perfumada del tabaco de Cuba, debía sufrir mucho, cuando mi tía Medea, a quien frecuentaba, lo sentaba a su mesa a comer aquellos platos dignos sólo de su robusta pepsina deñandú.
Montifiori, como todo hombre del gran mundo, con marcada tendencia al europeísmo, hablaba con bastante afectación el francés y murmuraba el inglés con una increíble adivinación del acento peculiar de este idioma. Estaba en todos los golpes depetits mots, sabía sacar partido de esas deducciones híbridas de las palabras, que los parisienses consiguen hacer con los dientes superiores y la nariz, indicando apenas las expresiones hasta casi llegar a formar una charla de monosílabos breves, rápidos, fugaces y casi eléctricos, que hacen la desesperación de todos los que han aprendido el francés por el Ollendorf.
Al lado de Montifiori contemplaban el baile dos caballeros más, el viejo Ministro de Estado doctor don Bonifacio de las Vueltas, político ducho, orador brillantísimo y eficaz, gran brujuleador de cámara y antecámara, fina inteligencia, blanca erudición, débil y bondadoso, embrollón como una modista de alto tono, pero de una intachable honradez privada. Se balanceaba a su lado con movimientos de odalisca otro personaje diminuto, que a una fisonomía árabe despejada, de ojo poético y penetrante, reunía ciertas antítesis morales y físicas que revelan un prisma de nuestra raza sudamericana. Su palabra elocuente, un tanto enfática y voluptuosa, se apretaba, al salir, entre los dientes y los labios, al mismo tiempo que llevaba ambas manos al vientre y se contoneaba delante de las señoras como un palomo que corteja a la paloma dando vueltas en el borde del mechinal. Era sin duda aquél uno de los finos artistas de la palabra y de la frase, según se decía; había caído de las más altas posiciones, y mi tía lo abominaba como todo el partido de la gran política que no le conocía sino por el apodo que se le daba y que no es del caso mencionar.
—Señorita Blanca, presento a usted mis más sumisas manifestaciones de respeto y admiración—dijo el doctor de las Vueltas, entreabriendo su boca como un pimpollo.
—¡Oh, doctor! tantas gracias—contestó Blanca.
—Es usted la reina del baile. Lleva usted mis parabienes, Blanca...¡aaah!...¡está usted espléndida... aaah!—decíale el compañero de don Bonifacio, arrullando alrededor de Blanca.
—¡Oh! déjeme, doctor, que lo felicite por su folletín deEl Nacional; ¡qué linda, qué linda página!
—¿La ha leído usted? ¡Linda era en efecto!... ¡qué lástima que mis ex-ministros no sean capaces de juzgarla; son todos unos civilistas... aaah!—dijo el doctor, mirando al señor de las Vueltas con marcada intención.
Montifiori a su turno conversaba con el doctor de las Vueltas a propósito de un caballero de las provincias que había pasado atufado y sin saludar al grupo.
—Pero algo debe tener con usted, querido Montifiori, porque conmigo cultiva la más cordial amistad.
—En efecto—decía un gallo viejo demonocleque formaba parte del grupo,—Il a l'air bien farouche.
—Ja, ja, mis buenos amigos; es el doctor Escañote, de Corrientes, un incorruptible, me detesta,¿y saben ustedes por qué? Una noche en París este señor, que se había instalado con toda su prole en un mal hotel de cuarto orden, hacía la cola en la boletería deVariétésdonde se daba laFemme à papá, una mononería de cosascochonasen que Judie hace caer la baba. El buen señor, sin conocer las reglas de la cola, pretendió saltar su turno y pasar para romper la muchedumbre el muysot; ¡claro! se armó un alboroto. Ese pobre señor tenía la desgracia de no hablar una palabra en francés, e interpelado por losagents de ville, contestaba con el acento peculiar de su provincia:
«¡No me lleven así!... ¡soy forastero, correntino, de la República Argentina!...» y qué sé yo qué otras cosas.
