XII

Al día siguiente comía en casa de mi tía Medea con don Benito y mi tío Ramón. Hacíamos la crónica del baile antes de sentarnos a comer, pero, al ocupar nuestros asientos, la conversación varió de tema. Mi tía había tenido aquel día una furibunda reyerta en su Sociedad Filantrópica a propósito de no sé qué bazar en que sus colegas se habían permitido prescindir absolutamente de ella. Al oírnos hablar del baile, nos obligó a callar; dirigió dos o tres frases hirientes a mi tío, por haberse permitido asistir al club y comenzó a contarnos su jornada. Parece que aquello había sido un campo de Agramante: que la emoción de mi tía había sido puesta tres veces a votación y que tres veces había sido rechazada. Furiosa, como ella sólo sabía ponerse cuando le picaba la rabia, había salido de la Sociedad con la gorra toda torcida, bramandocomo una leona, con la pollera arremangada, y a pie, con paso corto y rápido, había llegado a su casa sin interrumpir la serie de colosales blasfemias con que se había despedido de sus odiadas compañeras.

Mi tía se había sentado a la mesa sin apetito, excitada como nunca por el fuerte altercado que acabo de narrar sin detalles.

Sus ojos, más congestionados que de costumbre, brillaban de una manera siniestra. Mi tío Ramón había pasado de un buen humor apacible a un anonadamiento completo, fulminado bajo el fuego de aquellas pupilas felinas.

La ancha cara de mi tía revelaba la reflección alarmante de sus venas ahogadas por las ondas perezosas de una sangre espesa e inmóvil. Al sentarse a la mesa le habían asaltado mil incomodidades desconocidas para ella: acaloramientos súbitos que le enrojecían momentáneamente sus carrillos laxos, golpes de fuego a la vista, dolores punzantes a la nuca, relampagueos, obscurecimientos, latidos, y qué sé yo qué vagos presentimientos de un ataque repentino cruzaban pinchándole su imaginación y haciéndole exclamar de cuando en cuando con cierta desesperante agitación:

—¡Jesús, por Dios! ¿qué tengo yo?

Don Benito trataba de tranquilizarla; mi tíoRamón, sumiso siempre, la miraba guardando un respetuoso silencio; la idea de una apoplegía le había cruzado la mente; pero, ya fuera por temor, ya por moderación, se guardaba bien de aconsejar a su mujer la moderación, el reposo y sobre todo, los purgantes que el desconocido doctor Brown le había instituido como tratamiento hacía ya muchos años. Para él, la moderación del carácter feroz de su consorte era cuestión de algunas libras de sal de Inglaterra, medicamento que, dada la fe que tenía en sus efectos, le hubiera evitado mil disgustos, restableciendo por un instante la tranquilidad del hogar.

Momentos después del altercado, mi tía Medea se había visto atacada súbitamente de una abundante evacuación de sangre por las narices; pero en el paroxismo de su cólera, temblando nerviosamente de ira, se había contentado con sorber en abundancia y ruidosamente grandes cantidades de agua salada, atarse fuertemente el brazo derecho o ponerse en los lujuriosos rodetes de su nuca adiposa la llave consabida que aconseja la terapéutica popular.

De cuando en cuando se pasaba las manos por los ojos, en los cuales decía sentir un peso enorme; se comprimía las sienes, donde latían con fuerza sus arterias o se mojaba con el agua delvaso aquella frente pecosa y chata, bajo la cual ardía un volcán de odios y de futuros proyectos de venganzas. Estaba irrascible, irritable, convulsa como una fiera herida; la silla tiritaba bajo el peso de sus muslos pletóricos y su marido volvía a agitarse acariciando tímidamente el recuerdo favorito del tratamiento del doctor Brown.

—No valen todas ellas el disgusto que me han dado, ¡perras viejascaches!—exclamaba con una voz tosida y un poco gangosa.

Mi tío don Benito y yo continuábamos inmutables nuestro programa de abstención activa, callados y reverentes, comiendo con esa moderación respetuosa que se confunde con el hambre modestamente disfrazada de un apetito discreto. No se oía sino el rabioso crujir de las mandíbulas tiburonianas de mi tía Medea, que con cierta complacencia maléfica, aunque llena de voluptuosidad, imaginaba aplastar el cráneo de alguna de sus rivales en el inocente coscorrón de pan que roían sus molares y el tímido y casi silencioso masticar de los que temíamos herir los oídos susceptibles de la señora.

Don Benito procuraba, sin embargo, inútilmente, abrir temas de conversación, pero todo era en vano, la tentativa no prendía. Mi tía Medea volvía a sus imprecaciones, lanzaba unreto furibundo a sus rivales, las apostrofaba en mil formas y levantando el puño cerrado, les juraba venganza como una pitonisa poseída por la cólera divina.

Terminábamos la comida e iban a servir el café. Mi tía tomó posiciones para levantarse; pero, al ponerse de pie, sintió algo extraño, algo terrible pasar por su cabeza; quiso dar un paso y cayó desplomada sobre el pavimento.

—¡Jesús te ampare!—exclamó mi tío Ramón, abriendo tamaños ojos al verla caer;—ya tenemos encima la terribleperlesía; y corrió a socorrer a su consorte que había caído sin sentido a los pies de la mesa, haciendo un ruido extraño con la boca llena de espuma.

Don Benito y yo habíamos corrido al mismo tiempo a socorrer a mi tía.

Su aspecto era verdaderamente aterrador; había caído fulminada por un violento golpe de sangre; estaba sin conocimiento, insensible, relajada y en una inmovilidad absoluta.

Era una masa inerte, en la cual sólo la persistencia de la respiración y los latidos del corazón que llegamos a percibir, atestiguaban que la vida aún no se había extinguido.

Mi tío pedía a gritos un médico, el vinagre y los sinapismos; y mientras éstos se aplicaban abundantemente en las piernas ciclópeas de laseñora, don Benito y yo corríamos en busca de todos los médicos del barrio. Las señoras de la vecindad, algunas de las cuales eran de la relación de la familia, concurrieron inmediatamente al conocer la desesperación de mi tío.

Todas ellas continuaron las aplicaciones de sinapismos en las pantorrillas, en la nuca, en la planta de los pies, en los muslos y en los brazos; le desprendieron la ropa y la colocaron en su cama.

Al bajar con don Benito la escalera para ir a buscar médico, nos chocamos con el pardo Alejandro en la misma puerta de la calle.

—¿Qué hay, niño; qué sucede? toda la vecindad está alborotada... ¿se prende fuego la casa?...—nos preguntó.

—Al contrario, creo que se apaga el fuego... tu patrona parece que acaba de reventar—contestó don Benito con la más perfecta calma.

—¿Quién? ¿la tigra?... ¡al fin!...—replicó el pardo con el acento de un hombre que se desahoga.

Volvimos en seguida; habíamos recorrido dos o tres cuadras y sólo habíamos encontrado cinco médicos que se prestaron con suma complacencia a nuestro llamamiento.

Mi tía seguía agravándose por momentos. Su respiración era estertorosa y penosísima; a cadarespiración, los carrillos, privados de resistencia, se dejaban destender pasivamente, después volvían a quedar laxos y flojos.

—Fuma la pipa—dijo uno de los médicos en voz baja;—esto es muy característico.

Mi tío oyó la observación y creyó sin duda que el facultativo preguntaba si la señora tenía la costumbre de fumar, pues respondió con grande asombro al ver el atrevimiento de aquel hombre:

—No, señor, no, ¿cómo se imagina usted que una señora de esta clase?... ni en pipa ni en nada—agregó permitiéndose ciertos movimientos de una inopinada energía.

Los médicos sonrieron ligeramente y continuaron examinando a la enferma. Uno de ellos le introdujo una pluma en la garganta. Mi tía, insensible, no dio señales de sentirla. El médico hizo un gesto de desagrado.

—Es preciso mudarle la cama—agregó...

—¡Ah! sí—replicó mi tío haciendo una mueca forzada para disimular un profundo pesar;—¡pobrecita, se conoce lo grave que está!

Otro de los médicos se acercó al oído de mi tío y le hizo una pregunta.

—¡Pfs!... hace muchos años, señor, desde soltero—dijo éste dejando errar por sus labios una melancólica sonrisa—si nunca hemos tenidohijos, y usted sabe que... el doctor Brown me decía que sin embargo era posible y que...

—¡Ah, sí!—concluyó el médico que sin duda se vio amagado por una historia patológica de la familia de mi tío;—sí, el doctor Brown era un gran práctico.

