XIV.EL HONRADO MENESTRAL
Muchos y muy variados objetos desfilaban ante los ojos de JeremÃasLapa, durante las horas que diariamente se pasaba sentado en su rústico banco en la calle Fleet, acompañado de su poco agraciado retoño. Quien se pasara las horas más animadas del dÃa en la calle Fleet, sentado sobre un banco o sobre una silla, sobre una piedra o sobre el duro suelo, necesariamente habÃa de salir de la jornada aturdido y sordo, por efecto de las dos procesiones inmensas, interminables que, no obstante seguir rumbos opuestos, una de Oriente a Poniente, otra de Poniente a Oriente, caminaban fatalmente hacia el mismo final, hacia el mundo que jamás visitan los rayos rojos y púrpura del sol.
El buenLapa, mascando la obligada paja, contemplaba el curso de los dos gigantescos arroyos, semejante a aquel gentil rústico que permaneció varios siglos contemplando el curso de un rÃo, sin más diferencia entre uno y otro que la de temer el segundo que el rÃo se secase, y abrigar JeremÃas la seguridad de que el curso de aquellos no se interrumpirÃa jamás. Verdad es que esa seguridad era paraLapamanantial de risueñas esperanzas, toda vez que gran parte de sus rentas las ganaba sirviendo de piloto a las mujeres que deseaban hacer la travesÃa de la calle. Aunque por regla general, las señoras que recurrÃan a sus servicios habÃan entrado de lleno en el declinar de la vida, y por otra parte, las relaciones entabladas durante la breve travesÃa eran forzosamente de poca duración, tanta impresión ejercÃa en el fogoso JeremÃas el bello sexo, que nunca prestó un servicio de esa clase sin expresar deseos vehementes de que le fuera concedido el honor de beber a la salud de la acompañada.
Hubo tiempos en que los poetas se sentaban sobre un banco en los sitios más públicos para pensar, y meditar, y reflexionar a la vista de los hombres. JeremÃasLapase sentaba también en un banco y en sitio público; pero como no era poeta, pensaba, reflexionaba y meditaba lo menos posible, y en cambio miraba mucho.
Atravesaba uno de esos momentos angustiosos en que el tránsito por la calle era escaso, y más escasas las mujeres que deseaban cruzarla, uno de esos momentos en que sus negocios presentaban cariz tan desconsolador, que nuestrohéroe llegó a recelar que su mujer estuviera arrodillada y rezando en cualquier rincón, cuando llamó su atención un torrente humano de caudal inusitado, que descendÃa arrollador por la calle Fleet, siguiendo el curso mismo del sol, es decir, hacia Oeste. Examinado el torrente, vióLapaque se trataba de un entierro que sin duda no serÃa de gusto del pueblo, toda vez que éste ofrecÃa objeciones a su paso.
—Es un entierro, hijo—dijo JeremÃas a su retoño.
—¡Viva... padre!—gritó el hijo deLapa, dando cuatro zapatetas en el aire.
El caballerito puso en su grito de alegrÃa una significación misteriosa que desagradó hasta tal extremo al padre, que acechó, y aprovechó muy pronto la oportunidad, para agarrar a su retoño por una oreja.
—¿Qué es eso?—gritó JeremÃas padre.—¿Qué significa ese viva? ¿Ese es el respeto que a tu padre tienes? ¡Este muchacho es un pillete, un descastado, tan descastado como sus vivas! ¡Que no vuelva a oirte, si no quieressentirme! ¿Entiendes?
—¿HacÃa daño a nadie?—exclamó el muchacho en son de protesta y frotándose la oreja.
—¡Lo que no hacÃas era bien!—replicóLapa.—Súbete sobre este banco y mira a las turbas.
Obedeció el hijo. VenÃan las muchedumbres gritando desaforadamente y saltando en derredor de un carro de muertos sucio y viejo, seguido de un coche fúnebre tan sucio, tan viejo y tan deslustrado como el carra, ocupado por una sola representante del duelo, que ostentaba las galas fúnebres que a la dignidad de su posición consideraba indispensables. No parecÃa, empero, que su posición fuera muy de apetecer, pues las turbas saltaban en torno del coche gritando hasta ensordecerle haciendo visajes y contorsiones, mofándose de su respetable persona, y lanzando apóstrofes poco gratos al oÃdo.