De repente,malheurme divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita:—«¡Señor Montifiori, paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la comisaría!» Figúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndidoPrince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicerone! Salíamos de Bignon, era imposible codearme con aquelrastaquèreguaraní! El Príncipe notó sin embargo mis señas y me decía:—Comment! c'est un de vos compatriotes qui vous appelle, n'est-ce pas?—¿Qué podía yocontestarle?...—Bah! non pas, mon cher prince, c'est un parvenu, je ne le connais pas.
—¿Y cómo concluyó el incidente?—preguntó el señor delmonocle.
—Pero muy sencillamente: cenando nosotros en elCafé Anglaisy mi correntino durmiendo en la comisaría.
—¡Ja! ¡ja!—y todos a una reían de la espiritual aventura de Montifiori.
—¿Y qué es de tu mamá, Blanca? no la veo—le preguntó a su hija.
—Ahí anda, con don Benito...—contestole su hija haciendo un gracioso movimiento de cabeza.
—¡Joven y linda como la hija!Mater pullchra, filia pullchrior!—exclamó el doctor, esbozando en su rostro moreno una sonrisa afectada y contoneándose siempre con las manos sobre el vientre.
—Bien, jóvenes—díjoles Blanca,—yo tengo sed, quiero tomar un helado; señor don Ramón,—agregó dirigiéndose a mi tío,—lléveme usted a tomar un helado. ¿Me permite usted, que lo abandone por su tío?
—Con tal que el próximo vals sea mío...—le contesté.
—¡Oh, bien claro! tenemos un compromiso formal—me contestó, y soltándome el brazo, loentregó coquetamente a mi tío Ramón y ambos se retiraron del grupo.
—¿No es cierto que mi hija escharmante?—dijo el doctor Montifiori al verla retirarse.
—Es una señorita, mi querido doctor, llena de atractivos, y usted me permitirá que le reitere mis más entusiastas felicitaciones y plácemes sinceros—contestole el doctor de las Vueltas, empleando el tono más melifluo de su voz.
—Es una nereida, una verdadera hurí, tiene la hermosura de Dido y el paso de una diosa...—exclamó el otro doctor entusiasmado.
—Nosotros no tenemos papel que desempeñar en este baile... Mucha mamádemodada; y no es posibleglisarlesnada a las jóvenes sin que se ofendan. Por eso, mi querido de las Vueltas, es que yo amo a la mujer fácil...¡Variedades!... AnocheFleur d'Eglantierestuvo apetitosísima en lachansonette...¡Quelle chatte!...
—¿Sí, y qué cantaba?
—Oh, mon cher! cantabaMon Oscar!... estábamos en elavant-scène, con losattachésde la legación turca, y la muy ricotona me cantaba a mí solo todos loscouplets... la sala ardía de envidia!... Yo estaba irreprochable... mis zapatos barnizados, mis guantes amarillos, un sobretodo de cuellos desilkskin... en fin, ¡espléndido! Subimos en mi cupé clarence y cenamosen el café de París soberbiamente... unas armoricains y unhomard, que sólo ese Sempé es capaz de proporcionar en esta tierra imposible! ¡Qué mujer tanflirtante!... ¡Me llamabaMon petit Pichonot!
En este instante mi tío Ramón regresaba con Blanca delbuffet.
—Comienza nuestro vals, señorita, y yo lo reclamo. Tío, usted se queda con sus amigos y me devuelve la compañera, ¿no es así?—le dije a mi tío Ramón.
—Te la entrego, siempre que ella lo consienta—me contestó, y como Blanca se desprendiera sonriendo de su brazo, mi tío la dejó hacer y nos alejamos de nuevo de aquel grupo, que formaba uno de los más interesantes cuadros del salón.
El vals recomenzaba; entramos en el gran salón y nos perdimos en el mar de danzantes. Blanca había pasado de su interesante palidez a un encarnado suave, que revelaba la excitación involuntaria que provocan en la mujer la música y el baile.
El último vals lo había bailado con un ímpetu y un ardor de veinte años. Sus ojos claros, melancólicos y un tanto extáticos por lo general, se habían alumbrado con un fuego intenso; su boca entreabierta delataba esa seductoramolicie que invade todo el organismo delicado de la mujer en las horas fugaces de la fiesta.