En este momento se acercaban los otros colegas. Habían terminado su examen e iban a celebrar consulta. Poco tendrían que decir de la enferma; tal era su estado de gravedad. Según opinión unánime, era unahemorragia cerebralen su más terrible forma. La respiración continuaba siempre laboriosa, las pupilas dilatadísimas e insensibles a la acción de la luz, y los líquidos que apenas tomaba, se quedaban en la garganta produciendo esos estertores penosos que impresionan tanto. Este último síntoma era de augurio fatal. Mi tío estaba consternado: su mujer iba desapareciendo lentamente sin hacer mención de reconocerlo cuando se acercaba a su lecho.

—¿Tiene mucha fiebre?—se atrevió a preguntar a uno de los médicos que salió el primero de la consulta.

—No, señor, no, al contrario, su temperatura es más bien muy baja. Sin embargo, es probable que ahora comience a subir mucho, si, como desgraciadamente lo tememos, esto termina mal.Está en uncomaprofundo—agregó, queriendo confundir a mi tío con un tecnicismo confuso:—es una hemorragia cerebral de forma apoplética paralítica.

—¡Jesús me ampare y me favorezca! ¡cuatro enfermedades a la vez! ¡Quién resiste a tanto!

Y el pobre hombre, haciendo un esfuerzo supremo para manifestar la más suprema emoción, se llevaba la mano a los ojos y se tiraba nerviosamente del pelo.

Don Benito, que estaba al lado del lecho, miraba extinguirse aquel coloso con una frialdad perfecta.

Mi tío no se atrevía a acercarse al borde de la cama: los médicos se habían separado, seguros ya del desenlace.

—Acérquese, señor—dijo a mi tío uno de ellos...

Mi tío se acercó temblando, remiso y casi arrastrado por el deber... al aproximarse retrocedió: la moribunda presentaba un aspecto terrible: la fisonomía estaba amoratada; la respiración era difícil y cavernosa.

—¡El sacerdote!—exclamaron algunos de los circunstantes mientras los médicos abandonaban la habitación.

Se acercó al lecho un fraile obeso, vestido decolores llamativos, impasible como una foca, gordo como un cerdo: el rostro achatado por el estigma de la gula y de los apetitos carnales, la boca gruesa como la de un sátiro, el ojo estúpido, la oreja de murciélago, los pómulos colorados como los de unclown. Abrió entre sus manos grasas y carnudas un libro cuyas páginas alumbraba un monigote con un cirio, y eruptó sobre el cadáver en latín bárbaro y gangoso algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.

Al terminar, se retiró algunos pasos del lecho; hizo un ademán a mi tío para que se acercara; y en aquel momento mismo, mi tía Medea clavó sus ojos inmóviles en su marido, abrió la boca, esputó un cuajarón de sangre y acabó...

Mientras comenzaban las mujeres a hacer los preparativos para vestirla, don Benito y yo sacamos a mi tío de la habitación. Era de observarse en aquel momento la cara de mi viejo camarada;—la cómica solemnidad que se esforzaba por mantener le daba un aire mefistofélico.

Mi tío lo miraba sin comprenderlo, pero era bastante suspicaz para explicarse que don Benito no estaba tan desolado como lo exigían las circunstancias.

Yo estaba esperando la palabra burlona del viejo solterón y no se hizo esperar. Nos encerramos en el cuarto de mi tío, aseguramos laspuertas y don Benito, con una cara de pascuas, abriendo los brazos exclamó:

—Don Ramón... ¡apriete, amigo!—y buscó a mi tío para abrazarlo.

—¡Oh! don Benito... ¡qué desgracia!

—¿Desgracia? ¿Me representa usted el hipócrita? Celebre usted, amigo, el más grande de los aniversarios de su vida...

Y mi tío no pudo contenerse; se deshizo de don Benito y corriendo a la cama, se echó en ella y depositó sobre la blanda almohada de plumas en que hundió el rostro, una sonrisa de íntima, de voluptuosa alegría, que ya no podía contener dentro de sí mismo.

En ese instante golpearon la puerta; la abrí; el perfil risueño de Alejandro asomaba por la rendija.

—¿Qué quieres?—le dije en voz baja y con el tono más serio del mundo.

—¡Oh!—me contestó muy despacio...—¿usted es de los tristes también?—y aquel negro ponía una cara satánica cuando me decía esas palabras.

—Vete—le dije...—vete.

—Sí, me voy... ¡a buscar el cajón!

A las doce de la noche, mi tía estaba depositada en el ataúd de jacarandá que Alejandro había traído. Le habían cerrado los ojos y la boca,pero su rostro conservaba siempre el gesto de amenaza que le era característico, y con el Santo Cristo, que oprimía maquinalmente entre las manos lívidas y como enceradas parecía en la actitud de un centinela que dormita armado para el caso de una sorpresa. Elmulateríofemenino de la casa y de la vecindad, había invadido la sala: no faltaban alrededor del féretro dos o tres mulatillas arrodilladas que se turnaban sucesivamente. Claro es que la sala había sido cubierta en un instante de crespón y de merino negros en homenaje a su ilustre dueña.

La noticia de su muerte había cundido por la ciudad, y como su influjo en los grandes centros sociales, a pesar de los desastres políticos del partido de la finada, era de vieja data, la casa se vio llena toda la noche de las eminencias del pasado, destronadas por el presente.

El primero con quien me encontré en la sala, fue con el doctor Trevexo. ¡Cómo había envejecido y enflaquecido! Sus piernas y sus brazos desgonzados, no se palpaban al través de la ropa, pero siempre era el mismo; el gran charlador, difuso y narrador de insulseces; gran expositor de lugares comunes, de doctrinas tomadas al instinto, de principios incompletos; siempre enemigo de los libros; desolado por el prodigioso aumento de las librerías y de las ediciones:furioso contra la exagerada difusión de las obras científicas; partidario constante, invariable, inconmovible del periodismo: siempre citando su colección delGorro de la Libertady deLa Espada de Damocles, los diarios que había escrito después de la caída de Rozas.

¡Pobre doctor Trevexo! ¡Cómo aquel hombre que había sido el primero veinte años antes, era hoy el último! ¡Cómo se había detenido en su apogeo sin marchar! Me hacía el efecto de una de esas fotografías antiguas de un álbum de familia, ante las que uno tiene que reír involuntariamente. Mientras que el mundo político había progresado entre nosotros, con lecturas serias y sazonadas: en el siglo de Disraeli y de Gladstone, de Bismark y Gambetta, en el siglo de Taine y Lanfrey, el doctor Trevexo vivía con sus recortes de diarios criollos, con toda su fama del pasado por capital y toda su estéril informalidad por presente y porvenir. ¡Sin embargo, lo que es la virtud y la consecuencia de los partidarios! Su partido creía en él todavía: era siempre el gran orador, el gran diplomático, el gran periodista, el gran abogado, del más grande de los partidos argentinos.

La muerte de mi tía Medea lo había consternado. Su grande amiga, la mujer resuelta de todas las épocas; vencida en dos revoluciones,pronta a hacer una nueva a una sola indicación suya, había muerto; el partido entero la lloraba, era una pérdida irreparable, tan irreparable, que el más grande de los diarios de la América del Sur, le dedicó un sentido artículo necrológico, largo como un sermón de agonía, con muchas frases escogidas, que comenzaba recordando con mucho detalle a las antiguas madres griegas y romanas, las hacía atravesar la trayectoria de la historia en las múltiples combinaciones de los pueblos, y terminaba con un elogio de las virtudes de la difunta y una laudatoria especial a la mansedumbre de su carácter.

A este llamamiento, todo elfaubourg Saint Germainde Buenos Aires, se presentó al día siguiente. ¡Cómo se elogiaban los méritos de la señora doña Medea Berrotarán! ¡Cómo se condolían de la triste situación de mi tío! ¡qué dolorosa pérdida había experimentado! ¡Hasta don Buenaventura había dejado sus múltiples ocupaciones literarias para asistir al entierro! ¡Cómo no premiar treinta años de vasallaje, mudo, entusiasta, admirador de todas sus hazañas y desgracias!

Un entierro de fuste en Buenos Aires no necesita describirse: el empresario fúnebre conoce los gustos de la gran capital, en los que preponderala gran aldea: el convoy tiene que hacer corso en la calle de la Florida: no hay otra calle para ir a la Recoleta, y si a alguien se le ocurriera la idea de cambiar el itinerario, no sería difícil que el muerto o la muerta, siendo de la aristocracia, o sobre todo de la gran política, resucitara protestando contra la variación de la ruta.