Siempre fueron los entierros motivo de excitación especial para JeremÃasLapa; no es, pues, de admirar que en la ocasión presente, tratándose de un entierro que traÃa tan ruidoso acompañamiento, le sacase de sus casillas hasta el punto de preguntar al primer individuo con quien topó:
—¿Qué pasa, hermano? ¿Qué es eso?
—No lo sé—contestó el interrogado sin detenerse. ¡EspÃas!... ¡EspÃas!
—¿Quién es el muerto?—preguntó a otro.
—No lo sé—respondió también éste, colocando las manos delante de la boca a guisa de bocina, y gritando con furia redoblada:—¡EspÃas! ¡EspÃas!
Tropezó al finLapacon una persona mejor informada del caso, gracias a la cual pudo averiguar que se trataba del entierro de un individuo llamado Rogerio Cly.
—¿Era espÃa?—preguntóLapa.
—EspÃa del Old Bailey—contestó el informador.—¡EspÃa... sÃ... espÃa del Old Bailey!
—¡Demonio!—exclamóLapa, recordando la vista a que habÃa asistido en otro tiempo.—Le conozco. ¿Está muerto?
—¡Muerto como mi abuela! ¡Y aun debÃa estarlo más!... ¡Fuera!... ¡EspÃa!... ¡Que lo echen aquÃ!
Una idea tan luminosa habÃa de ser forzosamente aceptada por aquellas turbas, y asà fué, en efecto. Todos se apoderaron con ardorosa ansiedad del grito, y lo repitieron una y mil veces, a la par que se acercaban tanto al coche y al carro fúnebres, que los obligaron a detenerse. En un abrir y cerrar de ojos se apoderaron del representante del duelo; pero éste, que nada tenÃa de torpe, tan admirablemente supo aprovechar el tiempo, que en otro abrir y cerrar de ojos dió esquinazo a las turbas tomando a la carrera una callejuela lateral, no sin dejar en manos de aquellas su capa, su sombrero, la gasa que le cubrÃa hasta las rodillas, el pañuelo blanco de rigor, y otras lágrimas simbólicas.
El pueblo se entretuvo en rasgar y esparcir a los cuatro vientos los objetos y prendas indicadas demostrando loca alegrÃa, mientras los comerciantes cerraban a toda prisa las puertas de sus establecimientos, pues la turba, en aquellos tiempos felices, eran monstruo altamente peligroso, capaz de devorarlo todo una vez abrÃa las fauces. HabÃan abierto ya las puertas del carro fúnebre pasa sacar el ataúd, cuando otro genio propuso escoltarla hasta su destino entre el regocijo general. La proposición, como todas las que son eminentemente prácticas, mereció ser aprobada por aclamación, e inmediatamente asaltaron el coche ocho individuos mientras otros seis se encaramaban sobre la cubierta del carro fúnebre. Uno de los primeros voluntarios fué JeremÃasLapa, quien, en su modestia, escondió su persona y su cabeza en un rincón del coche.
Protestaron los empleados de la funeraria contra aquella alteración del ceremonial; pero la distancia hasta el rÃo era alarmantemente corta, y varias voces habÃan preconizado ya la eficacia de una inmersión frÃa para hacer entrar en razón a los empleados recalcitrantes de pompas fúnebres, y como consecuencia, las protestas fueron débiles y breves. Prosiguió su curso la procesión una vez reformada. Un deshollinador de chimeneas guiaba el carro fúnebre, asesorado por un cochero profesional, sentado a su lado, y de la conducción del coche se encargó un pastelero, servido a su vez por un ministro responsable. Agregóse a la comitiva un húngaro con su oso, tipo callejero muy popular en aquella época, el cual oso, por ser negro, y estar muy flaco, se armonizaba perfectamente con elcarácter fúnebre de la procesión de que formaba parte.