Nos sentamos en un sofá al concluir la pieza que habíamos bailado, y como yo tratara de guardar cierta distancia respetuosa, dejándose caer sobre el respaldo del asiento, e inclinando la cabeza graciosamente, me dijo:
—¿Por qué tan lejos? Acérquese usted más... tome mi abanico, deme aire, me sofoco...
Obedecí maquinalmente, y al acercarme rocé con suavidad su rodilla, que se adivinaba a través de la veste y sentí su contacto tibio y carnal.
—Más cerca, abaníqueme usted... así... ¡oh, ahora se respira!...—y suspiró con toda el alma, y, al suspirar, las curvas de su seno se desprendieron un instante del tul que las cubría y volvieron a dibujar su sobrio pero voluptuoso busto.
Yo me había acercado a mi compañera todo lo que el buen gusto permite.
Felizmente en aquel momento se organizaba una cuadrilla, y la fila compacta de las parejas nos cubría de las miradas de todo el mundo. Hay veces que un baile es más solo que un desierto. La música rompía en seguida y Blanca yyo, en nuestro sofá, gozábamos de la ventaja de que nadie se preocupara de nosotros.
—¿Y su padre? ¿hace mucho que murió?...—me preguntó con un acento lleno de ternura.
—Veintidós años, cuando yo era un niño...—le contesté.
—Es triste sin padre y sin madre, tan joven...
—Muy triste, Blanca.
—Y tanto más, cuanto que usted no tiene fortuna y la fortuna es hoy indispensable en Buenos Aires. Sin fortuna la vida debe ser abominable. Al menos, yo no la concibo.
—¿No cree usted en el amor?...
—¿Solo?—me observó vivamente.
—Sí—le dije mirándola con fijeza.
—¡No!—me contestó ella con indiferencia...—¿quiere ser mi amigo? ¿Quiere guardarme una confianza?... Yo soy una mujer rara, extraña. Yo no he amado nunca y no sé si lo que he sentido alguna vez, puede llamarse amor; pero jamás, aun amando mucho, me casaría nunca con un hombre pobre. Tengo horror, miedo, por la pobreza...
—Es triste—le repliqué;—ser de un hombre a quien no se ama, debe ser algo terrible en la vida...
—No lo creo. Se puede amar al marido, amarlocomo a un amigo... al fin el marido no es otra cosa a la vuelta de diez años. ¿Cómo concibe que don Ramón, su tío, esté enamorado de misia Medea? ¡Imposible!
—¡No, Blanca! Pero, si usted se casa con un hombre a quien no ama, ¿cómo puede cerrar su alma para siempre, usted flor del mundo al fin?...
—¡Pero, no cerrándola, amigo mío!... Yo no sé si algún día me enamoraré, pero si tal cosa sucediera, soltera o casada, yo seguiría el imperio de mis pasiones...
—¿Casada, también?...—le pregunté, aproximándome todo lo más posible.
—¡Casada, también!—me contestó, y su aliento me embriagó el rostro. Aquella mujer estaba enloquecedora en aquel momento.
La noche, aunque de julio, era tibia, y los balcones que dan a la calle del Perú, estaban entreabiertos: nosotros estábamos sentados cerca del tercer balcón. Una pareja de esas que se forman con una mamá aburrida y un acompañante de compromiso, vino a sentarse a nuestro lado y nos consagró una mirada de indiscreta curiosidad. Yo aproveché la ocasión para invitar a Blanca a que abandonásemos el campo al enemigo y ella aceptó. Al pasar junto a la puerta del balcón, exclamó:
—¡Qué espléndida noche!—y se detuvo un instante sobre el marco de la puerta;—¡hace un calor tan insoportable en la sala!
—En efecto, la noche es soberbia—le dije;—¿salgamos al balcón?—agregué acompañando mi palabra con una ligera presión en el brazo que tenía enlazado con el mío.