Mi tía había sido muy religiosa; aunque víctima en los últimos tiempos de un padre escolapio, que le había eliminado graciosamente algunos miles de pesos, su fervor por los frailes y monigotes corría parejas con sus entusiasmos políticos: de modo que a su entierro asistían todos los clérigos de las parroquias principales, correctos la mayor parte, y una delegación de cada cofradía: franciscanos, dominicos, etc., incorrectos bajo el punto de vista de la higiene personal. Entre esta turba de cuervos negros y pardos, no faltaba algún tribuno ultramontano, pedante atorado de suficiencia, orador sibilino y hueco, gran momia literaria, rellena de Blair y Hermosilla,specimendel gongorismo español, que, sentado en el carruaje de duelo, como si lo hubiesen clavado en una estaca, mantenía su gravedad solemne como para aparentar la profunda desolación que le causaba la muerte de aquella vieja cuyas virtudes corrían al finparejas con la sinceridad de sus convicciones religiosas. Encabezando el grupo, iba la misma dignidad que ya hemos visto al lado del lecho mortuorio, con su uniforme carnavalesco de colorinches y su impasible cara de foca.

Mientras depositaban el cajón en la bóveda de la familia, yo me perdí en las calles del cementerio.

¡Cuánta vana pompa!

Cómo podía medirse allí, junto con los mamarrachos de la marmolería criolla, la imbecilidad y la soberbia humanas. Allí la tumba pomposa de un estanciero... muchas leguas de campo, muchas vacas; los cueros y las lanas han levantado ese mausoleo que no es ni el de Moreno, ni el de García, ni el de los guerreros, ni el de los grandes hombres de letras.

Allí la regia sepultura de un avaro, más allá la de un imbécil... la pompa siguiéndolos en la muerte. Entre una encrucijada de nichos y sepulcros, me topé de manos a boca con mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, que también había ido al entierro de mi tía.

—¡Señor don Eleazar! ¿Usted por aquí?

—¡Ah, señor! esperando mi hora, como todos—contestó,—hoy le ha tocado el lote a mi señora doña Medea... ¡Ah! ella es la feliz—agregó levantando las manos al cielo:—En estemundo no hacemos sino sufrir desengaños, joven... Vea usted, yo, por ejemplo, que he hecho tantos servicios y tantos sacrificios por la humanidad, aquí me tiene usted a mí... ¿de qué valgo, señor?

—Pero, señor, su posición, su fortuna...

—Señor, yo estoy en la calle, en la última miseria; me han arruinado, señor, usted lo sabe bien—al decirme esto, el rostro de don Eleazar se descomponía de tal manera que infundía la más profunda lástima.

Alineado a la salida de la Recoleta, soporté con todos los parientes de la muerta, los apretones de los concurrentes, que le dan la mano a uno como diciéndole: «¡eh! míreme usted, he asistido, no lo olvide,» y cuando terminó esta dura prueba de resistencia, di vuelta y vi a don Benito que me esperaba.

—¿Piensas ir con la parentela?—me dijo.

—¿Qué hacer?

—Ya todo ha concluido, ahora te vienes conmigo y mañana fuera el luto.

Y subimos al cupé, que rompió la marcha por entre los numerosos carruajes apostados en las extensas avenidas del cementerio. Eran las 4 de la tarde; el tiempo era espléndido; el cielo, azul y sin nubes, se reflejaba en el pedazode río que se alcanza a ver desde la barranca de la Recoleta.

Las caras de los que volvían del entierro, demostraban bien claramente que no se habían conmovido mucho con la ceremonia.

Don Benito me propuso ir a comer al Café de París, después de mudarnos el traje negro, y yo acepté. Salíamos de la plaza de la Recoleta para entrar en la calle larga, cuando nuestro carruaje se cruzó con una victoria elegantísima, tirada por una fogosa pareja de alazanes y dirigida por un cochero de una corrección irreprochable. Repantigadas cómodamente en el amplio asiento, iban dos mujeres distinguidísimas, cuyo saludo apenas tuvimos tiempo de contestar.

Eran Fernanda y su hija: al verlas, ambos sacamos la cabeza por las portezuelas del cupé, en el momento en que ellas también daban vuelta.

—Van espléndidas—me dijo don Benito.—Diablo de vieja tu tía, hasta muerta nos persigue; si no hubiera sido por el tal entierro, ¡qué golpe habríamos dado yendo a Palermo!...

—Pero todavía hay tiempo—le repliqué,—retrocedamos.

—¿Te atreves?...

—Y qué...

—¡Alejandro!—gritó don Benito al cochero,—a Palermo por el Bajo...

El carruaje dio vuelta, y los caballos tomaron el trote largo a un simple chasquido del látigo de Alejandro. En diez minutos llegamos a la verja de hierro que da entrada al parque; doblamos sobre la gran calle de palmas que estaba solitaria: sólo en el fondo, del lado del bosque, se veía un punto negro: era la victoria de Fernanda: nuestro cupé se deslizó por el pedregullo de la avenida, salvó la vía del tren del Norte, y vino a detenerse al mismo lado de la victoria. El carruaje estaba vacío: preguntamos al cochero dónde estaban las señoras, y nos contestó con una seña, indicando el fondo de la calle. Nos bajamos y caminamos en esa dirección. Al fin de la calle, en un rincón del camino, las encontramos. Al vernos, se sorprendieron.

—¿Ustedes por aquí?—nos dijo Fernanda,—¡vaya una manera de hacer el duelo!

—Señora—contestó don Benito,—el duelo ha concluido y la vida comienza de nuevo.

—Pero usted—dijo Blanca, con ironía,—sobrino carnal, y en Palermo, el mismo día del entierro; ¡qué escándalo!

—Sobrino carnal, no; político, sí... no hay inconveniente.

—Y ese pobre tío, ese señor don Ramón, ¿cómo estará de triste y desolado?—inquirió Fernanda.

—¡Oh! aplastado; ¡figúreselo usted libre de un monstruo y con setenta millones de pesos!

—¡Setenta millones!—exclamó Blanca,—bonito dote, mamá ¿eh?

Fernanda hizo un signo de aprobación y su fisonomía se alumbró como si concibiese una vaga esperanza.

—Pero don Ramón ha sido feliz con su tía... un viejo pisaverde, alegre, muysirvientero... ¿no es verdad?—preguntó riendo.

—Tal cual; pero víctima de su mujer; figúrense ustedes, que el día domingo, doña Medea metía en la cama a su marido para que no saliera a la calle.

—¿De veras?

—Garanto—y don Benito reía a carcajadas.

Yo me había acercado a Blanca y le había dado el brazo. Don Benito se había quedado con Fernanda en el mismo sitio en que las habíamos encontrado. Caminábamos con Blanca en dirección a los árboles: estaba pálida como de costumbre, vestida con un traje de pana color bronce, sumamente ceñido al cuerpo; su talle se dibujaba admirablemente. Guardábamos silencio y ni ella ni yo parecíamos resueltos a romperlo.De pronto se detuvo suspirando, y como saliendo de una profunda cavilación, exclamó abstraída:

—¡Setenta millones!

—¿Le parece mucho?—le pregunté.

—¡Ah!—me contestó, como despertando;—pensaba que ese tío es un horizonte: ¿Es muy viejo?

—Sesenta y cuatro años, no es mucho; más joven que su fortuna, sería mejor menos millones que años... ¿no?

—¡Oh! no, de ninguna manera; diez años más o menos no es nada para un hombre, diez millones de menos es mucho...

La tomé fuertemente del brazo con un movimiento de cólera y de impaciencia; la sombra del bosque nos protegía: le estreché las manos, la besé en el rostro, en los ojos, en la boca, entre los labios entreabiertos.

—Blanca—le dije—¡yo... no puedo resistir!...

—Hay tiempo—me replicó,—- ¡más tarde!

Y aquella mujer parecía una estatua de hielo, en medio de la involuntaria voluptuosidad que emanaba de todo su conjunto.

Volvimos a tomar la gran Avenida. Fernanda y don Benito habían desaparecido. Alejandro,desde el pescante de nuestro coche, me hizo una seña que significaba que la pareja estaba allí.

Y, en efecto, nos acercamos y Fernanda y don Benito estaban en el cupé.