De esta suerte continuó aquella procesión desordenada, engrosando a cada paso y obligando a cerrar todas las tiendas de las calles que recorrÃa. El término de la carrera era la antigua iglesia de San Pancracio, situada fuera de la ciudad, donde llegó a su debido tiempo. El enterramiento del cadáver de Rogerio Cly hÃzose con arreglo a un ceremonial extravagante, con gran satisfacción del nutrido acompañamiento.
Enterrado el difunto, el autor de la humorÃstica proposición anterior, o bien otro genio, que nunca faltan en las muchedumbres, concibió y propuso la diabólica idea, aprobada por unanimidad, de acusar de espÃas de la Old Bailey y de clamar venganza contra todos los transeuntes a quienes la casualidad llevase por aquellos parajes. Docenas de infelices inocentes que en su vida habÃan pasado a mil varas del aborrecido tribunal fueron perseguidas como fieras y acosadas y golpeadas sin piedad. La transición desde este juego al de romper cristales, echar abajo puertas y ventanas y entrar a saco en ventorros y tabernas, no podÃa ser ni más sencilla, ni más natural, ni más lógica. Al cabo de varias horas de saqueos, cuando habÃan sido tomadas por asalto varias casas de campo y taladas no pocas tiendas, y destrozadas muchas verjas de hierro que proporcionaron armas a los caracteres más beligerantes, corrió la voz de que venÃan los guardias. Bastó la noticia para que se dispersaran las turbas antes de la llegada de los guardias, quienes quizá ni pensaron siquiera en aproximarse al teatro de los sucesos.
No tomó parte en los desórdenes últimos JeremÃasLapa, quien prefirió permanecer en el cementerio, conferenciado con los empleados de la funeraria y haciendo tristes meditaciones. El campo de la muerte siempre ejerció sobre él una influencia sedante. Sentado sobre una sepultura, fumando con calma filosófica una pipa que se habÃa procurado en la taberna vecina, meditaba, puestos los ojos en la verja.
¡Ya ves, JeremÃas, lo que es el mundo!—se decÃaLapa.—No ha mucho tiempo viste con tus propios ojos a ese Cly, joven, robusto, derrochando vida, y ahora...
Después de fumada su pipa, y al cabo de no poco rato de meditaciones profundas y de tristes reflexiones, levantóse y emprendió la vuelta a la ciudad, con objeto de encontrarse en su puesto antes de la hora de cerrar el Banco. No ha sido posible aclarar del todo si sus meditaciones ejercieron sobre su hÃgado influencia perniciosa, o si su salud venÃa quebrantada ya de antes, o bien si su visita no tuvo otro objeto que dispensar un honor a la persona a quien visitó: fuera uno u otra la causa, el hecho fué que, en el camino, se detuvo algunos minutos en la casade su médico... albeitar eminente de la ciudad.
El hijo manifestó con muestras de gran interés al padre que nada habÃa ocurrido durante su ausencia. Cerró el Banco las operaciones del dÃa, salieron los empleados, yLapa, acompañado por su hijo, se encaminó a su casa.
—Hoy vas a saber quién soy yo—dijo a su mujer no bien traspasó el umbral de la casa.—Si esta noche estoy de malas como honrado menestral, será prueba de que te has pasado el dÃa rezando en mi contra y sabrás cuántas son cinco, lo mismo que si yo, con estos ojos, te hubiera visto arrastrada por los suelos.
Su costilla movió la cabeza.
—¡Cómo! ¿Te atreves a hacerlo en mis barbas?—repuso con entonación colérica.
—¡Si no digo nada!
—¡Ya lo sé; pero piensas! ¡Tanto monta pensar como hablar! ¡Lo mismo puedes arruinarme rezando como meditando! ¡No quiero que hagas ni lo uno ni lo otro!
—Está bien, JeremÃas.
—¡SÃ!... Está bien, JeremÃas... Perfectamente, JeremÃas... Conforme, JeremÃas... Lo que tú digas, JeremÃas... Crees que me engañas con esas palabras de conformidad, ¿no es cierto? ¡Pues te equivocas de medio a medio!