—Nos criticarán...—me repuso.—Este mundo no ve tan bien estas cosas... pero a mí no me importa nada de él, salgamos;—agregó resueltamente, y tomando ella misma la hoja de la puerta, la abrió y juntos entramos en el balcón.
Eran las tres de la mañana, la luna en menguante ya, iluminaba los techos de la ciudad dormida, la calle estaba solitaria, los faroles de gas, con su luz roja, titilaban, formando desde la esquina del club hasta el Retiro una senda que parecía alumbrada por candilejas.
Al entrar en el balcón, alguna pareja nos había entrecerrado de nuevo las puertas y desde afuera, donde imperaba la sombra, hacía un contraste raro aquella sala profusamente iluminada en la que las diferentes tintas de los trajes, la música y el bullicio, producían un movimiento variado y constante.
—Nos han encerrado—me dijo Blanca...—¡es original!...
—¿Tiene usted miedo de estar sola conmigo?...—le pregunté.
—¡Miedo yo! jamás lo he tenido... ¿qué podría temer de usted?...
—¿De mí?... nada, sino que la admiración que usted me inspira me hiciera aprovechar este momento para cometer una locura.
—¿Qué locura?—me dijo, echándose para atrás con una sonrisa llena de voluptuosidad.
—Esta...—le contesté, y avanzando sobre el espacio del balcón hasta el rincón en que termina la reja, la impulsé suavemente, le saqué en un segundo uno de sus guantes, le tomé la mano, la llevé a mi boca, la rodeé con mis brazos el cuello y la cubrí de besos mudos e intensos que ella rehuía apenas, riendo entrecortadamente con cierta frialdad irritante.
El reloj del Cabildo golpeó en aquel momento las tres de la madrugada, y el eco de la campana se extinguió en el silencio de la noche.
—Sabe que tengo un hambre devoradora y que siento frío—me dijo,—entremos—y su rostro, al pronunciar estas palabras, no reflejaba la más mínima impresión por lo que acababa de suceder.
—Blanca—le dije,—¿me ama usted?...
—No lo sé—me repuso.—¿Para qué quiere saberlo?¡Aunque lo amara, no me casaría con usted!...
—¿Por qué?
—Porque usted no tiene nada. Yo soy una mujer que amo mucho el mundo y el lujo... Necesito un marido que sea capaz de proporcionarme todos mis gustos... Deje que se presente, y, entretanto, ámeme, siga amándome, le daré todo mi corazón—añadió riendo a carcajadas. Y cambiando de tono y como adoptando una resolución, añadió:—tengo hambre, ¿lo oye usted? ¡lléveme a cenar!
Salimos del balcón y entramos de nuevo en la sala. Yo tenía la sangre en la cabeza, pero aquella mujer estaba fría como una lápida. En la escalera del comedor encontramos a don Benito que paseaba a Fernanda todavía.
—¿Qué tal, hijita mía—le dijo Fernanda pasándole la mano por la cara,—te diviertes?
—Ah, mucho, mucho, mamá—replicole Blanca.
—¿Y usted, señor don Benito?... Sabe que tengo que darle las gracias por el compañero. Es un maestro; baila el vals admirablemente...
—¿Nada más que el vals?—preguntó con sorna don Benito.
—¡Oh, nada más! Ninguna mujer chic baila otra cosa... ¿No es verdad, mamá?
—¿Por qué no?... Las cuadrillas son de regla en un baile.
—¡Para nosotros no! Nosotros hemos pasado las últimas en el balcón...
—¿Que dices, Blanca?—preguntó Fernanda con un acento de sorpresa.
—¡Sí, mamá, en el balcón!
Don Benito me miraba con una sonrisa llena de picardía, y yo hacía un esfuerzo supremo para contener mi emoción. Pero Blanca, con una resolución repentina, me arrastró fuertemente del brazo que me tenía asido y me sacó del descanso de la escalera en que nos habíamos detenido.
—Vaya, ¿qué tiene de particular?—preguntó Blanca retirándose y mirando a la madre...—¿Tiene algo de malo lo que hemos hecho?—y encogiéndose de hombros con un movimiento brusco, agregó con una carcajada:
—¡Vamos a cenar!