El viejo camarada había perdido la corrección habitual de sus cuellos y de su corbata; dos chapas rojas alegraban su semblante. Fernanda se hallaba perezosamente reclinada en el muelle respaldo de raso del cupé; a pesar de sus 38 a 40 años estaba bellísima. Al vernos se incorporó, consultó la hora y bajó ágilmente del carruaje, subiendo a su victoria de un salto. A su lado se sentó Blanca; yo le eché la cariñosa manta de nutrias sobre los pies y a un signo del cochero, las dos yeguas del tronco partieron a escape.

Trepamos a nuestro cupé. Don Benito estaba radiante de alegría, pero se esforzaba por aparentar una profunda severidad.

—¿Y qué tal?—le dije con sorna.

—¡Pscht, mucho calor!

Era en julio y hacía un frío de todos los diablos.

El doctor Montifiori era un católico recomendable, desde todos puntos de vista; miembro de dos o tres hermandades religiosas, él sabía conciliar, como nadie, la misa de la una del día con la cena alegre de la una de la noche, la hostia sacrosanta del altar con los mariscos perfumados del Café de París.

En su casa se sabía dar el aristocrático barniz clerical de alto tono del siglo XVIII. Bastaba echar una rápida mirada sobre su pequeña librería deamateur, para conocer los finos gustos del hombre. Entre las trufas literarias de Brantôme, de Casanova y de otros del género, Bossuet y Massillon, conservaban la gravedad de las hileras: en las letras, De Laharpe, M. de Bonald, Fontanes y Chateaubriand, daban la nota grave del imperio, mientras que al lado,en ediciones monísimas, brillaban todas las perfumadas indecencias pornográficas del día.

La muerte de mi inolvidable tía doña Medea había lanzado al mundo un viudo conservado, rico y con grandes cualidades exteriores: mi tío. Dos meses después de su viudez, vivíamos juntos: yo había abandonado a mi viejo camarada, don Benito. Muy pronto la casa de mi tío Ramón se transformó en una habitación completamente diferente de lo que había sido. Se hizo allí una reunión de solteros alegres y de casados emancipados de todas edades; había dinero de sobra, y por consiguiente abundaban las comidas joviales, los vinos, las diversiones de todo género y el elemento amable: las mujeres.

En un día, don Benito, ellanzadorde mi tío, le hizo despedir o colocar caritativamente por ahí a todo el mulaterío antiguo de la finada. Sólo Alejandro fue tolerado, cedido por don Benito, a cuyo servicio estaba desde su célebre colisión con mi tía. La casa fue transformada: todo el menaje de los tiempos prehistóricos de Pavón fue modificado por un mobiliario moderno del más correcto gusto contemporáneo. Los viejos retratos de la familia fueron a cubrir las paredes de los últimos cuartos, incluso el de mitía, que había reinado veinte años en la pared principal del salón.

Mi tío Ramón echó muy luego el luto y se dio al mundo, enteramente al mundo; pero siempre débil a las tentaciones de la carne, sus setenta millones de pesos vinieron a quedar muy luego en las condiciones de un real en la puerta de una escuela. El doctor Montifiori fue el primero en advertir que mi tío era un partido; pero ¿cómo, por qué medio iniciar la campaña diplomática para conseguir sus fines?

El insigne gomoso pensó, caviló mucho, hasta que un día se dio un golpe en la frente con la mano, como el hombre que ha encontrado la solución de un problema. Montifiori había pensado en que él no podía ser católico al cohete, sin servirse de sus creencias religiosas.

El hombre de más influencia en la alta sociedad bonaerense era el señor Penseroso: un abate griego, de Atenas, un hombre distinguidísimo, suave como una alondra, agudo y penetrante como una aguja: con su rostro de mártir, y un ojo apagado que no revelaba por cierto toda la agilidad y la hondura de que aquel sacerdote estaba dotado. Dignísimo en su trato, su influencia se sentía en los salones, pero era la influencia de una sombra; jamás se impuso porpresión o actos públicos; su pasaje era como subterráneo, latente, pero eficacísimo.

Lanzado mi tío, después de la muerte de su mujer, en una vida de desorden para sus años y para su seriedad, recogiéndose tarde, picado por la tarántula de las artistas de teatro y de las bailarinas de Colón, el buen viejo le había echadola capa al toro, como vulgarmente se dice. Montifiori comprendió desde el primer momento que mi tío tenía un lado débil que explotar y como medio empleó al señor Penseroso.

El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. Don Benito reinaba allí como un tirano. Algunas noches solía concurrir el señor Penseroso, por quien mi tío había cobrado una viva simpatía. ¡Tan dulce, tan suave era aquel santísimo y virtuosísimo padre!

Blanca le hacía toda clase de fiestas y cariños al insinuante abate: al sentársele al lado, aquella criatura, fría e impávida, se volvía una gata mimosa con el clérigo: le besaba respetuosamente el dedo ceñido por el anillo de regla: le tomaba el capelo, le traía ella misma la taza de té y le ponía en la boca alguna rica golosina de Roverano, con una gracia indescriptible. El sacerdote se revenía y se entregaba rendido a la encantadora.

Blanca pertenecía a lasHermanas de los Santos, sociedad de niñas, de la que era presidenta y en la que ejercía una grandísima influencia.

En esta sociedad andaba la mano de los jesuitas; ellos les habían confeccionado sus reglamentos disciplinarios, en los cuales preponderaba un espíritu de inquisición completa: un librito reservado, de pocas hojas, en el que abundaban las transaciones del pudor con las conveniencias sociales y las exigencias religiosas; los casos en que las socias podían inquietar la virtud de los hombres con sus prendas físicas y morales; las ocasiones en que era lícito escotarse, y creo que hasta la línea del busto de la que el escote no podía pasar.

Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señor Penseroso, por una parte, y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron y rindieron a mi tío.

Muy pronto don Benito y yo advertimos las consecuencias.

Ya era tarde: mi tío Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y la sociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.

Un día, sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el último esfuerzo. Comíamos juntos en su casa: mi tío se había sentado a lamesa de punta en blanco, como un pollo de veinticuatro años. Concluida la mesa, haría su visita a lo de Montifiori.

—Diablo, que está usted elegante, para viudo tan fresco—le dijo don Benito.

—¡Eh!—contestó mi tío...—voy a la ópera esta noche...

—Nosotros también vamos, qué diablo, pero no se nos ha ocurrido vestirnos como usted...

—Es que yo no voy solo—contestó mi tío.

—¡Cómo! ¿persigue alguna aventura entre telones?—preguntó don Benito con sorna.

—No... déjense de bromas, acompaño a la familia de Montifiori, a Blanca...

—¿Usted?—inquirió don Benito, apuntándole con el dedo.

—Sí, yo, ¿qué tiene de extraño?

—Don Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor?

—¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado...

—Pero, tío—le dije,—esa es una unión imposible, absurda. Blanca es una mujer joven, usted casi le triplica la edad.

—Julio—me dijo,—toda reflexión es inútil: Blanca me ama.

—Ama a su dinero, amigo—dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.

—¡Don Benito!...—exclamó mi tío, con un gesto de impaciencia.

—¡Eh! Sí, señor... su dinero... ¡y es una vergüenza ese casamiento, una gran vergüenza! Usted va a ser el hazme reír del mundo. Usted, que ha salido de las garras de una mujer absurda, va a caer en las manos de...

—¡Don Benito!...—interrumpió mi tío Ramón.

—Tío—le dije,—piense usted lo que hace, a usted no le cuadra una mujer tan joven... espere... reflexione.

—Cualquiera te tornaría a ti por un celoso—me contestó recalcando la frase. La sangre me subió al rostro y no pude disimular mi turbación.

—¿Y cuándo serán las bodas?—preguntó don Benito, sonriéndose.

—¡Eh! vaya usted al diablo—contestó mi tío Ramón;—no estoy para ser objeto de sus bromas, y se levantó violentamente de la mesa.

Se dabaSemiramisaquella noche, y Colón estaba de gala; los palcos, ocupados por las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad, presentaban un aspecto deslumbrador. Se había cantado el primer acto; la Borghi y la Scalchielectrizaban al público y en la sala no se escuchaba sino el eco del entusiasmo y de los elogios.

Una noche clásica de ópera en Colón reúne todo lo más selecto que tiene Buenos Aires en hombres y mujeres. Basta echar una visual al semicírculo de la sala: presidente, ministros, capitalistas, abogados y leones, todos están allí; aquello es la feria de las vanidades, en la cual no faltan sus incongruencias de aldea: el vigilante de quepis encasquetado en medio de la sala, la empresa, enen menage, instalada en uno de los mejores palcos del teatro, el humo de los cigarros obscureciendo la sala entera.