—¿Piensas salir esta noche?—preguntó la mujer.
—SÃ; pienso salir.
—¿Podré acompañarle, padre?—preguntó su retoño.
—No podrás acompañarme. Esta noche voy... ya lo sabe tu madre... voy a pescar; a pescar; eso es.
—Cada dÃa son más listos los peces, ¿verdad, padre?
—Es lo que no te importa.
—¿Traerá pescado?
—Si no lo traigo, mañana habrásolfeogeneral en casa—replicóLapamoviendo la cabeza.—Y basta de preguntas, muñeco. No saldré hasta que tú te hayas acostado.
El resto de la velada lo consagró a acechar a su mujer y a obligarla a hablar constantemente a fin de impedir que rezara o meditara en contra suya. Con el mismo objeto a la vista, obligó también a su hijo a que charlara sin tasa con su madre, con no poco disgusto de ésta, que no dispuso de un segundo de tiempo para consagrarlo a sus reflexiones. La persona más devota no hubiese podido rendir homenaje más elocuente a la eficacia de una oración honrada. El temor a las plegarias de su mujer era tanto como si una persona que jurase y perjurase que no creÃa en fantasmas ni aparecidos, se horrorizara al escuchar historias de fantasmas y de aparecidos.
—¡Es cosa grande que tus rezos sean amenaza constante a nuestros estómagos!—dijoLapa.—Tu conducta desnaturalizada matarÃa de hambre a tu marido y a tu hijo, si yo no vigilara a todas horas. ¡Mira a tu hijo...! Porque creoque es tu hijo, ¿eh? Está más delgado que un estoque... Tú, que tienes el atrevimiento de llamarte su madre, ¿no sabes que el primero, el más sagrado de los deberes de una madre es hacer que su hijo engorde?
Estas palabras conmovieron tan profundamente al hijo, que conjuró a su madre a que cumpliera ante todo y sobre todo la función maternal con delicadeza tanta indicada por su padre.
Asà fué deslizándose la velada en el tranquilo hogar de losLapas, hasta que madre e hijo recibieron orden de meterse en la cama. El jefe de la familia distrajo las horas de la noche fumando pipas solitarias hasta poco más de la media noche, que se levantó para salir. Antes, sin embargo, sacó de un armario, cuya llave guardaba en el bolsillo, un saco, una barra de hierro bastante gruesa, algunas cuerdas, una cadena, y otros útiles de pesca parecidos, los que, colocados y acondicionados convenientemente, apagó la luz y se fué.
Minutos después salÃa tras el padre su curioso retoño, quien habÃa tenido la precaución de acostarse vestido sobre la cama cuando recibió la orden de recogerse. Al amparo del manto de la noche salió de su habitación, descendió sigiloso la escalera y se aventuró por las solitarias calles. En cuanto a la vuelta a la casa paterna, no le inspiraba ningún recelo, pues sabÃa muy bien que la puerta quedaba abierta toda la noche.
Impulsado por el deseo muy laudable de aprender las artes y misterios de las ocupaciones nocturnas de su honrado padre, el muchacho, pegado a las paredes de las casas, embebiéndose en los huecos de las puertas, procuraba no perder un instante de vista al laborioso autor de sus dÃas. Tomó éste dirección norte, y no se habÃa alejado gran cosa, cuando topó con un nuevo discÃpulo de Isaac Walton, en cuya compañÃa prosiguió la marcha.
Media hora después caminaban ambos sin hablar palabra por un camino solitario, al que no llegaban las miradas de los faroles ni menos las de los vigilantes nocturnos. En el camino se les incorporó otro pescador, pero con tanto recato y silencio, que si el muchacho hubiera sido supersticioso, seguramente habrÃa creÃdo que el hombre que primero se reuniera a su padre se habÃa partido súbita y milagrosamente en dos.