Entramos en el comedor que todos conocemos: un gran salón al cual le falta mucho para estar bien puesto. Aquella noche, Canale, como de costumbre, había formado la gran mesa en herradura con mesas centrales, y sobre ella, había levantado los mismos catafalcos de cartón y pastas de azúcar de todos los años. Se cena execrablemente en el Club del Progreso, y el adornode la mesa tiene mucho de los adornos de iglesia: los jamones en estantes de jalea, los pavos y las galantinas cubiertas por todas las banderas del mundo. En fin, allí se sienta uno con la indiferencia con que Raúl y Nevers se sientan en el banquete de papel pintado del primer acto de losHugonotes.
El mozo se nos acercó y nos dio lacarta. Blanca pidióbisquey nos hizo servir champagne. Era hija del padre; las delicadezas de la mesa la seducían más que otras cosas. Devoró el primer plato y agotó la copa con ansia. Nos habíamos sentado en un extremo de la mesa; las flores y los adornos centrales nos cubrían de los vecinos del frente. Yo me había aproximado a Blanca lo suficiente para atenderla, pero ella, no sé si con intención o sin ella, cerró la distancia aproximando lo más posible su asiento al mío.
—Usted no bebe nada—me dijo,—¿tiene miedo de perder la cabeza?
—No... si usted la perdiera, me gustaría perderla con usted—le repuse.
—¡Yo!... sería inútil; tengo la cabeza muy fuerte para el champagne... Bebamos otra vez... ¡bebamos por nuestra amistad!
—Yo levanté la copa junto con ella, y juntos apuramos su contenido.
—Usted es una mujer de hielo—le dije.
—¿Yo? ¡qué disparate! usted no me conoce, yo lo que soy es una mujer caprichosa... ¿Cree usted que con una mujer de hielo habría usted hecho lo que ha hecho esta noche? No... el día que yo llegue a amar, amaré como ninguna.
—¿A mí?
—No lo sé, a cualquiera; a usted, si es capaz de hacerme feliz, a otro, si usted no lo es...
En aquel momento comenzaba a amanecer; el primer albor del día dibujábase tras de las torres de San Francisco y el horizonte empezaba a teñirse débilmente de tintas rojas. Nos levantamos de la mesa y nos acercamos a los cristales a admirar aquel cuadro sublime ante el cual empalidecían las luces del baile. Blanca estaba apoyada en mi brazo y dejaba caer su cuerpo débilmente sobre el mío.
—Es linda la madrugada—le dije, oprimiéndola con pasión...
—¡No!—me repuso,—la noche me gusta más... vámonos, tiemblo de que el sol me sorprenda en la calle—y arrastrándome con fuerza, bajamos la escalera y me obligó a conducirla al toilette.
—Adiós...—le dije estrechándole la mano.
—Adiós—me replicó apretándome la mía enque quedaron impresos sus dedos finos y nerviosos.
Al dar vuelta, me encontré con don Benito que acababa de abandonar a su compañera.
—Y... ¿qué tal, Blanca?
—Fría como un mármol—le dije.
—¡Ah, hijo mío!—me contestó,—la hija es como la madre, una estatua que uno puede estrechar, besar y robar; pero una estatua, no se mueve nunca sin música...
—¿Qué música?—le pregunté.
—¡Inocente! la libra esterlina; una partitura que no admite rivalidades de escuela—y poniéndome el sobretodo en el brazo, y armando el claque, sacome fuera y metiome en el cupé que comenzó a rodar apenas sonó el golpe de la portezuela.
La fatiga me rindió aquella noche, pero no pude descansar. La imagen de Blanca me atraía involuntariamente: veíala andar y detenerse burlonamente en mi camino como dándome tiempo para alcanzarla, y cuando creía tenerla cerca, la visión desaparecía dejando en mi sueño el surco luminoso de su vestido rojo que parecía disolverse en el aire en deslumbrantes e impalpables copos de fuego.