No había concluido el primer acto, cuando en un palco de la izquierda aparecieron Fernanda y Blanca Montifiori con el doctor Montifiori y mi tío. Las dos mujeres estaban radiantes de belleza y de lujo. Parecían dos hermanas. Todas las miradas se concentraron en el palco, todos los anteojos se clavaron en Blanca y Fernanda. Don Benito, que estaba a mi lado, me tocó el brazo. El teatro entero hacía un solo comentario.

A nuestro lado, teníamos dos jóvenes impertinentes que conversaban, sin conocernos, con toda desfachatez.

—El viejo, aquél, el que ahora se le acerca;—le decía uno de ellos al otro...

—No puede ser...—contestaba éste.

—Te digo que sí; ese es el novio... quetoupetde mujer.

—¿Pero estás seguro?

—Ciertísimo... si conozco mucho al viejo, cuando yo estaba de practicante en lo del doctor Trevexo, iba todos los días al estudio.

—¿Y a ella la conoces?

—¡Bah, bah, de la escuela... era la piel del diablo cuando chica... un potro!...

Don Benito, mudo, pero dejando vagar una leve sonrisa por los labios, seguía tocándome el brazo a cada palabra de los indiscretos.

—¿Pero será posible que se casen?...

—Vaya, ciertísimo.

—¿Y el padre es capaz de autorizar semejante casamiento?

—El padre tiene las agallas de un dorado... ¡Tres millones de duros valen la pena, qué diablos!

Los comentarios que hacían a nuestro lado aquellos dos mozalbetes, recorrían sin duda los palcos y la cazuela.

Bastaba observar ciertas caras, con un poco de atención, para conocer las impresiones que producía en el teatro la presencia de mi tío enel palco de Blanca. En la cazuela se sentía el tajear de las lenguas, lo mismo que se siente la hoz que siega un pastizal.

La cara de la parroquiana de la cazuela se alumbra con el espectáculo que presenta un palco con una mujer lujosa y mundana—la cazuelera comunica su impresión inmediatamente a su vecina;—ésta le hace un gesto correspondiente al asunto de que se trata, en seguida se hablan, cuchichean, ríen, se ponen graves, miran de nuevo al objeto del comentario y la escena se prolonga hasta que se levanta el telón.

En la cazuela no queda títere con cabeza: albergue de solteronas y de doncellas, a las que el lujo y la riqueza no sonríen ni popularizan, se convierte en Criterion: allí se pasan por cedazo todas las reputaciones, ya sean de hombres o de mujeres. Allí se publican los deslices de la más linda mujer casada, que brilla en un palco, aunque sea más virtuosa que Lucrecia. Allí se cuentan sus amores, se apunta al amante con el dedo, se ridiculiza al marido, se narra la última aventura con verdadera e íntima fruición; las lenguas, como otras tantas navajas de barba, no se contentan con afeitar; degüellan, ultiman, descarnando la honra como se descarna un cadáver en la sala de autopsias. Allí se cuentan, con nombre y apellido, las queridas de los hombresde moda; se saca la cuenta de sus hijos naturales; se explica por qué se deshizo el casamiento con fulana, cuánto perdió en el club zutano, por qué se fue a Europa, por qué se vino, a qué mujer enamora actualmente, cómo le hace caso, dónde se ven y hasta en qué casa tienen lugar las citas.

Madres de familia, las que creéis que el cielo está arriba, no llevéis jamás a vuestras hijas a la cazuela.

Rogad a Dios que las lleve Satanás al infierno antes; en el infierno estará más protegido su pudor, que en aquella galera donde vuela el chisme, enreda la intriga, muerde la calumnia y se ensaña la envidia.

Los que tenéis autoridad, abolid la cazuela: meted en ella el elemento masculino: la mujer sola se vuelve culebra en aquel antro aéreo.

Aquella noche la cazuela dio cuenta de la reputación de mi tío y de la de Blanca. El doctor Montifiori, en medio de la íntima satisfacción que revelaba su rostro por el triunfo de sus planes, no alcanzaba a calcular, a pesar de su gran malicia, todo el veneno que había destilado la cazuela sobre él, sobre su mujer, su hija y sobre la inmaculada cabeza de mi tío Ramón, su futuro yerno.

Seis meses después, la boda de mi tío Ramón con Blanca, era cosa arreglada. Ningún casamiento ha agitado más que aquél los círculos sociales de Buenos Aires. En el teatro, en Palermo, en los bailes, en los clubs, en las iglesias no se hablaba de otra cosa. Mi tío había hecho demoler y reedificar gran parte de su casa de la calle Victoria. Yo había hecho la resolución de abandonarlo, de volver a vivir con don Benito, pero él no me lo había permitido, había comenzado por pedirme que no lo hiciese y concluyó por suplicármelo de tal manera, que muy a pesar mío tuve que renunciar a mis proyectos. El antiguo palacio burgués de los Berrotarán había sido completamente transformado bajo la artística dirección del señor Montifiori. Mi tío había decorado su casa con todo el conforty el aticismo modernos. Era aquél el nido más hermoso en que una mujer de mundo podía soñar; y cosa singular, hasta el novio se había rejuvenecido, y había tomado todos los contornos de un hombre de mundo.

El 20 de junio de 1883, a las nueve de la noche, una larga serie de carruajes particulares se apostaba en la parte más central de la calle San Martín y las personas que de ellos descendían, entraban por un espacioso zaguán en una casa que ocupaba un extensísimo frente. La puerta de calle, cubierta por una inmensa cortina grana, daba entrada a una amplia galería tapizada de paño rojo y profusamente alumbrada y decorada por guirnaldas y flores. Dos lacayos de librea guardaban sus puertas de cada lado de la entrada. Se sentía allí un ambiente tibio y agradable. Todo Buenos Aires aristocrático desfilaba por aquella galería: los grandes hombres de estado, el alto comercio, la banca, el ejército, la magistratura, el foro, las letras, la prensa. Las mujeres, cubiertas por pieles y felpas variadas, ganaban la escalera friolentas y apuradas, prendidas del brazo de sus acompañantes.

Aquella casa era el palacio del doctor Montifiori, donde debía tener lugar aquella noche el casamiento de mi tío Ramón con la señoritaBlanca de Montifiori, hija única del famoso hombre de mundo que ya conocemos.

La casa del doctor Montifiori bien merece una página. El trópico había brindado sus más ricas y voluptuosas galas para adornar el espacioso vestíbulo cubierto por mosaicos bizantinos. Esa flora artificial de la moda que prepara cuidadosamente la tierra, y le exige los frutos raros de la fantasía de los artistas de la botánica, rivalizaba aquella noche con los ejemplares más curiosos del Jardín de Plantas. El jardín de la Tijuca había contribuido en sus más bellas muestras. Desde el vestíbulo bajo hasta el alto, incluso la gran escalera de encina tallada, las hojas perezosas caían sobre sus tallos en grandes vasos de alfarería o de madera; los helechos, la parietaria, el lotus y los nenúphares extendían sus hojas, cautivas de la moda despótica, bajo cuyo imperio parecen sentir la nostalgia de las linfas de los arroyos en que fueron sorprendidas.

La mansión de Montifiori revelaba bien claramente que el dueño de casa rendía un culto íntimo al siglo de la tapicería y delbibelotaje, del que los hermanos Goncourt se pretenden principales representantes: todos los lujos murales del Renacimiento iluminaban las paredes del vestíbulo: estatuas de bronce y mármol en suscolumnas y en sus nichos; hojas exóticas en vasos japoneses y de Saxe; enlozados pagódicos y lozas germánicas: todos los anacronismos del decorado moderno; en fin, Montifiori, bien juzgado, era un poco burgués a lo monsieur Jourdain al fin. Había progresado mucho, es cierto; sus largos viajes por Europa, su malicia y su instinto, le habían complementado sus deficiencias, y en materia dechiceraasen la aristocracia bonaerense, que no es tan fina conocedora de arte, como se pretende, a pesar de su innata insuficiencia. Verdad es que el siglo tapicero necesita de dos elementos para brillar: del judío cambalachista e importador, delbrocateur, como le llaman los franceses, y del burgués fatuo que compra y colecciona y que se da por fino y sagaz conocedor de lo viejo, de ese inestimablevieux, que todos se disputan, aun a riesgo de que resulte apócrifo.