Los tres prosiguieron la marcha seguidos por el hijo deLapa, hasta que hicieron alto al pie de un desmonte cuyo talud se alzaba sobre el camino. Sobre el talud, corrÃa un muro de ladrillo de escasa elevación, coronado por una verja de hierro. Los hombres se deslizaron como fantasmas a lo largo del talud, procurando ampararse de su sombra, hasta llegar a un entrante que daba acceso a una especie de callejón, uno de cuyoslados, formado por el muro de ladrillo, tendrÃa sobre diez pies de altura. A la luz blanquecina de la luna pudo ver el muchacho que el honrado menestral a quien debÃa la existencia escalaba con ligereza sin igual la verja de hierro. Inmediatamente le siguió el segundo pescador, y a éste el tercero. Los tres ganaron el terreno comprendido en el interior de la verja, donde permanecieron algunos minutos, tendidos en tierra... probablemente escuchando. Luego avanzaron, arrastrándose sobre las manos y las rodillas.
El muchacho se acercó a la verja, conteniendo la respiración. Desde un rincón donde se agazapó vió que los tres pescadores se arrastraban como serpientes por entre la crecida hierba que cubrÃa el terreno... y por entre muchas cruces y lápidas sepulcrales. Estaban en un cementerio, y parecÃan fantasmas espantables acechados por otro fantasma más espantable, más monstruoso aún: por la torre de la iglesia vecina, gigante terrorÃfico encargado de velar por la tranquilidad de los muertos. No avanzaron mucho trecho. El muchacho no tardó en observar que se enderezaban y daban comienzo a la pesca.
Pescaron primero con azada. Poco después, el honradoLapapreparó un instrumento semejante a descomunal sacacorchos. Cualesquiera que fueran los útiles de pesca que utilizaran, manejábanlos con inusitado ardor. Las púas que coronaban la cabeza del muchacho adquirieron la dureza acerada de las de su padre cuando el gigante guardián de la ciudad de los muertos dejó oir lentas, sonoras, graves, terrorÃficas, las dos de la madrugada.
El muchacho emprendió desatinada fuga; mas el deseo de saber era tan grande, que no sólo se contuvo al cabo de breve trecho de recorrido, sino que le incitó a volver a la verja. Vió que los tres hombres continuaban pescando, y supuso que habÃan pescado algo al observar que los pescadores parecÃan inclinados y como doblegados, haciendo esfuerzos encaminados a sacar algún pez de mucho peso. Asà era en efecto: poco a poco fueron izando el pescado, hasta que éste salió a la superficie. La forma del pescado era de las que no dejan lugar a duda; pero cuando el muchacho vió que su padre se disponÃa a abrirlo, sintióse acometido de tal pánico, que emprendió una carrera frenética sin detenerse ni moderar la velocidad hasta que dejó atrás más de una milla de terreno.
Ni aun entonces se habrÃa detenido si no le hubiese faltado el aliento, pues no huÃa ante imágenes engendradas por el miedo, sino ante espectros que le acosaban terribles. El ataúd que habÃa visto le pisaba los talones, saltando sobre las piedras y tierra del camino en posición perpendicular y sobre el extremo más estrecho, empeñado en alcanzarle y en colocarse asu lado... quizá para asirse a su brazo. Aquel diabólico ataúd debÃa ser prodigio de incongruencia y de ubicuidad, pues tan pronto saltaba entre las negras filas de árboles que bordeaban el camino como volaba sobre las espesas copas, semejante a cometa sin rabo ni alas. Ocultábase también en los huecos de las puertas, contra las cuales frotaba sus horribles costillas, produciendo un ruido semejante a huecas carcajadas. Constantemente ganaba terreno al muchacho en aquella carrera fantástica. Cuando el perseguido llegó a la puerta de su casa, estaba medio muerto de miedo. Ni aun después de refugiarse en ella se vió libre de la encarnizada persecución del ataúd, que subió tras él la escalera saltando sobre sus peldaños, y se acostó en su cama, y se subió sobre su pecho cuando el sueño o el terror rindieron al desventurado curioso.