Montifiori rendía su culto a lo antiguo; además del gran salón Luis XV, con sus muebles tallados y dorados, vestidos de terciopelo de Génova color oro, y en el cual dos lienzos de la pared estaban ocupados por dos tapicerías flamencas, las demás habitaciones ofrecían el desorden más artístico que es posible imaginar. En los muros, tapizados con ricos papeles imitando brocatos y cordobanes, una serie de cuadros grandesy pequeños absorbía la atención de los curiosos. Cuadros eran esos en los que Montifiori cifraba todo su orgullo. Allí había un boceto de ninfa sobre un fondo ocre sombrío, iluminado por dos o tres pinceladas audaces que denunciaban las formas de una mujer desnuda, de carnes bermejas y senos copiosos, y que Montifiori mostraba como un Rubens en el caballete de felpa cerezo que lo exhibía; más allá, cuadros firmados por Laucret, por Largilliere, por Mignard, por Trinquez, por Madrazzo, por Rico, por Egusquiza, por Arcos. De éstos, sólo dos de los últimos eran auténticos.

Entre las telas, algunos bajo-relieves en bronce; y sobre los muebles, pies de todas clases, bronces antiguos y modernos; terracotas de Carpeaux, Chapu, y bustos de Cordier de Monteverde y de Dupré; un sinnúmero de reducciones de Bardedienne; vasos, ánforas y objetos menores sobre tapices orientales, entre los cuales se veían variedades de bibelots en esmalte, en Saxe, en Sévres, en carey, en marfil viejo.

Como se ve, la casa del suegro de mi tío pagaba su tributo a la moda; un galgo aristocrático de raza, habría encontrado mucha incongruencia allí; mucho apócrifo, mucha fruslería; pero el hecho era que Montifiori también entendía de japonismo, de gobelinos, de tapicerías flamencas,de vidrios de Venecia, de lozas y bronces viejos, de lacas y de telas de Persia y Smirna.

Allí andaban todos los siglos, todas las épocas, todas las costumbres, con un dudoso sincronismo si se quiere, pero con un brillo deslumbrador de primer efecto, ante el cual el más preparado tenía que cerrar los ojos y declararse convencido de que el doctor Montifiori era en todo un hombre de mundo.

En aquel salón, único en Buenos Aires, Fernanda jugaba subaccaratcon don Benito y dos o tres amigos más, las noches vacantes de teatros y bailes; el señor Penseroso hacía su propaganda evangélica, y Blanca en un rincón de la sala enloquecía a mi tío, contándole la gran pasión que había sabido inspirarle entre cien hombres de mérito a quienes había desairado por él.

El casamiento de Blanca Montifiori había reunido en su casa a las mujeres más lindas del día. El reportaje ya había hecho el inventario de los regalos. ¡Qué maravillas! Una novia como Blanca, fuera de los mil ramos que son de orden, no podía recibir sino diamantes, perlas y zafiros. Su padre, hombre de grande influencia en los círculos; su novio, uno de los hombres más ricos; Fernanda, la mujer en boga; Blanca, la criatura más distinguida del salón porteño, poníanaquella noche en conflicto la bolsa de cada uno de los concurrentes.

¡Tiene tal sello inconfundible el regalo oficial en una noche de bodas!

Porque es necesario convenir, ¡qué diablo! aun cuando se trate de mi tío Ramón y de su linda novia, en que Buenos Aires regala un poco por el qué dirán, compra lo más barato que puede, pero nunca sin transigir con el punto de honor, con el amor propio del que regala, porque todos quieren ser los primeros en la feria de las exhibiciones, gastando lo menos posible. Así, pues, los más ricos regalos de una boda no los hacen generalmente los más ricos capitalistas, sino los más necesitados. Aquella noche, por ejemplo, el doctor don Bonifacio de las Vueltas, amigo personal del doctor Montifiori, bella fortuna, bella posición política, en situación de servir y no de ser servido, había regalado qué sé yo qué par de estatuas imposibles, imitación bronce de pacotilla, mientras que mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, un hombre quebrado, en una situación desesperante de fortuna, había arrojado sobre la cabeza y el cuello de la linda novia una cascada de perlas y de diamantes.

—Pero ese don Eleazar es famoso—exclamaba Montifiori, admirando los espléndidos aderezos del viejo judío...—¡Es un artistahomme demonde! ¡Qué diferencia de ese imposible y tacaño ministro, que manda esos mamarrachos de lata a mi hija!

La curiosidad no dejaba quietas a las mujeres aquella noche.

Ellas conocían al dedillo todos los regalos de la novia: los diamantes, las perlas, los zafiros, los rubíes, las cadenas de pulseras y anillos y la serie de diademas, de aros y flores de piedras preciosas, que la vanidad humana había depositado a los pies de aquella criatura que vendía su cuerpo a los tres millones de un viejo de más de sesenta años. Pero en lo que las mujeres sobresalían, era en la crónica de los trapos: se habían aprendido eltrousseaude memoria como el librito secreto de laSociedad Hermanas de los Santos.

—Doce vestidos de calle—decía una personita impertinente, de veinticinco años largos, sacando la punta de su zapato de raso por el ruedo del vestido.

—¿Doce?—le preguntaba la vecina,—quince... ¡ya los he visto todos!

—¿Es posible?...

—Ya lo creo...—replicaba con suficiencia la que parecía más informada.

—Dicen que hay uno de baile espléndido, colorbleu d'eauy otro de terciopelo estampado colormarfil, guarnecido con ramos de rosas té. ¡Y losmatinéesson espléndidos! Pero a mí lo que me gusta más, es uno color turquesa muerto. ¡Qué monada!

Y el pudor y el buen gusto no me permiten continuar; aquellas niñas comenzaron por los vestidos, siguieron por las medias y acabaron por inventariar con el desparpajo de un cirujano que hace una operación, hasta las piezas de ropa del más íntimo uso de la novia.

Eran las nueve y media ya, y el salón estaba lleno de hombres y de mujeres, cuando aparecieron Fernanda del brazo de mi tío, y Blanca del brazo de su padre. El señor Penseroso vino a encontrarlos. Las amigas de la novia, vestidas todas de blanco, la rodearon mientras que el sacerdote tomaba suavemente la mano a mi tío y le indicaba que se la diese a Blanca. La rueda de curiosos estrechó el círculo; las mujeres se ponían en puntas de pies; todos querían presenciar la ceremonia. La fisonomía de Blanca no manifestaba turbación alguna: parecía la estatua de la satisfacción. Yo nunca la había visto más linda; nunca el oro mate de sus cabellos había dado más realce a su fisonomía que aquella noche. Su vestido de novia era un poema en el que el telar y la aguja habían hecho las más espléndidas estrofas a su belleza. Entre aquellacascada de flores y de diamantes, de encajes, brocatos y felpas primorosas que invadía el salón de Montifiori, la novia se presentaba con una elegancia llena de distinción, con su traje blanco con aplicaciones de terciopelo cincelado, y por único adorno, una onda desbordada de encajes de Inglaterra, que naciendo en el cuello, iba a perderse en su gran cola, después de haber perfumado el contorno con su mística y vaporosa blancura. Dos gruesas perlas, hermanas de los azahares, servíanle de pendientes, y su seno, aquel seno escaso que tanto mal sueño me había producido, cerrado completamente por la bata, daba a su busto una corrección de líneas inimitable.

¡Era feliz mi tío!

El señor Penseroso con una dulzura exquisita y un laconismo de la más urbana discreción dijo la ceremonia. Era de ver aquel viejo de cascos ligeros, tonto y baboso, que había vivido dominado por una vieja perversa casi toda su vida, al lado de una criatura, llena de vida, de juventud y de belleza, creyéndose capaz, el pobre, de haberle inspirado una pasión. Era de ver también la flema con que Montifiori presenciaba el enlace de su hija; y por último pasmaba la apatía con que Blanca se entregaba a un marido que carecía, como era natural, de todos los encantosque un hombre puede ofrecer a una mujer joven y bella.

Cuando el sacerdote terminó la ceremonia, mi tío se echó en brazos de Fernanda y Montifiori en brazos de su hija: los amigos hicieron iguales demostraciones con los novios; no hubo sollozos ni lágrimas, y apenas hubieron terminado las felicitaciones, cuando la orquesta inició el baile, con aquel mismo vals de Metra que yo había bailado con Blanca un año antes, en el Club del Progreso. Se organizaron las parejas y el bullicio y el movimiento invadieron de nuevo el espacioso salón de Montifiori.

Allí encontramos a todos nuestros conocidos del club y a muchos hombres en boga. Montifiori ha convidado a todo el mundo: la casa es pequeña para contener la concurrencia; no faltan ni los desconocidos recientemente llegados; porque en Buenos Aires somos tan amables, que es más fácil abrir la puerta de un salón del gran mundo a un extranjero que acaba de llegar, sea quien sea, que a un hijo del país que nunca ha salido de su patria;—¡costumbres sudamericanas!