La presencia de JeremÃasLapaen el estrecho cuarto del muchacho puso fin al agitado sueño de éste antes que los primeros rayos del sol hicieran su aparición sobre la tierra. La fortuna debió serle poco propicia aquella noche; asÃ, al menos, lo infirió su hijo del hecho de que tuviera a su mujer agarrada por las orejas y sacudiéndola sin consideración.
—¡Te lo ofrecÃ, y lo cumplo!—decÃa JeremÃas.
—¡Por Dios, JeremÃas!—exclamaba su mujer con acento de súplica.
—Te empeñas en estropearme los negocios, sin tener en cuenta que me perjudicas a mà y a mis asociados. Tu obligación es obedecer: ¿por qué no lo haces?
—¡Procuro ser mujer honrada!—contestaba la infeliz, derramando lágrimas.
—¿Y crees que la honradez consiste en echar a perder los negocios de tu marido? ¿Crees honrar a tu marido deshonrando sus asuntos?
—¡No deberÃas dedicarte a negocios tan horribles, JeremÃas!
—Debe bastarte el ser la esposa de un honrado menestral y no dar entrada en tu estrecho entendimiento femenino a cálculos o apreciaciones acerca de la naturaleza de los negocios que hace o deja de hacer tu marido. La mujer que es honrada y obediente, no se mete en lo que es incumbencia privativa de su esposo. ¿Y tú te llamas religiosa? ¿Tú te llamas honrada? ¡Si eres religiosa, si eres honrada, dénme mujeres irreligiosas y sin honra!
El altercado, que se sostenÃa en voz baja, llegó a su término cuando JeremÃas, despojándose de las botas cubiertas de barro, se tendió sobre el suelo, boca arriba y puestas las manos debajo de la cabeza a guisa de almohada. El hijo, en su deseo de imitar al padre, volvió a tenderse sobre la cama, no tardando en dormirse.
Después del almuerzo, en cuyomenúno figuró ningún plato de pescado, y puede decirse que deningún otro manjar, el señor JeremÃas, que dicho sea de paso estaba furioso como nunca, bien acepillado y lavado, salió con su hijo a la calle y tomó el camino del Banco Tellson.
El joven vástago del honrado menestral que caminaba al lado de éste por la calle Fleet no era ya el mismo que la noche anterior huÃa despavorido por caminos solitarios de su terrible perseguidor. Con los resplandores del dÃa recobró su atrevimiento habitual, y sus bascas y escrúpulos terminaron con la noche... en cuyos particulares es más que probable que tuviera muchos compadres en la animada calle Fleet.
—Padre—dijo el muchacho durante el trayecto,—¿qué es un desenterrador?
El buenLapano pudo contestar pregunta tan inesperada sin antes quedar como clavado en el sitio.
—¡Yo qué sé!—respondió al fin.
—Yo creà que usted lo sabÃa todo, padre—repuso el candoroso muchacho.
—¡Hum! ¡Pues... mira!—dijo JeremÃasLapa, después de quitarse el sombrero y de rascarse la frente.—Un desenterrador es un honrado menestral, un comerciante.
—¿En qué ramo comercia?
—Comercia... en géneros cientÃficos de naturaleza especial.
—En cadáveres humanos; ¿verdad, padre?
—Creo que no andas del todo descaminado, hijo.
—¡Oh padre! ¡Yo quisiera ser desenterrador cuando llegue a hombre!
La proposición llenó de noble orgullo al padre. Sin embargo, moviendo la cabeza como con aire de duda, replicó:
—Dependerá del vuelo que alcancen tus talentos. Procura alentar su desarrollo, a lo cual contribuirá poderosamente el ejemplo que te doy. Hoy es prematuro hablar de lo que en lo futuro harás o dejarás de hacer.
Momentos después, mientras el muchacho iba a colocar el banco a la sombra del edificio del Tribunal del Temple, JeremÃasLapamurmuró para sus adentros:
—Amigo JeremÃas, honrado menestral; puedes abrigar esperanzas fundadas de que tu hijo llegará con el tiempo a ser un tesoro que compensará tu desgracia de tener por esposa a una mujer desnaturalizada.