Siempre se cree que es de mal tono no invitar al brillante desconocido, que ha aparecido una noche en la platea del Colón, o un domingo en el bosque de Palermo.

Me acerqué a Blanca; la cumplimenté; me tendió la mano sonriendo, y me dijo:

—Seremos grandes amigos... Soy su tía...—agregó con una sonrisa.

—Lo seremos—le contesté con afecto.

Mi tío me abrazó, pero al sentir su pecho sobre el mío, yo hubiera deseado que no lo hubiera hecho. Sentía vergüenza de mí mismo; deseos de desprenderme de él, de no verlo, de no haberlo conocido. ¿Amaba a Blanca? No: ¡qué diablo! no la amaba, no la había amado nunca, no habría podido amarla y menos desde aquel día. Ese casamiento era una explotación, y yo le había cobrado una innata repugnancia; porque, al fin, aquella mujer era una mujer de mármol, una mujer sin alma, sin sentimiento, sin poesía siquiera.

Casada con un truhán, con un libertino, pero joven y con el prestigio propio de un hombre, yo la habría comprendido; pero venderse a un viejo valetudinario, a un hombre sin talento, sin espíritu, sin fuerzas... ¡cómo justificarla! ¡cómo creerla digna de ser sentida y amada!

En el bullicio del baile, los novios desaparecieron; bajaron precipitadamente la grande escalera, ganaron el cupé que los esperaba en la puerta de calle y muy pronto estuvieron en la morada que mi tío había preparado para queBlanca pasara su luna de miel con sus sesenta y tantos años.

Aquella noche, cuando los pesados y ricos cortinados de la cámara nupcial cayeron sobre los misterios de himeneo, el Dios del amor debió cerrar sus pliegues con vergüenza, como si se sintiese deshonrado de servir de guardián a los desposorios del Tiempo con la diosa más joven del Olimpo.

Mi amigo don Benito, correctamente vestido, charlaba aquella noche en un rincón del gran comedor de la casa de Montifiori con varios muchachos alegres que comentaban el enlace de Blanca.

—Lo único que le hace falta al novio, es que Montifiori le consiga un pedacito de cinta para el ojal, como la que él usa—decía riendo uno de los jóvenes de la rueda.

—¡Eh! no es tan fácil eso...—decía otro.

—¡Qué no! mire usted aquel tipo que está allí, aquel narigón. Ha sido vendedor de trapos toda su vida; se dio importancia, se hizo amigo de algunos diplomáticos, y al poco tiempo la mujer le puso un moño en laboutonniérey ahí lo tienen ustedes. ¡Vean con qué garbo muestra su escarapela!

—Y cómo goza Montifiori con esas cosas... ¿eh?

—En fin, esperemos que don Ramón vaya a Europa mañana, compre un título, y que Blanca sea Baronesa de algo...—dijo don Benito después de haber apurado una copa de champagne.

—¡Diablo con Montifiori! qué vino nos hace beber! ¿Pero quién lo surte?...—agregaba don Benito;—este champagne es abominable... ¿si nos creerá tontos este gran pieza de Montifiori?

—El cristal de las copas es de primer orden, pero los vinos de Montifiori están a la altura de la mayor parte de sus invitados. Hombre práctico al fin, él sabe que a su casa viene de toda clase de gente. Es absurdo, pues, dar buen vino a todo el mundo. ¿Para qué? quién lo sabría apreciar.

Yo me mantenía retirado de aquel grupo de maldicientes. Me faltaba mi compañera de vals, pasaba por mi memoria el recuerdo de lo que me había sucedido el año anterior. Iba a vivir en la misma casa... ¿qué importa? Yo estaba seguro de mí mismo, ¿qué podía temer? En estas reflexiones estaba abstraído, cuando don Benito vino a golpearme en el hombro.

—Julio—me dijo,—¿vamos a cenar al club?

—Vamos—le respondí maquinalmente, después de haber saludado a Montifiori y a Fernanda y tomamos nuestro carruaje.

—Sabes—me dijo, ya en el coche don Benito,—que Fernanda me ha ganado 5000 duros... ayer.

—¡Fernanda! ¡qué! ¿juega Fernanda?

—¡Bah!...

—Y...

—Y... se los he tenido que pagar...—agregó riendo,—vale la pena de perderlos con ella—añadió.—Si tu honor te lo permitiera, yo te aconsejaría que te los dejaras ganar por Blanca.

—Vamos—le dije, poniéndome serio,—don Benito, eso no es correcto... Blanca es la mujer de mi tío... respétemonos, respetémosla.

—Vaya, niño... no se incomode; respetemos a la señora de su tío de usted... pero tenga cuidado con ella para poderla respetar.

En aquel momento mismo llegábamos al club.

Cenamos y nos dieron las tres de la mañana. En todo el club no se hablaba de otra cosa que de la boda, y, como era natural, la crítica se recreaba en morder el argumento por todas sus faces.

—¿Vienes a casa?—me dijo don Benito;—tu cuarto está pronto.

Acepté. A las cuatro de la mañana entrábamos en la casa de mi viejo amigo. Charlamos largo rato y en medio de la charla de don Benito, me adormecí. Entonces, un sueño espantosopasó por mis ojos. Me vi trasladado a los tiempos del colegio. En la puerta de calle vi a Valentina que parecía esperarme. Era el día de su santo. Llegué a su casa, le di el ramo de jazmines que llevaba para ella: me inquietó la presencia de don Camilo en la mesa. Por la noche, Valentina se acercó a mi lado en el jardín, juntos miramos al cielo; veía su cara risueña y espiritual, sonriendo, llena de luz, de vida y de sentimiento; oí en el piano las notas graves de Beethoven, me despedí de ella... La volví a ver otro día por la última vez... no pude, no supe decirle que la quería... Mi sueño se fue complicando poco a poco... apareció primero entre sus imágenes, la figura escuálida de un clérigo, después mi tío... a su lado, una mujer joven le estrechaba la mano... ¡esa mujer era Valentina!... Sentí una terrible opresión en el pecho; quise correr para separarlos, no pude: tenía ligados los pies; quise gritar para que me oyesen, tampoco pude, la emoción cerraba mis labios. Las fuerzas me faltaban; entonces vi caer la mano del clérigo sobre la pareja que recibía su bendición y caí desmayado. Todo había concluido para mí!... ¡Valentina no me pertenecía ya... la había perdido!

¡Ah! pero entonces el terrible sueño que meoprimía como una piedra, se deshizo como un vapor sutil y desperté... ¡Oh! ¡qué íntima, qué inmensa alegría inundó mi ser, cuando pensé que Valentina era libre!

Mi vida no cambió mucho por cierto con el casamiento de mi tío Ramón.

Blanca, con un tren de lujo extraordinario, vivía en el mundo, en los teatros, en los bailes, en todas las fiestas y paseos más concurridos. Dominado su marido desde el primer momento, el pobre viejo iba siempre a remolque de su mujer, sin oposición, sin protesta de ningún género. Yo los acompañaba poco; vivía aislado en un departamento independiente de la casa, porque me mortificaba el trato de aquella mujer fría y ligera que no podía vivir sino en una atmósfera de lujo y de pompa. El círculo de los amigos solteros de mi tío Ramón, se había extendido considerablemente, con motivo de su casamiento. Montifiori le había traído a todos sus camaradas del gran mundo; dos o tres diplomáticos, aves de paso, chismosos y murmuradores,como todas las mediocridades del género; uno o dos banqueros; no faltaba nunca algún personaje político de más o menos importancia, ni un grupo de muchachos alegres y calaveras, que solían comer allí y alegrar la tertulia de Blanca, en la que Fernanda gozaba de una influencia suprema. Por la noche se tocaba, se cantaba, se saboreaban los escándalos sociales, se criticaba, se mordía en grande y se jugaba... se jugaba grueso. Era la única mala pasión del gentil don Benito; superior en él a todas las otras, lo dominaba y lo consumía.

Caballero a carta cabal, un gentilhombre a toda prueba, solo, sin hijos ni parientes, había tomado la vida con una suprema frialdad y se le importaba muy poco del mundo en todo aquello que no fuera para él materia de honra. El sabía y conocía su situación; encontraba alegre la vida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacía en él sus campañas amorosas y perdía como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetes de banco. En el punto de honor, era un caballero antiguo, abierto, desprendido, pródigo hasta el exceso con las mujeres; calavera sin escrúpulos en materias parvas; burlón de los avaros y de los necios, lengua libre y corazón de oro en medio de los terribles defectos mundanosque le atribuían ciertas mamás consternadas por su mala fama.

Una tarde que don Benito y otros amigos comían en lo de Blanca alegremente, como de costumbre, mi linda tía se sintió indispuesta. Mi tío se alarmó profundamente; todo el círculo de invitados procuró manifestar igual alarma. Se llamó al doctor de la familia, un médico joven y sagaz, fino conocedor de aquel centro social y mundano. Vio a Blanca, la sometió a todas las añagazas y a todo el procedimiento aparatoso del arte, y en medio de la aflicción sincera de mi tío y de los invitados, sacó al marido aparte y le dijo sonriendo:

—Bien, amigo don Ramón... le felicito...

—Doctor, no entiendo... perdone usted...—le contestó mi tío.

—Pues dígale a Blanca que se lo explique... ¿no le ha dicho nada?

—¡Ah!—exclamó mi tío golpeándose en la frente.—¡Pobrecita! ¿Quién lo hubiera creído?... ¿Será posible? ¡Ya me lo había sospechado!

—¿Y por qué no? Cualquiera, conociéndolo a usted... ¿o pensaba usted... que, casándose con una muchacha como esa, no?...

—¡Oh! no, no—contestó mi tío con cierto orgulloreconcentrado, como un hombre que está persuadido de haber cumplido con su deber.

La novedad se contó en voz baja a los contertulianos. Blanca, echada negligentemente en un canapé, la oía comentar y circular por el salón, y pasada la primera crisis y bebida la fórmula anodina que había recetado el médico, dejaba caer sus miradas frías y distraídas sobre las páginas de un periódico ilustrado que apenas podía sostener en sus manos. Mi tío Ramón hacía pucheros de alegría y de íntima satisfacción. ¡El, sin sospecharlo, él, a sus sesenta y tantos años, había producido aquel verdadero atentado contra la regularidad del equilibrio lunar! Blanca, pálida como de costumbre, lo llamaba a ratos a su lado, le pasaba la mano por la cara, le daba en ella cariñosas palmaditas con una fisonomía fingidamente huraña y resentida, ante la cual el viejo comenzaba por aflojar las rodillas, y por estirar los labios, y concluía por caer rendido como un criminal arrepentido, sobre un muelle y riquísimopufque la enferma había hecho acercar a su lado. El cuadro era digno del satírico pincel de Hogarth; los mimos de mi tío con su joven esposa, llena de caprichosos antojos, de manías y veleidades, tenían ese sello característico de los devaneos seniles, que rebajan la energíadel hombre y deprimen tanto la dignidad de los ancianos.

Pero aquella criatura de alma viciosa sabía representar su papel como una gran artista, y hasta el mismo don Benito, que no comulgaba fácilmente con ruedas de molino, estaba rendido aquella noche ante ella, al verla desfallecida sobre un sofá, con la pollera de su riquísimo vestido de surah ligeramente recogida, dejando ver su pie, admirablemente calzado, y la garganta de su pierna cubierta por una media de seda bordada.

—Tengo un antojo—le decía a mi tío, tirándole de la pera,—y me voy a morir sino me lo satisfaces, sabes... ¡un gran antojo!

Mi tío ponía cara de bandido sorprendido infraganti.

—Un antojo... pero que nadie sepa lo qué es... ni lo digas tú a nadie... Ven, acércate, yo te lo diré al oído...

Y el viejo, con movimiento de palomo, acercaba el oído a sus gruesos y provocativos labios.

—Valen muy poco, mira, y son espléndidas... quiero lucirlas en el primer baile... con el vestido develours frappéque espero...

Prométeme traérmelas mañana... Te adoraré; te perdonaré todo lo que sufro.

Y, al día siguiente, el pobre viejo satisfacía los antojos de aquella insaciable criatura, trayéndole el collar de perlas que se exhibía en una de las joyerías más famosas de la calle de Florida, y ella, mimosa como una gata, se arrellanaba en su victoria, se cubría de pieles y se hacía arrastrar a Palermo para deslumbrar y humillar con su hermosura y su lujo a todas las mujeres de mundo que encontraba en su camino.

Un día, tarde ya, casi a la hora de comer, encontré a Blanca, sola, en la salita donde acostumbraba a pasar el día, cuando no salía. Al verme entrar por la pieza inmediata, dio un grito de sobresalto, se puso pálida y dejó caer el libro que leía.

La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos. Comprendí el movimiento y le dejé caer el libro suavemente sobre las faldas.

—¡Qué susto me ha dado!—me dijo,—estoy tan nerviosa, que todo me da miedo...

—¿Y su marido?—le pregunté, aparentando no interesarme por su sobresalto.

—No sé—respondió.—¿Conoce este libro?—agregó, indicando con un simple gesto el libro que mantenía sobre sus faldas.

—No; ¿qué libro es?

—Lea su título...

—No puedo leerlo...—y en efecto, no era posible leerlo, porque el libro había caído dado vuelta.

—Pero dele vuelta—me respondió, siempre con los brazos levantados...

Me levanté, y con la punta de los dedos, volví el libro para leer el título.

—Lea—me dijo.

—Leí;Monsieur, Madame et Bebé.

—¿Conoce?—me preguntó, con una muequita llena de coquetería.

—¡Oh! sí, es un poco antiguo ya—le dije. Blanca se mordió los labios; pero, dominándose y con un semblante lleno de aparente placidez, tomó al fin el libro y lo puso sobre una pequeña mesa de felpa que tenía al lado.

—Sabe que usted es el más orgulloso de mis amigos—me dijo, con un tono resuelto.

—Yo, ¿por qué?

—¡Ah! sí—continuó;—usted no es el mismo que antes para mí, y mire, todos los hombres que vienen a esta casa, me contemplan, me adulan y me cortejan; pero usted es un indiferente en casa.

—Señora—le contesté, riendo,—usted está bajo la influencia de la lectura de Droz.

—No se ría. ¿Se acuerda usted ahora dos años? Yo soy la misma mujer de entonces. ¿Cree usted que me he casado con el hombre que es mi marido, queriéndolo?...

—No... yo sé que usted no lo ha querido nunca—le repuse resueltamente.

—Y bien...—me contestó,—yo sé que usted me ha amado un día... ¿se acuerda usted?... Yo he llegado a un momento supremo de la vida, en que necesito amar y ser amada por un hombre digno de mí. ¡Soy una desgraciada!... ¿qué pasión puede inspirarme ese hombre que es mi marido?

—Julio—agregó, levantándose de improviso y corriendo como una loba hacia la puerta abierta de la habitación inmediata, que cerró con precipitación;—Julio—me repitió,—yo he desairado a todos los hombres que vienen a esta casa, todos me son odiosos... Yo necesito un hombre joven, que me quiera, que me dé su alma, su corazón, en cambio de todo, de todo mi amor.

Yo permanecía frío e imperturbable en mi asiento.

—Señora—le dije,—¿qué diría el mundo, si oyera sus palabras?

—¿El mundo? ¿qué me importa del mundo? No me impone ni lo temo. Yo he sido su víctima.Yo quiero vengarme de él. Pero necesito de usted. Al fin, ¿qué he sido yo hasta ahora como mujer? Una máquina para ese anciano débil y enfermo a quien arrastro por los salones, por las calles y por el mundo entre las burlas y las sonrisas de todos los que nos miran y nos encuentran.

—¡Blanca!

—¡Ah! Julio—prosiguió arrastrando junto a mi el pequeño sillón que rodó suavemente al impulso de su cuerpo.—¡Yo le amo, le amo con locura! ¡Yo se lo había dicho a usted; mi corazón no lo daría sino a un hombre, aun cuando tuviera que vender mi cuerpo a otro, como ha sucedido!

Y tomándome las manos, aquella singular criatura, me clavaba las uñas como una pantera, y me irritaba con sus palabras ardientes y resueltas. El momento era crítico; la Naturaleza rugió con toda su indómita fiereza; sentía el calor de su rostro sobre el mío, su cuerpo tibio sobre mi pecho; sus lágrimas de fuego caían sobre mis labios, su piel candente me quemaba, perdí la razón por un momento, abrí los brazos, se me nublaron los ojos y en un segundo de locura, bramando de cólera y de pasión, me iba a arrojar sobre aquella mujer como en un precipicio,cuando un relámpago de la razón iluminó mi frente y pude detenerme en el borde del abismo a que me había arrastrado un instante la fuerza estúpida de la carne.


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